– Me gustaría mucho casarme. Te he dado tantos años de mi vida, César, sin quejarme y sin expectativas de recompensa. Te permití elevarme a un nivel que me equipara a las vestales. Pero todavía no estoy decrépita, y siento que me merezco alguna recompensa. -Ella alzó la cabeza-. Yo no soy tú, César. No deseo estar en una posición más alta que todos los demás. Quiero sentir de nuevo el abrazo de un hombre. Quiero ser deseada y necesitada de una manera más personal que por los niños.
– No es posible -dijo él entre dientes.
– Entonces, ¿qué pasa si nos hacemos amantes? En secreto y con la más absoluta discreción. ¡Al menos dame eso!
– Me gustaría, Octavia, pero vivimos en una piscina transparente. Los sirvientes hablan, mis agentes hablan. No puede ser.
– ¡Sí que puede ser! Los rumores nos rodean incesantemente (tus amantes, mis amantes), Roma hierve. ¿No crees que Roma ya no tiene a Fonteio por mi amante cuando pasamos tanto tiempo juntos? ¿Qué cambiaría, excepto que una ficción se convertiría en un hecho? Es algo tan viejo y gastado, César, que apenas si vale mencionarlo.
Él la escuchó con una expresión inescrutable, los párpados bajados; ahora los abrió y le dedicó la más dulce de las sonrisas del pequeño Cayo.
– Muy bien, acepta a Fonteio como tu amante. Pero a ninguno más, y nunca públicamente de mirada, gesto o palabra. No me gusta la perspectiva, pero no tienes ni una pizca de promiscuidad en tu cuerpo. -Descargó una palmada en las rodillas-. Llamaré a Livia Drusilia. Su ayuda no tiene precio.
Octavia se encogió.
– ¡César, no! ¡Nunca lo aprobaría!
– Te equivocas, lo hará. Livia Drusilia nunca olvida que hay una madre en nuestra familia.
La última parte del año estuvo llena de crisis que Octavio y Agripa no habían previsto. Como siempre, una familia importante estaba en la raíz de ellas, y aquella vez les tocaba a los Licinio Craso. Era una familia tan antigua como la República, y su actual líder hizo un intento de hacerse con el poder, tan astuto él que no veía cómo podía fracasar. Pero aquel advenedizo trató con Octavio brillantemente, constitucionalmente y a través del Senado, que Marco Licinio Craso había asumido que le daría apoyo. No lo hizo. Licinia, la hermana de Craso, era la esposa de Cornelio Gallo, y de esta manera vinculaba a Cornelio Gallo a los acontecimientos. Cuando había sido gobernador de Egipto había conseguido grandes hazañas como explorador su éxito se le subió a la cabeza de tal manera que había escrito aquéllas en las pirámides, en los templos de Isis y Hathor y en varios monumentos de Alejandría. También había eregido gigantescas efigies de sí mismo en todas partes, una acción prohibida a todos los romanos, cuyas estatuas nunca podían exceder el tamaño de un hombre. Incluso Octavio se cuidaba de respetar esa regla; que su amigo y partidario Gallo no lo hiciera fue toda una sorpresa. Llamado a Roma para responder de sus hechos, Cornelio Gallo y su esposa se suicidaron a mitad del juicio por traición ante el Senado.
Octavio, que nunca pasaba por alto tales lecciones, mandó a Egipto a hombres comunes de baja cuna a partir de aquel momento, y se aseguró que los ex cónsules que gobernaban provincias fuesen enviados a regiones carentes de grandes ejércitos. Los ex pretores heredaron los ejércitos, y, dado que querían ser cónsules, era más probable que supiesen comportarse. Los triunfos serían sólo para la propia familia de Octavio, para nadie más.
– Astuto -afirmó Mecenas-. Tus ovejas senatoriales se comportaron como corderos: bee, bee, bee.
– La nueva Roma no puede dejar que prosperen los hombres ambiciosos que puedan desplegar sus colores a los caballeros y mucho menos a los plebeyos. Dejemos que ganen sus laureles militares, pero al servicio del Senado y el pueblo de Roma, no para el alarde de sus propias familias -dijo Octavio-. Tengo una solución para castrar a la nobleza, y no importará que sean viejos o nuevos. Podrán vivir como quieran, pero nunca alcanzarán la fama pública. Les permitiré las barrigas, pero nunca la gloria.
– Necesitas otro nombre, además de César -señaló Mecenas con la mirada puesta en un hermoso busto de Divus Julius saqueado del palacio de Cleopatra-. No se me ha escapado que no te interesa ser llamado dux o príncipe. Es mejor que desaparezca lo de imperator y Divi Filius ya no es necesario. Pero ¿qué nombre?
– ¡Rómulo! -gritó Octavio, ansioso-. ¡César Rómulo!
– ¡Imposible! -chilló Mecenas.
– ¡Me gusta Rómulo!
– Puede gustarte todo lo que quieras, César, pero es el nombre del fundador de Roma y el primer rey de Roma.
– ¡Quiero que me llamen César Rómulo!
Una postura de la que Octavio se negó a moverse, por mucho que lo intentaron Mecenas y Livia Drusilia. Por fin fueron a ver a Marco Agripa, que estaba en Roma esos días porque había sido cónsul el año anterior y lo sería de nuevo en el siguiente.
– ¡Marco, convéncelo de que no puede ser Rómulo!
– Lo intentaré, pero no puedo prometeros nada -respondió Agripa.
– No sé a qué viene todo este escándalo -manifestó Octavio de mal humor cuando se lo plantearon-. Necesito un nombre de acuerdo a mi posición, y no se me ocurre ningún otro tan bueno como Rómulo.
– ¿Cambiarías de opinión si alguien encontrase un nombre mejor?
– ¡Sí, por supuesto! ¡No soy ciego a las implicaciones reales de Rómulo!
– Encuéntrale un nombre mejor -le dijo Agripa a Mecenas.
Fue Virgilio el poeta quien lo encontró.
– ¿Qué te parece Augusto? -preguntó Mecenas con delicadeza.
Octavio parpadeó.
– ¿Augusto?
– Sí, Augusto.
– Significa el más alto de los altos, el más glorioso de los gloriosos, el más grande de los grandes. Además, nunca ha sido utilizado como apellido por ninguno; nadie en absoluto.
– Augusto. -Octavio pronunció el nombre como si lo saborease-. Augusto… sí, me gusta. Muy bien, que sea Augusto.
El 13 de enero, cuando Octavio tenía treinta y cinco años y era cónsul por séptima vez, reunió al Senado.
– Es hora de que ceda todos mis poderes -les dijo-. Los peligros han pasado. Marco Antonio, pobre tonto, lleva muerto dos años y medio, y con él, la Reina de las Bestias, que lo corrompió vilmente. Los pequeños sustos y terrores pasajeros del momento también han muerto, no son nada comparados con el poder y la gloria de Roma. He sido el fiel guardián de Roma, su infatigable adalid. Por lo tanto, en este día, padres conscriptos, os comunico que cedo todas mis provincias: las islas del trigo, las Hispanias, las Galias, Macedonia y Grecia, la provincia de Asia, África, Cyrenaica, Bitinia y Siria. Las entrego al Senado y al pueblo de Roma. Todo lo que deseo mantener es mi dígnitas, que representa mi estatus como consular, como vuestro princeps senatus, y mi rango personal como tribuno honorario de la plebe.
El Senado estalló en un rugido espontáneo.
– No, no -resonó en los oídos de Octavio desde todas partes, un rugido machacante.
– ¡No, gran César, no! -llegó la voz de Planeo, la más sonora-. ¡Mantén en tus leales manos a Roma, te lo rogamos!
– ¡Sí, sí, sí! -se oía desde todas partes.
La farsa continuó durante unas horas, Octavio intentando decir que ya no era necesario y el Senado insistiendo en que lo era. Por fin, Planeo, el eterno chaquetero, suspendió la sesión sin resolver el asunto hasta que el Senado volviese a reunirse dentro de tres días.
El 16 de enero el Senado, en la persona de Lucio Munatio Planco, se dirigió a su mayor luminaria.
– César, tu mano siempre será necesaria -manifestó Planeo, con su tono más melifluo-. Por lo tanto, te rogamos que mantengas tu imperium maius sobre todas las provincias de Roma y continúes como su cónsul superior durante el futuro. Tu escrupulosa atención hacia el bienestar de la República no se nos ha pasado por alto, y nos congratulamos de que, bajo tu cuidado, la República haya recibido un nuevo impulso, rejuvenecida para siempre.