En los salones públicos había gran abundancia de reyes con los rostros grises y los corazones palpitantes porque habían respaldado a Bruto y Casio. Incluso el viejo rey Deiotaro de Galacia, el mayor en edad y años de servicio, había hecho el esfuerzo de venir, escoltado por dos de sus hijos que Delio supuso serían sus favoritos. Poplicola, el amigo del alma de Antonio, se lo había señalado, pero después de esto Poplicola admitió que él mismo estaba un poco perdido; demasiados rostros como para reconocerlos si se tenía en cuenta el poco tiempo de servicio prestado en el este.
Siempre con una sonrisa en los labios, Delio se movió entre los grupos vestidos de forma estrafalaria, los ojos brillantes ante el tamaño de una esmeralda o una pieza de oro sobre una cabeza peinada. Por supuesto, él conocía bien el griego, así que pudo conversar con aquellos gobernantes absolutos de lugares y gentes, su sonrisa cada vez más grande al pensar que, no obstante las esmeraldas y el oro, cada uno de ellos estaba allí para homenajear a Roma, su gobernante real. Roma, que no tenía rey, y cuyos magistrados superiores vestían una sencilla toga blanca con ribetes rojos y apreciaban más el anillo de hierro de algunos senadores que una tonelada de anillos de oro; un anillo de hierro significaba que una familia romana había estado durante quinientos años en los cargos públicos. Un pensamiento que hizo que el pobre Delio ocultase su anillo de oro de senador en un pliegue de la toga; ningún Delio había alcanzado todavía el consulado, ningún Delio había sido una persona prominente un centenar de años atrás y mucho menos quinientos. César había llevado un anillo de hierro, pero Antonio no; los Antonio no tenían antigüedad suficiente. El anillo de hierro de César había ido a parar a Octavio.
¡Oh, aire, aire! ¡Necesitaba aire fresco!
El palacio estaba construido alrededor de un enorme jardín que tenía una fuente en el centro con una larga piscina poco profunda en diagonal, hecha del mármol de Paros más blanco con temas marinos -sirenas, tritones y delfines-, y era curioso que nunca hubiese sido pintada para imitar los colores de la vida real. Aquel que había esculpido sus gloriosas criaturas había sido un maestro. Amante de las bellas artes, Delio fue hacia la fuente con tanta rapidez que no advirtió que alguien se le había adelantado, y que ahora estaba sentado y acurrucado en su ancho borde. Mientras Delio se acercaba, el hombre levantó la cabeza; por consiguiente, era imposible evitar el encuentro.
Era extranjero y, por ende, noble, porque vestía una cara túnica de brocado de púrpura tiria artísticamente entretejida con hilo de oro, y sobre la cabeza con grasientos rizos negros que parecían serpientes llevaba un casquete hecho con tela de oro. Delio había visto a suficientes asiáticos como para saber que los rizos no estaban sucios con grasa; los orientales se untaban los rizos con cremas perfumadas. La mayoría de los suplicantes reales en el interior eran griegos cuyos antepasados habían vivido en el este durante siglos, pero aquel hombre era un auténtico asiático con clase. Así lo reconoció Delio porque había muchos como él viviendo en Roma. ¡Oh, no vestidos con púrpura tiria y oro! Hombres sobrios que preferían las telas caseras de colores oscuros. Incluso así, el aspecto era inconfundible; el que estaba sentado en el borde de la fuente era judío.
– ¿Puedo unirme a ti? -preguntó Delio en griego con una agradable sonrisa.
El rostro carnoso del extraño mostró también una sonrisa encantadora, además, hizo un gesto con una mano con una manicura perfecta cubierta de anillos.
– Por favor. Soy Herodes de Judea.
– Yo soy Quinto Delio, legado romano.
– No podía soportar la multitud adentro -explicó Herodes, con los gruesos labios hundidos en las comisuras-. Es un asco. Algunos de esos tipos no se han bañado desde que las comadronas los limpiaron con un trapo sucio.
– Has dicho Herodes. ¿Ni rey o príncipe delante?
– ¡Tendría que haberlo! Mi padre era Antípater, un príncipe de Idumea que era la mano derecha del rey Hircano de los judíos. Luego, los sicarios de un rival al trono lo asesinaron. Él también era muy apreciado por los romanos, incluido César. Pero me ocupé de su asesino -manifestó Herodes con un tono de profunda satisfacción-. Lo observé morir chapoteando entre los podridos cuerpos de los crustáceos en Tiro.
– No es muerte para un judío -dijo Delio, que eso sí que lo sabía. Miró a Herodes con más atención, fascinado por la fealdad del hombre. Aunque sus antepasados estaban en puntos diametralmente opuestos, Herodes tenía un peculiar parecido con Mecenas, el íntimo de Octavio; ambos parecían ranas. Los ojos sobresalientes de Herodes, sin embargo, no eran azules como los de Mecenas; eran de un negro brillante como la obsidiana-. Tal como yo lo recuerdo -continuó Delio-, todo el sur de Siria se declaró partidario de Casio.
– Incluidos los judíos. Personalmente, estoy ligado al hombre, pese a todos aquellos que en la Roma de Antonio lo consideran un traidor. Me dio permiso para matar al asesino de mi padre.
– Casio era un guerrero -dijo Delio pensativamente-. De haber estado Bruto allí, el resultado de Filipos podría haber sido diferente.
– Los pájaros pían que Antonio también se vio perjudicado por un socio inepto.
– Es extraño lo fuerte que pueden piar los pájaros -respondió Delio con una sonrisa-. Entonces, ¿qué te trae a ver a Marco Antonio, Herodes?
– ¿Quizá te has fijado en las cinco urracas que están entre las bandadas de ostentosos faisanes en el interior?
– No, no puedo decirte que lo hiciera. Para mí, todos me parecen un montón de ostentosos faisanes.
– ¡Oh, allí están, mis cinco urracas del Sanedrín! Preservan su exclusividad a base de quedarse lo más apartadas posible del resto.
– Eso allí adentro significa que están en un rincón detrás de un pilar.
– Es verdad -asintió Herodes-, pero cuando Antonio aparezca, se abrirán paso hasta el frente, mientras aúllan y se golpean los pechos.
– Aún no me has dicho por qué estás aquí.
– En realidad, tiene mucho que ver con las cinco urracas que están aquí. Las estoy vigilando como un halcón. Intentan ver al triunviro Marco Antonio y plantearle su caso.
– ¿Cuál es su caso?
– Que estoy intrigando contra la legítima sucesión, y que yo, un gentil, he conseguido acercarme lo suficiente al rey Hircano y su familia para ser considerado un pretendiente a la hija de la reina Alejandra. Una versión abreviada; para escuchar la completa se tardarían años.
Delio lo miró y parpadeó sus astutos ojos color avellana.
– ¿Un gentil? Creí que habías dicho que eras judío.
– No de acuerdo con la ley mosaica. Mi padre se casó con la princesa Cypros de Nabatea. Un árabe. Dado que los judíos cuentan la descendencia por la línea materna, los hijos de mi padre son gentiles.
– Entonces, ¿qué puedes conseguir aquí, Herodes?
– Todo, si me permiten hacer lo que se debe hacer. Los judíos necesitan de un pie firme que les aplaste el cuello; pregúntaselo a cualquier gobernador romano de Siria desde que Pompeyo Magno convirtió Siria en una provincia. Pretendo ser rey de los judíos, les guste a ellos o no. Lo puedo hacer, siempre y cuando me case con una princesa asmonea descendiente directa de Judas Macabeo. Nuestros hijos serían judíos, y pretendo tener muchos hijos.