Así continuó durante otra hora, y llegó al final con una voz estruendosa que resonó en toda la cámara.
– Como manera especial de darte las gracias de esta cámara deseamos otorgarte el nombre de César Augusto y recomendar una ley por la que ningún otro hombre pueda volver a utilizarlo. ¡César Augusto, el más alto de los altos, el más valiente de los valientes! ¡César Augusto, el hombre más grande en la historia de la República romana!
– Acepto.
«¿Qué otra cosa se podía decir?»
– ¡César Augusto! -gritó Agripa, y lo abrazó.
El primero entre sus partidarios, el primero entre sus amigos.
Augusto salió de la Curia Hostilia como Divus Julius rodeado por una multitud de senadores, pero del brazo de Agripa. En el vestíbulo abrazó a su esposa y a su hermana, y luego avanzó hasta el borde de las escalinatas y levantó ambos brazos para saludar a la multitud que lo aclamaba.
«Siempre ha habido un Rómulo -pensó-. Soy Augusto, y único.»
Colleen McCullough