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Dejé a Cornelio Gallo para que administre Egipto como prefecto. Se mostró muy complacido, tanto que el poeta ha desaparecido, al menos de momento. Sólo habla de las expediciones que quiere hacer: ir al sur, hacia Nubia, y más allá, hasta Meroé, al oeste, hasta el desierto eterno. También está convencido de que África es una isla enorme, y pretende navegar a su alrededor en los barcos egipcios que se construyen para ir a la India. No me importan estos entusiastas ensayos en la exploración, ya que lo mantendrán ocupado. Mucho mejor eso que saber que ha pasado su tiempo buscando alrededor de Menfis tesoros enterrados. Los asuntos del país están en las buenas manos de un grupo de funcionarios que escogí en persona.

Esta carta te llegará con los hijos pequeños de Cleopatra, un trío de Antonio en miniatura con un toque de Ptolomeo. Necesitan una fuerte disciplina que Octavia no está preparada para administrar, pero no me preocupa. Unos cuantos meses viviendo con Julio, Marcelo y Tiberio los moldeará. Después de eso, ya veremos. Confío en casar a Selene con un rey cliente cuando sea mayor, mientras que los chicos presentan un problema más difícil. Quiero que se borre todo recuerdo de sus orígenes, así que debes decirle a Octavia que Alejandro Helios se llamará de ahora en adelante Cayo Antonio y Ptolomeo Filadelfo se llamará Lucio Antonio. Lo que espero es que los chicos sean algo tontos. Como no confiscaré las propiedades de Antonio en Italia, y Iullo, Cayo y Lucio tendrán unos ingresos decentes. Por fortuna, muchos de ellos fueron vendidos por dinero, así que nunca serán inmensamente ricos ni, por lo tanto, un peligro para mí.

Sólo tres de los generales de Antonio fueron ejecutados. Son unos don nadie, nietos de hombres famosos muertos hace mucho tiempo. Los perdoné con la condición de que me prestasen juramento en una versión un tanto modificada. Esto no equivale a decir que sus nombres no aparecerán en mi lista secreta. A cada uno se les asignará un agente para que los vigile, por supuesto. Soy César, pero no César.

Como tú me has pedido algunas de las prendas y joyas de Cleopatra, mi querida Livia Drusilia, todo eso irá a Roma, pero para ser exhibidas en mi triunfo. Cuando se acabe, Octavia y tú podréis escoger algunos objetos, prendas y joyas, que compraré para vosotras, y de esta manera aseguraré que no se estafa al tesoro. No habrá más robos.

Cuídate. Te escribiré de nuevo desde Siria.

Desde Antioquía, Octavio fue a Damasco, y desde allí envió a su embajador al rey Fraates, en Seleucia del Tigris. El hombre, un pretendiente al reino parto llamado Arsaces, detestaba poner de nuevo la cabeza en la boca del león, pero Octavio se mostró firme. Como Siria estaba ocupada por las legiones romanas de un extremo a otro, Octavio estaba seguro de que el rey de los partos no haría ninguna tontería, incluido hacer daño al embajador del conquistador romano.

Así, mientras comenzaba el invierno al final de aquel año donde habían muerto los sueños de Cleopatra, Octavio se reunió con una docena de nobles partos en Damasco y forjó un nuevo tratado: todo al este del río Éufrates sería de dominio parto y todo al oeste del Éufrates estaría bajo el dominio romano. Las tropas armadas nunca cruzarían aquel gran río de agua azul lechoso.

– Habíamos escuchado que eras sabio, César -dijo el jefe de la embajada parta-, y nuestro nuevo pacto lo confirma.

Paseaban por los fragantes jardines por los que Damasco era famoso formando una pareja incongruente: Octavio, vestido con una toga con ribetes púrpuras, Taxiles, con una falda con volantes y una blusa, varios anillos de oro alrededor del cuello y un pequeño sombrero redondo sin alas con perlas incrustadas sobre sus tirabuzones negros.

– La sabiduría es, sobre todo, sentido común -respondió Octavio con una sonrisa-. He tenido una carrera con tantos altibajos que se hubiese hundido docenas de veces de no haber sido por dos cosas: el sentido común y la suerte.

– ¡Tan joven! -exclamó Taxiles maravillado-. Tu juventud fascina a mi rey por encima de todo lo demás.

– Treinta y tres el pasado septiembre -manifestó Octavio un tanto relamido.

– Estarás a la cabeza de Roma durante décadas.

– Absolutamente. ¿Espero poder decir lo mismo de Fraates?

– Sólo entre tú y yo, César, no. La corte ha sido un tumulto desde que Pacoro invadió Siria. Digo que habrá muchos reyes de Partia antes de que acabe tu reinado.

– ¿Se adherirán a este tratado?

– Sí, categóricamente. Los deja en libertad para ocuparse de sus pretendientes.

Armenia se había distanciado desde que había tenido lugar la guerra de Actium; Octavio comenzó el agotador viaje Éufrates arriba hacia Artaxata seguido por quince legiones, por lo que a algunos de los soldados les parecía una marcha que estaban condenados a repetir siempre. Pero aquélla iba a ser la última vez.

– Le he entregado la responsabilidad de Armenia al rey de los partos -le dijo Octavio a Artavasdes de Media- con la condición de que se quede en su lado del Éufrates. Tu parte del mundo es sombría porque está al norte de la cabecera del Éufrates, pero mi tratado fija el límite como una línea entre Colchis, en el mar Euxino, y el lago Matiane. Eso le da a Roma Carana y las tierras alrededor del monte Ararat. Te devuelvo a tu hija Iotape, rey de los medos, porque ella se casará con un hijo del rey de los partos. Tu deber es mantener la paz en Armenia y Media.

– Ya todo está hecho -le dijo Octavio a Proculeio-, sin pérdida de vidas o de miembros.

– No necesitabas ir a Armenia en persona, César.

– Es verdad, pero deseaba ver la disposición de la tierra por mí mismo. En los años futuros, cuando esté sentado en Roma, quizá necesite un conocimiento de primera mano de todas las tierras orientales. De lo contrario, algún nuevo militar hambriento de fama podría engañarme.

– Nadie hará nunca eso, César. ¿Qué harás con todos los clientes-reyes que se pusieron del lado de Cleopatra?

– Desde luego, no les exigiré dinero. Si Antonio no hubiese intentado cobrarles a estas personas un dinero que no tenían, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Las disposiciones de Antonio son excelentes, y no veo ningún mérito en anularlas sólo para afirmar mi propio poder.

– César es un enigma -le dijo Estatilio Tauro a Proculeio.

– ¿Cómo es eso, Tito?

– No se comporta como un conquistador.

– No creo que él se vea a sí mismo como un conquistador. Sólo intenta acomodar las piezas de un mundo que pueda entregarle al Senado y al pueblo de Roma como un objeto acabado en todos los sentidos.

– ¡Ja! -exclamó Tauro-. ¡El Senado y pueblo de Roma, y un huevo! No tiene la intención de soltar las riendas. No, lo que me intriga, compañero, es cómo pretende gobernar, porque gobernar es lo que debe hacer.

Tenía su quinto consulado cuando acampó en el Campo de Marte acompañado por sus dos legiones favoritas, la vigésima y la vigésima quinta. Y estaba obligado a quedarse allí hasta haber celebrado sus triunfos, tres en totaclass="underline" por la conquista de Illyricum, la victoria en Actium y por la guerra en Egipto.