Aunque ninguno de los tres podía rivalizar con algunos de los triunfos del pasado, cada uno de ellos fue exagerado más que cualquier otro anterior cuando se trató de la propaganda. Sus Antonios eran viejos gladiadores; sus Cleopatras, gigantescas mujeres germanas que controlaban a sus Antonios con collares y correas de perros.
– ¡Maravilloso, César! -dijo Livia Drusilia cuando se acabó el triunfo por Egipto y su marido regresó a casa después del festín en Júpiter Óptimo Máximo.
– Sí, eso creo -replicó él, complacido.
– Por supuesto, algunos recordábamos a Cleopatra de sus días en Roma, y nos asombramos al ver cuánto se había crecido.
– Sí, ella le chupó la fuerza a Antonio y se hinchó de gloria.
– ¡Qué razón tienes!
Luego llegó el trabajo, que era lo que Octavio más amaba. Había salido de Egipto como propietario de setenta legiones, un total astronómico en el que sólo con el oro del tesoro de los Ptolomeo podía permitirse retirarse cómodamente. Después de un cuidadoso estudio había decidido que, en el futuro, Roma no necesitaría más de veintiséis legiones; ninguna de ellas estaría destinada en Italia o la Galia Cisalpina, y eso significaba que ningún ambicioso senador dispuesto a suplantarlo tendría a mano tropas. Además, estas veintiséis legiones constituían un ejército permanente que serviría bajo las águilas durante dieciséis años y bajo bandera durante otros cuatro. Cada una de las cuarenta y cuatro legiones que había licenciado fueron desparramadas de un extremo al otro del Mare Nostrum, en tierras confiscadas a las ciudades que habían respaldado a Antonio. Aquellos veteranos nunca vivirían en Italia.
La propia Roma había comenzado las transformaciones que había jurado Octavio: de ladrillos a mármol. Cada templo fue repintado con sus verdaderos colores, las plazas y los jardines fueron remodelados y el botín de Oriente fue utilizado para adornar templos, foros, circos y mercados. Maravillosas estatuas y pinturas, fabulosos muebles egipcios. Un millón de pergaminos fueron colocados en la biblioteca pública.
El Senado votó para Octavio toda clase de honores; él aceptó unos pocos y mostró su desagrado cuando insistieron en llamarlo «dux», líder. Octavio tenía algunos deseos secretos, pero no eran de dominio público; la última cosa que deseaba era parecer déspota. Por lo tanto, vivía como correspondía a un senador de su rango, pero nunca con excesos. Sabía que no podía continuar gobernando sin el apoyo del Senado, pero, sin embargo, también sabía con la misma certeza que de alguna manera tenía que ejercer un control sobre él sin parecer que lo hacía. Lo ayudaba a controlar el fisco y el ejército, dos poderes que no se podían fijar, pero no le daba ni una pizca de inviolabilidad personal. Para eso necesitaba los poderes de un tribuno de la plebe, y no durante un año o una década, sino para toda la vida. Con ese fin tenía que trabajar poco a poco hasta obtener el más grande de todos los poderes: el de veto. Él, el menos musical de todos los hombres, tenía que cantarle al Senado una canción de sirena tan seductora que lo obligara a permanecer en sus remos para siempre…
Cuando Marcela cumplió los dieciocho años se casó con Marco Agripa, cónsul por segunda vez; seguía enamorada de su serio y poco comunicativo héroe, y entró en el matrimonio convencida de que ella lo cautivaría.
La guardería de Octavia no parecía nunca reducir su tamaño, a pesar de la partida de Marcela y Marcelo, los dos mayores. Tenía a Iullo, Tiberio y Marcia, todo de catorce años; Cellina, Selene, el mellizo de Selene, el ahora llamado Cayo Antonio y Druso, de doce años, Antonia y Julia, de once; Tonilla, de nueve; el ahora llamado Lucio Antonio, de siete, y Vipsania, de seis. En total, doce niños.
– Lamento ver marchar a Marcelo -le dijo Octavia a Cayo Fonteio-, pero tiene su propia casa y debe vivir allí. Será un contubernalis en la plana mayor de Agripa el año que viene.
– ¿Qué hay de Vipsania ahora que Agripa está casado?
– Se quedará conmigo; creo que es una buena decisión. Marcela no querrá un recordatorio de sus últimos años en la guardería, y Vipsania lo sería. Además, Tiberio se mostrará abatido.
– ¿Cómo están los hijos sobrevivientes de Cleopatra? -preguntó Fonteio.
– ¡Mucho mejor!
– Así que Cayo y Lucio Antonio, así llamados, al final se cansaron de verse zurrados por Tiberio, lullo y Druso.
– Una vez que me decidí a hacer ojos ciegos, sí. Ése fue un buen consejo, Fonteio, aunque no me gustó mucho en su momento. Ahora, lo único que me queda por hacer es convencer a Cayo Antonio de que no coma demasiado; ¡oh, es un glotón!
– También lo era su padre en muchas maneras.
Fonteio apoyó la espalda en una columna de los nuevos y preciosos jardines que Livia Drusilia había creado alrededor de los viejos estanques de carpas de Hortensio y cruzó los brazos un tanto a la defensiva. Ahora que Marco Antonio estaba muerto y su tumba en Alejandría sellada para siempre había decidido probar suerte con Octavia, que había tenido muchos años para llorar a su último marido. A los cuarenta años, probablemente habían pasado sus días fértiles, y la guardería no recibiría más miembros, a menos que hubiese nietos. ¿Por qué no intentarlo? Ella y él habían sido tan buenos amigos que había superado la convicción de que ella lo rechazaría por respeto a la memoria de Antonio.
«¡Qué hombre tan apuesto!», pensaba ella mientras lo miraba, segura de que él tenía algo en mente, según su intuición.
– Octavia… -dijo él, y se detuvo.
– ¿Sí? -lo animó ella, curiosa-. ¡Dime!
– Sin duda, tú sabes lo mucho que te quiero. ¿Te casarías conmigo?
La sorpresa dilató sus pupilas y tensó su cuerpo. Ella suspiró y sacudió la cabeza.
– Te agradezco la oferta, Cayo Fonteio, y sobre todo el amor, pero no puedo.
– ¿No me amas?
– Sí, te amo. Ha crecido en mí año tras año, y tú eres muy paciente. Pero no puedo casarme contigo, o con nadie más.
– Por el imperator César -dijo él, la voz tensa.
– Sí, por el imperator César. Me ha mostrado a todo el mundo como epítome de la devoción de la esposa, del cuidado maternal. ¡Qué bien recuerdo cómo reaccionó cuando nuestra madre cayó en desgracia! Si me casase de nuevo. Roma se llevaría una desilusión.
– Entonces, ¿podemos ser amantes?
Ella se lo pensó, su generosa boca curvada en una sonrisa
– Se lo preguntaré, Cayo, pero su respuesta será no.
– ¡Pregúntaselo de todas maneras! -Él fue a sentarse en el borde de un estanque, sus hermosos ojos llenos de luz, la boca sonriente-. Necesito una respuesta, Octavia, incluso si es un no. Pregúntaselo ahora.
Su hermano estaba trabajando en su escritorio, ¿cuándo no lo estaba? Él la miró, el entrecejo fruncido.
– ¿Puedo verte en privado, César?
– Por supuesto. -Un gesto hizo que los escribientes saliesen a la carrera-. ¿Y bien?
– He recibido una propuesta de matrimonio.
Esto provocó un gesto de desagrado.
– ¿De quién?
– Cayo Fonteio.
– ¡Ah! -Él unió los dedos-. Un buen hombre, uno de mis más leales partidarios. ¿Quieres casarte con él?
– Sí, pero sólo con tu consentimiento, hermano.
– No puedo consentir.
– ¿Por qué?
– ¡Oh, vamos, Octavia, tú sabes por qué! No es ese casamiento contigo lo que lo pone a él tan alto, es que a ti te pone en una posición muy baja.
Se hundieron sus hombros; se sentó en una silla y agachó la cabeza.
– Sí, lo comprendo. Pero es muy duro, pequeño Cayo.
El nombre infantil trajo lágrimas a sus ojos; él las contuvo.
– ¿Duro, hasta qué punto? -preguntó él.