No hacía falta ninguna explicación; Cleopatra sabía a qué se refería.
– No. No he tenido la oportunidad de decírselo. Lo único que hizo fue gritar para que le trajesen la armadura y poner en movimiento a hombres como Delio. -Exhaló un suspiro-. Sus barcos zarparán de Berytus, pero no estaba seguro de los vientos para arriesgarse a una travesía marítima. Confía en llegar a Antioquía antes que la flota.
– ¿Qué no sabe Antonio? -preguntó Cesarión, muy desconsolado por la súbita partida de su héroe.
– Que en Sextilis tendrás un hermano o una hermana.
El rostro del niño se iluminó, y él comenzó a saltar de alegría.
– ¡Un hermano o una hermana! ¡Mamá, mamá, es fantástico!
– Bueno, al menos eso hará que deje de pensar en Antonio -le comentó Iras a Charmian.
– No apartará a Antonio de su mente -respondió Charmian.
Antonio cabalgó hacia Antioquía a un paso agotador, al tiempo que enviaba a llamar a este o aquel potentado local en el sur de Siria mientras pasaba, y en ocasiones les daba las órdenes sin desmontar.
Estaba alarmado ya que, a través de Herodes, se había enterado de que entre los judíos las opiniones estaban divididas; un gran grupo de disidentes judíos parecía estar al tanto de que serían gobernados por los partos. El líder del partido proparto era el príncipe asmoneo Antígono, sobrino de Hircano pero, sin embargo, enemigo de éste y de los romanos. Herodes descuidó informar a Marco Antonio de que Antígono ya estaba negociando con los enviados partos las cosas que ambicionaban: el trono judío y el sumo sacerdocio. Como Herodes no estaba muy interesado en estos tratos furtivos o con humor para acudir al Sanedrín, Antonio continuó hacia el norte, ignorante de la gravedad de la situación judía. Por una vez, Herodes había sido pillado durmiendo, demasiado ocupado en apartar a su hermano Fasael de las manos de la princesa Mariamne para fijarse en nada más.
Tiro era imposible de tomar excepto desde el interior. Su apestoso istmo, cubierto de montañas de cáscaras de marisco, daba al centro de la industria del tinte púrpura la protección debida a una isla, y nadie la traicionaría desde el interior. Ningún tiriano querría enviarle tinte púrpura al rey de los partos a un precio fijado por su rey.
En Antioquía, Antonio se encontró con Lucio Decidió Saxa, que se paseaba nerviosamente por las torres de vigía, en lo alto de las enormes murallas alineadas, con hombres apostados que miraban hacia el norte; Pacoro seguiría el río Orantes, y no estaría muy lejos. El hermano de Saxa habría venido de Éfeso para unirse a él, y los refugiados llegaban sin cesar. Expulsado del Amanus, el rey Tarcondimoto le dijo a Antonio que Labieno lo estaba haciendo brillantemente. Para entonces suponía que ya había llegado a Tarsus y Capadocia. Antíoco de Comagene, gobernante del cliente-reino que bordeaba las cordilleras del Amanus al norte, flaqueaba en su alianza con Roma, según Tarcondimoto. Antonio, a quien le agradaba el hombre, lo escuchó; quizá era un bribón, pero era astuto y capaz.
Después de inspeccionar a las dos legiones de Saxa, Antonio se relajó un poco. Aquellos legionarios que una vez habían sido hombres de Cayo Casio estaban en perfecto estado y tenían una gran experiencia en el combate.
Mucho más inquietantes eran las noticias de Italia. Su hermano Lucio estaba encerrado en Perusia y soportaba un asedio, mientras que Pollio se había retirado a los pantanos, en la desembocadura del río Padus. ¡No tenía sentido! Pollio y Ventidio superaban en número a Octavio. ¿Por qué no ayudaban a Lucio?, se preguntó Antonio, sin recordar en absoluto que no había respondido a sus súplicas de consejo. ¿Acaso la guerra de Lucio era parte de la política de Antonio o no lo era? Bueno, por grave que fuese la situación en Oriente, Italia era lo más importante. Antonio navegó hacia Éfeso, con la intención de llegar a Atenas lo antes posible. Tenía que saber más.
La monotonía de la primera etapa del viaje le dio tiempo para pensar en Cleopatra y en aquel fantástico invierno en Egipto. ¡Dios, cuánto había necesitado un descanso! Qué bien había colmado la reina todos sus caprichos. La amaba de verdad, como amaba a todas las mujeres con las que se había vinculado durante más de un día, y continuaría amándola hasta que ella hiciese algo para provocar su rechazo, aunque Fulvia había dado más de un motivo para que así fuera si los rumores que venían de Italia tenían fundamento. La única mujer a la que siempre había amado era a su madre, sin duda, la más ridícula en la historia del mundo.
Como les ocurría a la mayoría de los muchachos de familia noble, el padre de Antonio no había estado mucho tiempo en Roma, y, por lo tanto, Julia Antonia era -o se suponía que era- la única que mantenía unida a la familia. Tres varones y dos niñas no le habían dado ni un grano de madurez; era terriblemente estúpida. Para ella, el dinero era algo que caía del cielo. Incluso llegaba al extremo de que sus propios sirvientes eran personas muchísimo más inteligentes que ella. Además, tampoco era afortunada en el amor: su primer marido, padre de sus hijos, se había suicidado antes de regresar a Roma y enfrentarse a los cargos de traición por su torpe conducción de la guerra contra los piratas cretenses, y su segundo marido había sido ejecutado en el foro romano por su participación en la rebelión dirigida por Catilina. Todo eso había ocurrido en el momento en que Marco, el mayor de los hijos, había cumplido veinte años. Las dos muchachas eran tan físicamente enormes y tan feas que las casaron con ricos «escaladores» sociales con el fin de aportar algún dinero a la familia y así poder financiar las carreras públicas de los chicos que se habían dedicado a la juerga. Luego, Marco había contraído unas deudas enormes y había tenido que casarse con una rica provinciana llamada Fadia, cuyo padre pagó una dote de doscientos talentos. La diosa fortuna pareció sonreírle a Antonio, ya que Fadia y los hijos que le había dado murieron debido a una fiebre de verano; momento que aprovechó para casarse con otra heredera, su prima hermana Antonia Hybrida. De aquella unión salió un descendiente, una niña que no era ni brillante ni bonita. Cuando Curio murió y Fulvia quedó disponible, Antonio se divorció de su prima para casarse con ella. Otra alianza rentable, pues Fulvia era la mujer más rica de Roma.
No fue precisamente una infancia infeliz ni una juventud sin rasgos de virilidad; era más, Antonio nunca había sido disciplinado. y la única persona que podía controlar a Julia Antonia había sido César, que no era el cabeza de la familia Julia, sino sólo el miembro con mayor poder. A lo largo de los años. César había dejado claro que los quería, pero nunca había sido un hombre fácil, ni alguien a quien los chicos comprendiesen. Aquella fatal falta de disciplina combinada con un escandaloso amor por la juerga habían conseguido, finalmente, que César se alejase de Marco Antonio a medida que iba haciéndose adulto. En dos ocasiones, Antonio había demostrado que no era de fiar; para César, con una vez ya era suficiente. Por consiguiente, descargó su látigo con toda la fuerza.
Hasta el día en que, apoyado en la borda, Antonio, que miraba cómo la luz del sol jugaba en los remos mojados cuando salían del mar, no estuvo seguro de si había tenido la intención de participar en el complot para asesinar a César. Al recordarlo, se sentía inclinado a creer que él no había pensado de verdad que personas como Cayo Trebonio y Décimo Junio Bruto tuviesen el valor o el odio necesarios para seguir adelante. Marco Bruto y Casio no habían importado mucho; eran los mascarones, no los perpetradores. Sí, el complot era obra definitivamente de Trebonio y Décimo Bruto. Ambos estaban muertos. Dolabella había torturado a Trebonio hasta la muerte, mientras que un cacique galo le cortó la cabeza a Décimo Bruto por una bolsa de oro dada por el propio Antonio. Sin duda, pensó Antonio, eso demostraba que, en realidad, él no había complotado para matar a César. Claro que había decidido hacía mucho que una Roma sin César sería para él un lugar mucho más fácil donde vivir. La mayor tragedia de todo era que, probablemente, lo hubiese sido de no haber irrumpido en escena Cayo Octavio, el heredero de César. Octavio, ya a los dieciocho años, empezó a reclamar su herencia, una precaria petición que lo vio marchar dos veces sobre Roma antes de cumplir los veinte; con su segunda marcha había conseguido ser elegido primer cónsul, y luego había tenido la temeridad de forzar a sus rivales Antonio y Lépido a reunirse en una conferencia con él. El resultado había sido el segundo triunvirato, tres hombres para reconstruir la República. En lugar de un dictador, tres dictadores con (teóricamente) el mismo poder. Varados en una isla en un río de la Galia Cisalpina, Antonio y