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Cleopatra lo interrumpió.

– ¡Basta, Sosigenes! ¡Olvidas quién eres! Acabaremos esta conversación después de que el joven faraón haya dejado la sala, ¡algo que hará ahora!

– No me marcharé -dijo Cesarión.

Sosigenes continuó pese a que temblaba de terror. Su trabajo, y también su cabeza, estaban en peligro, pero alguien tenía que decirlo.

– Su majestad, no puedes ordenar que el joven faraón se marche, ya sea ahora para acabar esto, o más tarde para protegerlo de los romanos. Tu hijo ha sido ungido y coronado faraón y rey. En años puede que sea un niño, pero en lo que es, ya es un hombre. Es hora de que trate libremente con hombres que no se prosternen. Su padre era un romano. Es el momento de que aprenda más de Roma y los romanos de lo que aprendió cuando era un bebé durante tu estancia en Roma.

Cleopatra sintió que el rostro le ardía, se preguntó cuánto de lo que sentía se reflejaba en su faz. ¡Maldito niño haciendo pública su postura! Cesarión sabía cómo cotilleaban los sirvientes; dentro de una hora lo sabría todo el palacio, mañana toda la ciudad.

Había perdido. Todos los presentes lo sabían.

– Gracias, Sosigenes -manifestó después de una muy larga pausa-. Agradezco tu consejo. Es el consejo acertado. El joven faraón debe quedarse en Alejandría para frecuentar a los romanos.

El chiquillo no gritó de alegría ni comenzó a dar saltos.

Asintió con un gesto regio y dijo, mirando a su madre con ojos inexpresivos:

– Gracias, mamá, por decidir no ir a la guerra.

Apolodoro sacó a todos de la sala, incluido el joven faraón; tan pronto como se quedó a solas con Iras y Charmian, Cleopatra se echó a llorar.

– Tenía que suceder -afirmó Iras, la práctica.

– Ha sido cruel -declaró Charmian, la sentimental.

– Sí -dijo Cleopatra, entre sollozos-, ha sido cruel. Todos los hombres lo son, está en su naturaleza. No están contentos con vivir en igualdad de términos con las mujeres. -Se enjugó las lágrimas-. He perdido una pequeña parte de mi poder; me la ha arrebatado. Para cuando cumpla los veinte, lo tendrá todo.

– Esperemos -comentó Iras- que Marco Antonio sea amable.

– Tú le viste en Tarsus. ¿Entonces te pareció amable?

– Sí, cuando se lo permitiste. Estaba inseguro, así que erró.

– Isis debe tomarlo como su marido -señaló Charmian, con un suspiro y los ojos tiernos-. ¿Qué hombre no sería amable con Isis?

– Tomarlo como esposo no es ceder poder. Isis lo ganará -dijo Cleopatra-. ¿Pero qué dirá mi hijo cuando se dé cuenta de que su madre le está dando un padrastro?

– Lo tomará como viene -afirmó Iras.

La nave insignia de Antonio, un enorme quinquerreme con una popa muy alta y erizado de catapultas, fue invitada a amarrar en el Puerto Real. En el muelle le esperaban, a la sombra de una marquesina dorada, ambas encarnaciones del faraón, aunque no vestidos con la regalía faraónica. Cleopatra vestía una sencilla túnica de lana rosa y Cesarión una túnica griega color cebada con ribetes púrpuras. Había pedido una toga, pero Cleopatra le había dicho que no había nadie en Alejandría que pudiese enseñar a las modistas de palacio cómo hacer una. Había decidido que era la mejor manera de evitar dar a Cesarión la noticia de que no se le permitía llevar toga porque no era un ciudadano romano.

Si el propósito de Cesarión era eclipsar a su madre, lo consiguió; cuando Antonio bajó por la rampa y pisó el muelle, sólo tuvo ojos para el niño.

– ¡Dioses! -exclamó al acercarse-. ¡César resucitado! ¡Chico, eres su viva imagen!

Cesarión, que era alto para su edad y lo sabía, de pronto se sintió empequeñecido. ¡Antonio era enorme! Nada de esto le importó cuando Antonio se agachó para levantarlo sin el menor esfuerzo y lo acomodó en el brazo izquierdo con los abultados músculos debajo de los pliegues de la toga. Detrás de él, Delio sonreía; le tocó a él saludar a Cleopatra, caminar a su lado desde el muelle con la mirada puesta en la pareja que se les había adelantado, la cabeza dorada del niño echada hacia atrás mientras se reía de alguna broma de Antonio.

– Parece que se han caído muy bien -comentó Delio.

– Eso parece -respondió Cleopatra con un tono impersonal. Luego cuadró los hombros-. Marco Antonio no ha traído a tantos amigos suyos como esperaba.

– Había trabajo que hacer, su majestad. Sé que Antonio espera conocer a algunos alejandrinos.

– El Intérprete, el Registrador, el Juez Mayor, el Contable y el Comandante Nocturno esperan con ansia atenderlo.

– ¿El Contable?

– Sólo son nombres, Quinto Delio. Ser uno de estos cinco hombres significa ser de pura cepa macedonia que se remonta a los barones de Ptolomeo Sóter. Son los aristócratas alejandrinos -manifestó Cleopatra, con un tono risueño. ¿Después de todo, qué era Ático sino un contable, y acaso las familias patricias romanas lo despreciaban?-. No hemos dispuesto ninguna recepción para esta noche -añadió-. Sólo una tranquila cena con Marco Antonio.

– Estoy seguro de que le encantará -afirmó Delio, con voz amable.

Cuando Cesarión ya no podía mantener los ojos abiertos, su madre lo envió sin más a la cama, y luego despidió a los sirvientes para quedarse sola con Antonio.

Alejandría no tenía lo que se decía un verdadero invierno, sólo un leve helor en el aire después de la puesta de sol, y eso significaba que las ventanas que daban a la brisa estaban cerradas. Después de Atenas, donde las temperaturas eran más extremas, Antonio encontró aquel clima delicioso y, por fin, sintió que se podía relajar como no lo había hecho en meses. Aquella mujer había sido una interesante compañera de cena cuando consiguió meter alguna palabra, ya que Cesarión había bombardeado a Antonio con una sorprendente variedad de preguntas. ¿Cómo era la Galia? ¿Cómo había sido lo de Filipos? ¿Qué se sentía al estar al mando de un ejército? Y así sucesivamente.

– Te ha agotado -comentó ella, ahora, con una sonrisa.

– Es más curioso que una adivina antes de decirte tu buena fortuna. Pero es inteligente, Cleopatra. -En su rostro apareció una mueca de desagrado-. Tan precoz como el otro heredero de César. Al que detestas.

– Eso es un verbo muy suave. Odio es más acertado. Espero que mi hijo te guste.

– Mucho más de lo que esperaba. -Su mirada recorrió las lámparas colocadas en la habitación y entrecerró los párpados-. Hay demasiada luz -dijo.

En respuesta, ella se levantó del diván, cogió un apagavelas y las apagó todas, excepto todas aquellas que no iluminaban directamente el rostro de Antonio.

– ¿Tienes dolor de cabeza? -preguntó mientras volvía al diván.

– Así es.

– ¿Quieres retirarte?

– No si puedo quedarme aquí tranquilo y hablar contigo.

– Por supuesto que puedes.

– No me creíste cuando dije que me estaba enamorando de ti, pero dije la verdad.

– Tengo espejos de plata, Antonio, y ellos me dicen que no soy la clase de mujer de la que tú te enamoras como, por ejemplo, Fulvia.

Sonrió y sus pequeños dientes blancos brillaron.

– Y Glafira, aunque tú nunca la has visto. Una encantadora listilla.

– A quien evidentemente no amas, ya que dices eso de ella. Pero a Fulvia sí que la amas.

– Mejor dicho, la amaba. En este momento es un incordio, con su guerra contra Octavio. Una actividad fútil mal conducida.

– Una mujer muy hermosa.

– Ya ha pasado su momento de esplendor, con cuarenta y tres años. Somos más o menos de la misma edad.

– Ella te ha dado hijos.

– Sí, pero demasiado jóvenes aún para saber de qué están hechos. Su abuelo era Cayo Graco, un gran hombre, así que espero tener unos buenos chicos. Antillo tiene cinco años, Julio todavía es un bebé. Fulvia es una buena yegua. Cuatro hijos con Clodio (dos niñas y dos niños), un niño con Curio y los míos.