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– Llamad a Cha'em -dijo cuando Iras y Charmian entraron.

Él siempre había tenido el aspecto intemporal de un sacerdote de Ptah, aquel jefe de la orden exilado de su recinto para servir al faraón, pero en esos días tenía el aspecto de una momia.

– No necesito decirte que Cesarión está muerto.

– No, hija de Ra. El día que tú me preguntaste, yo ya sabía que no viviría más allá de su decimoctavo cumpleaños.

– Lo envolvieron y lo enterraron junto a la carretera de Menfis; allí debe de haber algunas señales donde se detuvo el ejercito. Por supuesto, ahora regresarás al recinto de Ptah y te ocuparás de cargar tus carros, burros y carretillas. Encuéntralo, Cha'eni, y ocúltalo dentro de la momia de un toro. Ellos no te retendrán mucho tiempo si es que te detienen. Llévalo a Menfis para un entierro secreto. Aún derrotaremos a Octavio. Cuando esté en el Reino de los Muertos, debo ver a mi hijo en toda su gloria.

– Así se hará -dijo Cha'em.

Charmian e Iras lloraban; Cleopatra las dejó llorar, y después las mandó callar.

– ¡Callaos! Se acerca el momento y necesito que se hagan ciertas cosas. Que Apolodoro mande a buscar una cesta de higos sagrados. Completa. ¿Lo habéis comprendido?

– Sí, majestad -susurró Iras.

– ¿Qué prendas vestirás? -preguntó Charmian.

– La doble corona. Mi mejor collar, faja y brazaletes. El vestido blanco plisado con la chaqueta recamada que vestí para César años atrás. Nada de zapatos. Alheña en mis manos y pies. Dáselo todo a los sacerdotes para el día cuando me pongan en mi sarcófago. Ya tienen la armadura de mi amado Antonio, la que vistió cuando coronó a mis hijos.

– ¿Los niños? -preguntó Iras al recordarlos-. ¿Qué pasa con ellos?

– Marchan a Roma para vivir con Octavia. No la envidio.

Charmian sonrió entre lágrimas.

– ¡No cuando se trata de Filadelfo! ¿Me pregunto si habrá pateado las espinillas de Octavio?

– Es probable.

– ¡Oh, señora! -gritó Charmian-. ¡Nunca había imaginado que esto terminara de esta manera!

– No lo hubiese hecho de no haberme encontrado con Octavio. La sangre de Cayo Julio César es muy fuerte. Ahora, dejadme.

«Se supone -pensó Cleopatra mientras caminaba por la habitación, la mirada puesta en el busto de Cesarión- que uno debe pensar durante toda su vida en este momento, pero no quiero hacerlo. Sólo quiero pensar en Cesarión, en su suave cabeza dorada contra mi pecho mientras bebía mi leche con grandes y largos tragos. Cesarión jugando con su caballo de Troya de madera; sabía el nombre de cada uno de los cincuenta muñecos de su vientre. Cesarión decidido a tener sus títulos como faraón. Cesarión levantando los brazos a su padre. Cesarión riéndose con Antonia. Siempre y para siempre, Cesarión. Oh, me alegro de que se acabe. No puedo soportar seguir caminando por este valle de lágrimas ni un momento más. Los errores, los pesares, las sorpresas, las luchas. La viudez. ¿Todo para qué? Un hijo que no comprendí, dos hombres que no comprendí. Sí, la vida es un valle de lágrimas. Estoy tan agradecida por la oportunidad de abandonarla con mis condiciones.»

La cesta de higos llegó con una nota de Cha'em donde decía que todo se había hecho según sus órdenes, que Horus la recibiría cuando llegase, que el propio Ptah había facilitado el instrumento.

Se bañó escrupulosamente, se puso un vestido sencillo y caminó con Charmian e Iras a su tumba. Los pájaros cantaban en el alba. La perfumada brisa de Alejandría soplaba suavemente.

Un beso a Iras, otro a Charmian; Cleopatra se quitó el vestido y permaneció desnuda.

Cuando levantó la tapa del cesto de higos, los frutos se movieron para facilitar el paso a una inmensa cobra real. «¡Aquí! ¡Ahora!» Cleopatra sujetó el cuerpo de la cobra con las dos manos justo por debajo de su caperuza cuando se irguió fuera del cesto y le ofreció los pechos. La cobra mordió con un golpe audible, un golpe tan poderoso que ella se tambaleó y la dejó caer.

La cobra se alejó de inmediato para esconderse en un rincón oscuro, y acabaría por encontrar una salida a través de un conducto. Charmian e Iras se sentaron mientras la reina moría, un proceso corto pero agonizante. Rigidez, convulsiones, un coma inquieto. Cuando murió, las dos mujeres se ocuparon de sus muertes.

Desde las sombras se adelantaron los sacerdotes embalsamadores para llevarse el cuerpo del faraón y colocarlo en una mesa desnuda.

El puñal con que hicieron la incisión en su flanco era de obsidiana; a través del tajo sacaron el hígado, el estómago, los pulmones y los intestinos. Cada uno fue lavado, enrollado, envuelto con hierbas y especies, excepto el incienso, prohibido, y después los colocaron en una jarra canópica con natrón y resina. El cerebro lo quitarían más tarde, después de que el conquistador romano hiciese su visita.

Para el momento en que llegó con Proculeio y Cornelio Gallo, ella estaba cubierta con montañas de natrón salvo el pecho y la cabeza; sabían que los romanos deseaban ver cómo había muerto.

– ¡Dioses, mirad el tamaño de los agujeros de los colmillos! -dijo Octavio, y los señaló. Luego, dirigiéndose al jefe de los embalsamadores, le preguntó-: ¿Dónde esta el corazón? Me gustaría ver el corazón.

– El corazón no se quita, señor, ni los riñones -respondió el hombre con una reverencia.

– Ni siquiera parece humana.

Octavio no daba la impresión de estar afectado, pero Proculeio se puso pálido, se excusó y salió.

– Las cosas se encogen cuando la vida sale de ellas -dijo Gallo-. Sé que era una mujer pequeña, pero ahora es como una niña.

– ¡Bárbaro!

Octavio se marchó.

Estaba aliviado y encantado por la solución dada a su dilema: ¡una serpiente! ¡Perfecto! Proculeio y Gallo habían visto las marcas de los colmillos, podrían atestiguar públicamente cómo murió Cleopatra. «¡Qué monstruo debe de ser aquella cosa! -pensó-. Me hubiese gustado verlo, sobre todo con una espada en la mano.»

Aquella noche, un tanto ebrio -había sido un mes agotador-, Octavio se apartó para que su ayuda de cámara quitase las mantas para que él pudiese acostarse. Allí, enroscada en medio del lecho, había una cobra de dos metros de largo, gruesa como el brazo de un hombre. Octavio gritó.

VI METAMORFOSIS

Del 29 la 27 a. J.C.

XXIX

Cuando los tres hijos de Cleopatra embarcaron para ir a Roma, al cuidado del liberto Cayo Julio Admeto, navegaron solos; como Divus Julius cuando había dejado Egipto, Octavio decidió que podía poner orden en Asia Menor y en Anatolia antes de regresar a Roma. Una parte estipulada del oro que había sido enviado al tesoro debía venderse para comprar plata destinada a acuñar denarios y sestercios: ni mucho ni poco. Lo que menos deseaba Octavio era una inflación después de tantos años de depresión.

Una tarea agotadora, mi dulce muchacha, y sin embargo creo que tú aprobarás mi lógica; la tuya es tu única rival. Guarda tus deseos en un lugar que no olvides, tenlos preparados para mí cuando regrese a casa. No durante muchos meses. Si arreglo Oriente correctamente, no necesitaré regresar allí en años.

Es difícil creer que la Reina de las Bestias esté muerta y en su tumba, para ser reducida a una efigie hecha con lo que parece pergamino pegado. Similar a las marionetas que tanto les gustan a la gente cuando los espectáculos ambulantes llegan a la ciudad. Vi algunas momias en Menfis, todas vendadas. Los sacerdotes no se mostraron muy dispuestos cuando les ordené que les quitasen las vendas, pero obedecieron porque no eran muertos de las clases más altas. Sólo un rico comerciante, su esposa y su gato. No acabo de decidir si es el músculo lo que desaparece o la grasa que se funde. Alguno de los dos lo hace, y dejan el rostro hundido, como le ocurre a Atico. Uno ve lo que es la reliquia de un ser humano, y puede nacer suposiciones sobre el carácter, la belleza, etc. llevaré algunas de estas momias a Roma y las exhibiré en un carro en mi desfile triunfal, junto con algunos sacerdotes para que el pueblo vea cada etapa de este horrible proceso. La Reina de las Bestias tiene el destino adecuado, pero pensar en Antonio me carcome. Sin duda, es un Marco Antonio momificado lo que ha estimulado la fascinación entre aquellos de nosotros que estábamos en Egipto. Proculeio me dice que Herodoto describió el proceso en su tratado, pero como lo escribió en griego, nunca lo he leído.