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Cuando Sextilis se acercaba a su final y septiembre amenazaba con las tormentas equinocciales. Octavio fue a buscar a Cleopatra a sus habitaciones.

Ella yacía adormilada en un diván, los rasguños, morados y otras reliquias de su dolor por la muerte de Antonio ya estaban curados. Cuando él entró, ella abrió los ojos, lo miró y volvió la cabeza.

– Marchaos -le ordenó Octavio a Charmian e Iras.

– Sí, marchad -dijo Cleopatra.

Él acercó una silla al diván y se sentó, sus ojos activos; varios bustos de Divus Julius salpicaban la habitación, así como también un espléndido busto de Cesarión, esculpido no mucho antes de su muerte porque era más hombre que muchacho.

– Es como César, ¿verdad? -preguntó ella al seguir su mirada.

– Sí, mucho.

– Mejor mantenerlo en esta parte del mundo bien lejos de Roma -manifestó ella con su voz más melodiosa-. Su padre siempre quiso que su destino estuviese en Egipto; fui yo la que asumió la tarea de ampliar sus horizontes, sin saber que él no deseaba un imperio. Él nunca será un peligro para ti, Octavio; es feliz con gobernar Egipto como tu cliente-rey. La mejor manera de resguardar tus propios intereses en Egipto es ponerlo a él en ambos tronos y prohibir a todos los romanos que entren al país. Él se ocupará de que tengas todo lo que desees: oro, trigo, tributos, papel, lino. -Ella exhaló un suspiro y se estiró, consciente de su dolor-. Nadie en Roma necesitará saber nunca que Cesarión existe.

Sus ojos se apartaron del busto para fijarse en su rostro.

«Oh, había olvidado lo hermoso que son sus ojos -pensó ella-. Tan plateados como grises, tan llenos de luz, y perfilados con unas pestañas gruesas y largas de cristal. ¿Por qué entonces nunca revelan sus pensamientos? Tampoco lo hace su rostro. Un rostro hermoso que recuerda al de César, pero no es tan angular, la forma de los huesos de la barbilla menos pronunciada, y, a diferencia de César, él va a mantener toda esa cabellera dorada.»

– Cesarión está muerto. -Octavio lo repitió-: Cesarión esta muerto.

Ella no le respondió. Sus ojos buscaron los suyos y se engancharon allí, inmóviles, como un estanque podrido de color verde marrón; su faz se demudó desde la línea de los cabellos hasta el cuello en un relámpago y dejó la hermosa piel de un color gris blanquecino.

– Vino a verme montado en un camello con dos compañeros cuando yo marchaba por la carretera a Alejandría desde Menfis. La cabeza llena de ideas de que podría convencerme para que te perdonase y salvase al doble reino. ¡Tan joven! ¡Tan engañado sobre la honorabilidad de los hombres! Tan seguro de poder convencerme. Me dijo que tú lo enviabas lejos, que se suponía que él debía navegar desde Berenice hasta la India. Como yo ya había localizado el tesoro de los Ptolomeo (sí, señora, César te traicionó y me dijo dónde encontrarlo antes de morir) no necesité torturarlo para saber dónde estaba. No creo que me lo hubiese dicho aunque lo hubiese torturado. Un joven muy valiente, no me costó verlo. Sin embargo, no se le podía permitir que viviese. Con un César es suficiente, y yo soy ese César. Yo mismo lo maté y lo enterré en la carretera de Menfis en una tumba sin marcar. -Giró el puñal en la herida-. Su cuerpo fue envuelto en una alfombra. -Luego buscó en la bolsa que llevaba al cinto y le dio algo-. Su anillo.

– ¿Asesinaste al hijo de César?

– Con pesar, pero sí. Era mi primo, tengo la culpa de sangre. Pero estoy preparado para vivir con las pesadillas.

Su cuerpo se retorció, se estremeció.

– ¿Es el placer de presenciar mi dolor lo que te hace decirme estas cosas? ¿O es política?

– Política, por supuesto. En carne eres un maldito incordio para mí, Reina de las Bestias. Tienes que morir, excepto que no veo la manera de no tener nada que ver con tu muerte; es muy difícil.

– ¿No me quieres para tu triunfo?

– Edepol! ¡No! Si parecieses una amazona te haría desfilar alegremente, pero no con el aspecto de un gatito desnutrido.

– ¿Qué hay de los otros jóvenes? ¿Antillo? ¿Curio?

– Muertos, junto con Canidio, Casio Parmensis y Décimo Turullio. Perdoné a Cinna; no es nada.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¿Qué hay de los hijos de Antonio? -susurró ella.

– Están bien. No han sufrido daño alguno. Echan de menos a su madre, a su padre, a su hermano mayor. Les dije que estáis todos muertos; que lloren ahora, cuando es oportuno. -Su mirada pasó a una estatua de César Divus Julius vestido como faraón egipcio muy peculiar-. Tú sabes que no disfruto con esto. No me produce ninguna alegría causarte tanto sufrimiento. Pero lo hago de todas maneras. ¡Soy el heredero de César! Pretendo gobernar el mundo de un extremo al otro y de un lado al otro del Mare Nostrum. No como un rey o siquiera como un dictador, sino como un simple senador dotado con todo el poder de los tribunos de la plebe. ¡Todo correcto! Hace falta un romano para que gobierne el mundo como debe ser gobernado. Alguien que no disfrute del poder, sino del trabajo.

– El poder es la prerrogativa del gobernante -señaló ella sin comprender.

– ¡Tonterías! El poder es como el dinero, una herramienta. Vosotros sois los locos, los autócratas orientales. Ninguno de vosotros ama la tarea, el trabajo.

– Tomarás Egipto.

– Naturalmente. Aunque no como una provincia llena de romanos. Necesito controlar correctamente el tesoro de los Ptolomeo. Con el tiempo, la gente de Egipto (en Alejandría, el Delta y a lo largo del Nilo) llegará a pensar en mí como piensan en ti. Administraré Egipto mejor que tú. Tú maltrataste esta hermosa tierra de abundancia con la guerra y la ambición personal, gastaste dinero en barcos y soldados en la errónea creencia de que el número siempre gana. Lo que gana es el trabajo, además, como diría Divus Julius, de la organización.

– ¡Qué presumidos sois los romanos! ¿Tú matarás a mis hijos?

– ¡No! En cambio, los haré romanos. Cuando zarpe para Roma vendrán conmigo. Mi hermana Octavia los criará. ¡La más adorable y dulce de las mujeres! Nunca podré perdonar a aquel palurdo de Antonio por herirla.

– Vete -dijo ella, y le volvió la espalda.

Él se preparaba para marcharse cuando ella habló de nuevo.

– Dime, Octavio, ¿sería posible enviar a buscar algunas frutas del campo?

– No si les piensas añadir veneno -respondió él con viveza-. Haré que cada pieza sea probada por tus propias doncellas en el lugar que indique con mi dedo. Yo seré el culpable si hay el más mínimo indicio de que mueres envenenada. ¡No se te ocurra ninguna idea grandiosa! Si intentas que parezca que yo te asesino, estrangularé a tus tres hijos. ¡Lo digo de verdad! Si me culpan por tu muerte, ¿qué importa si asesino a tus hijos? -Pensó en alguna otra cosa y añadió-: Ni siquiera son unos niños muy bellos.

– Nada de veneno -dijo ella-. He encontrado la manera de morir que te absuelva de toda culpa. Quedará claro para todo el mundo que escogí la manera yo misma, por mi propia voluntad, moriré como faraón de Egipto, con toda dignidad y corrección.

– Entonces puedes enviar a que te traigan tu fruta.

– Una cosa más.

– ¿Sí?

– Comeré este fruto especial en mi tumba. Podrás inspeccionar cómo fue mi muerte después de que se haya producido. Pero insisto en que dejes a los sacerdotes embalsamadores que acaben su trabajo con Antonio y conmigo. Luego manda sellar la tumba. Si tú mismo no estás en Egipto, debe hacerlo la persona delegada por ti.

– Como quieras.

El busto de Cesarión llenaba sus ojos; no más lágrimas, se había acabado el tiempo para ellas. «¡Mi hermoso, hermoso muchacho! Qué parecido eras a tu padre, y, sin embargo, qué poco tenías de él. Me engañaste con tanta astucia que no sospeché de tus intenciones. ¿Confiar en Octavio? Eras demasiado ingenuo para ver la amenaza que representabas para él, demasiado poco romano. Ahora yaces en una fosa sin marcar, sin una tumba a tu alrededor, sin una barca para navegar por el Río de la Noche, sin comida ni bebida, sin una cama cómoda. Aunque creo que puedo perdonárselo todo a Octavio excepto la alfombra: una artera broma. Lo que él no sabe es que su venganza te dio un sarcófago, suficiente para contener tu Ka por un tiempo.»