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– César Octavio -dijo el recién llegado con una profunda reverencia.

– Con César bastará. Sólo mis enemigos añaden el Octavio. ¿Tú eres?

– Apolodoro, alto chambelán de la reina.

– Oh, bien. Llévame a ella.

– Me temo que eso no es posible, domine.

– ¿Por qué? ¿Ha escapado? -preguntó él con los puños apretados-. ¡Que la peste se lleve a esa mujer! ¡Quiero acabar con este asunto!

– No, domine, ella está aquí, pero en su tumba.

– ¿Muerta? ¿Muerta? ¡No puede estar muerta, no la quiero muerta!

– No, domine. Está en su tumba, pero viva.

– Llévame allí.

Apolodoro se volvió y entró en el desconcertante laberinto de edificios, escoltado por Octavio y sus amigos. Después de una breve marcha se encontraron con otro de aquellos altos muros engalanados con vividas imágenes bidimensionales y la curiosa escritura que Menfis le había dicho a Octavio que eran jeroglíficos. Cada símbolo era una palabra, pero para sus ojos era incomprensible.

– Estamos a punto de entrar en el Sema -explicó Apolodoro, que hizo una pausa-. Aquí están enterrados los miembros de la casa Ptolomeo, junto con Alejandro Magno. La tumba de la reina está en la pared que da al mar, aquí. -Señaló una estructura cuadrada de piedra roja.

Octavio miró las enormes puertas de bronce, luego el andamio y la grúa, el cesto.

– Bueno, al menos no será difícil sacarla -dijo-. Proculeio, Thyrso, entrad por la abertura, en lo alto de aquel andamio.

– Si haces eso, domine, ella te escuchará y morirá antes de que tus hombres lleguen a ella -dijo Apolodoro.

– Cacat! ¡Necesito hablar con ella y la quiero viva!

– Hay un tubo; aquí, junto a las puertas. Sopla por allí, lo que alertará a su majestad de que alguien en el exterior tiene cosas que decirle. Octavio sopló.

Llegó de vuelta una voz, sorprendentemente clara, aunque aguda.

– ¿Sí? -preguntó.

– Soy César y deseo hablar contigo. Abre las puertas y sal.

– ¡No, no! -fue la respuesta-. ¡No hablaré con Octavio! ¡Con cualquiera menos con Octavio! No saldré, y si intentas entrar, me mataré.

Octavio le hizo un gesto a Apolodoro, que parecía agotado.

– Dile a la tonta de su majestad que Cayo Proculeio está aquí conmigo, y pregúntale si hablará con él.

– ¿Proculeio? -dijo la aguda y clara voz-. Sí, hablaré con Proculeio. Antonio me dijo en su lecho de muerte que podía confiar en Proculeio. Que hable él.

– No distinguirá una voz de otra desde ahí abajo -le susurró Octavio a Proculeio.

Pero, aparentemente, sí lo hacía, porque cuando Octavio la dejó hablar con Proculeio e intentó participar de la conversación, ella lo reconoció y se negó a comunicarse. Tampoco quería hablar con Thyrso o Epafrodito.

– ¡Oh, no me lo puedo creer! -gritó Octavio. Se volvió hacia Apolodoro-. Trae vino, agua, comida, sillas y una mesa. Si tengo que convencer a su majestad para que salga de esta fortaleza, entonces al menos pongámonos cómodos.

Pero para el pobre Proculeio la comodidad no era posible; el tubo estaba demasiado alto en la pared como para que pudiese sentarse en una silla, aunque pasadas unas horas Apolodoro apareció con un taburete que Octavio sospechó que era para este fin, de ahí la demora. Las órdenes de Proculeio eran asegurarle a Cleopatra que estaba a salvo, que Octavio no tenía intención de matarla y que sus hijos estaban seguros. Eran sus hijos lo que la preocupaban, no sólo su seguridad, sino su destino. Hasta que Octavio aceptara que uno de ellos gobernase en Alejandría y otro en Tebas no estaba dispuesta a salir. Proculeio argumentó, amenazó, rogó, razonó, volvió a discutir, halagó, sin conseguir ningún resultado.

– ¿Por qué esta farsa? -le preguntó Thyrso a Octavio a medida que caía la noche y los sirvientes del palacio venían con antorchas para iluminar el lugar-. ¡Ella sabe que no puedes prometerle lo que pide! ¿Por qué no quiere hablar directamente contigo? ¡Ella sabe que estás aquí!

– Porque tiene miedo de que, si habla directamente conmigo, nadie más escuchará lo que decimos. Ésta es su manera de poner sus palabras en algo así como un registro permanente; sabe que Proculeio es un erudito, un escritor de hechos.

– Sin duda podremos entrar por arriba durante la oscuridad.

– No, aún no está lo bastante cansada. Quiero que esté tan cansada que baje la guardia. Sólo entonces podremos entrar.

– En este momento, César, tu principal problema soy yo -manifestó Proculeio-. Estoy terriblemente cansado, mi mente desvaría. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti, pero mi cuerpo ya no da más de sí.

Entonces apareció Cayo Cornelio Gallo, su apuesto rostro fresco, sus ojos grises alerta. Octavio tuvo una idea.

– Pregúntale a su majestad si está dispuesta a hablar con otro escritor diferente pero del mismo prestigio -dijo-. Dile que estás enfermo o que te he dicho que te marchases; ¡algo, cualquier cosa!

– Sí, hablaré con Gallo -dijo la voz, que ahora ya no era tan fuerte después de que hubiesen pasado doce horas.

La discusión continuó hasta que salió el sol y prosiguió a lo largo de la mañana: veinticuatro horas. Por fortuna, el pequeño recinto que había delante de las puertas estaba bien protegido del sol del verano.

Su voz se había hecho muy débil; ahora parecía como si no le quedasen muchas energías, pero con Octavia como hermana, Octavio sabía con qué fuerza una mujer lucharía por sus hijos.

Finalmente, bien pasado el mediodía, asintió.

– Proculeio, hazte cargo de nuevo. Eso la despertará, concentrará su atención en el tubo. Gallo, toma a mis dos libertos y entra en la tumba a través de la abertura. Quiero que se haga con absoluto sigilo: nada de chirridos de poleas, nada de susurros. Si consigue matarse, os meteré la nariz en la mierda y yo empujaré vuestras cabezas con mis manos.

Cornelio Gallo era como un gato, muy silencioso y ágil; cuando los tres hombres estuvieron en la abertura eligió bajar por su cuenta por una de las cuerdas. A la luz mortecina de las antorchas vio a Cleopatra y a sus dos compañeras junto al tubo; la reina gesticulaba apasionadamente mientras hablaba, toda su atención enfocada en Proculeio. Una de las mujeres la sostenía por la axila derecha para mantenerla erguida; la otra, por la izquierda. Gallo se movió con la velocidad de un relámpago. Incluso así, ella soltó un grito y se lanzó para coger la daga de la mesa que tenía a su lado; él se la arrebató y la sujetó sin problemas, a pesar de que «s dos agotadas mujeres tironeaban y le pegaban. Luego, Thyrso y Epafrodito se unieron a él y contuvieron a las tres mujeres.

Un hombre de treinta y ocho años pleno de salud, Gallo, dejó a las mujeres a cargo de los libertos, levantó las dos enormes trancas de bronce y luego abrió las puertas. Entró la luz. El parpadeó, deslumbrado.

Para el momento en que las mujeres salieron, literalmente en volandas, Octavio había desaparecido. No formaba parte de sus planes enfrentarse a la Reina de las Bestias todavía, quedaban muchos días por delante. Gallo llevó a la reina en sus brazos a sus habitaciones privadas, y los dos libertos cargaron con Channian e Iras. El legado superior, que era un hombre joven, se sorprendió por el aspecto de Cleopatra cuando la iluminó la luz del día: las prendas, rígidas y manchadas con sangre; los pechos, desnudos y cubiertos con profundas laceraciones; los cabellos, desordenados, con trozos de cuero cabelludo sanguinolento.

– ¿Tiene un médico? -le preguntó a Apolodoro, que no se apartaba de ellos.

– Sí, domine.

– Entonces mándalo a llamar de inmediato. César quiere a tu reina sana, chambelán.

– ¿Se nos permitirá atenderla?

– ¿Qué dijo César?

– No me atreví a preguntar.

– Thyrso, ve y pregunta -ordenó Gallo.

La respuesta llegó de inmediato: la reina Cleopatra no debía dejar sus aposentos privados, pero cualquiera que ella necesitase podía ir allí, así como se le debía suministrar cualquier cosa que pidiese.