– De elevada cuna y de carácter bajo -respondió ella-. Un vulgar aburrido.
– Enfático -dijo él con un tono complacido.
Por primera vez en su relación, ella se atrevió a formularle una pregunta política.
– ¿Marido, por qué tratas con un patán aburrido como Marco Antonio? ¿Por qué no con César Octavio, quien por todas las descripciones no es un aburrido, ni tampoco un patán?
Por un momento, él permaneció absolutamente inmóvil, luego se volvió para mirarla con más sorpresa que irritación.
– El nacimiento supera ambas cosas. Antonio es de mejor cuna. Roma pertenece a los hombres con los antepasados correctos. Ellos y sólo ellos pueden ocupar los altos cargos públicos, gobernar las provincias, dirigir las guerras.
– Pero ¡Octavio es el sobrino de César! ¿El nacimiento de César no fue irreprochable?
– Oh, César lo tenía todo: nacimiento, fortuna, belleza. Era el más augusto de los augustos patricios. Incluso su sangre plebeya era la mejor: madre Aureliana, abuela Marciana, bisabuela Popiliana. ¡Octavio es un impostor! Una gota de sangre Julia; el resto, basura. ¿Quiénes son los Octavio de Velitrae? ¡Unos don nadie! Algunos Octavio son más o menos respetables, pero no aquellos de Velitrae. Uno de los bisabuelos de Octavio era un cordelero; otro, un panadero. Su abuelo era un banquero. ¡Bajo, bajo! Su padre hizo un afortunado segundo casamiento con la sobrina de César, aunque ella estaba manchada; su padre era un rico don nadie que compró a la hermana de César. En aquellos días, los Julio no tenían dinero y debían vender a sus hijas.
– ¿No es un sobrino una cuarta parte Julia? -aventuró ella atrevidamente.
– ¡Ese pequeño impostor es un sobrino nieto! Sólo un octavo Julia. ¡El resto es abominable! -ladró Nerón, que comenzó a enfadarse-. ¡Lo que sea que poseyó al gran César para escoger a un chico de baja cuna como su heredero se me escapa, pero de una cosa puedes estar segura, Livia Drusilia, nunca me uniré a alguien como Octavio!
«Bueno, bueno -pensó Livia Drusilia y no dijo nada más-. ¡Por eso tantos aristócratas romanos aborrecen a Octavio, y, como persona de la sangre más pura, yo también debería aborrecerlo, pero me intriga! Ha ascendido tanto que admiro eso en él, porque lo comprendo. ¡Quizá de vez en cuando Roma deba crear nuevos aristócratas! Bien puede ser que el gran César lo comprendiese cuando redactó su testamento.»
La interpretación de Livia Drusilia de las razones de Nerón para unirse a Marco Antonio era una burda simplificación; pero entonces también lo era el razonamiento de Nerón. Su pobre intelecto era subdesarrollado; por muchos años que pasasen no iría más allá de lo que había sido como un joven al servicio de César. Era tan obtuso que ni siquiera se había dado cuenta de que no le agradaba a César. El agua le resbalaba como por las plumas de un pato, como decían los galos. ¿Cuando tu sangre es la mejor de todas, qué posible falta podía otro noble encontrar en ti?
Para Marco Antonio, su primer mes en Atenas pareció estar lleno de mujeres, ninguna de las cuales era digna de su valioso tiempo. Aunque su tiempo era realmente valioso, ¿por qué nada de lo que hacía daba fruto? La única buena noticia le llegó desde Apolonia con Quinto Delio, que le informó de que sus legiones habían llegado a la costa occidental de Macedonia y que estaban felices de acampar en mejor clima.
Pegado a los talones de Delio llegó Lucio Escribonio Libo, que escoltaba a la mujer que sin duda podía alegrar el humor de Antonio: su madre. Entró a la carrera en su sala de negociaciones llena de horquillas de pelo, semillas para el pájaro que su criada llevaba en una jaula y colgajos de un largo fleco que alguna modista demente había agregado a los dobladillos de su estola. Los cabellos los llevaba alborotados en mechones con más gris que oro en aquellos días, pero sus ojos eran exactamente iguales a como los recordaba su hijo, siempre con una cascada de lágrimas.
– ¡Marco, Marco! -gritó ella, y se arrojó sobre su pecho-… ¡Oh, mi querido muchacho, creí que nunca volvería a verte! ¡He pasado un tiempo horroroso! Un miserable cuartucho en una casa que día y noche resonaba con los ecos de actos indescriptibles, las calles cubiertas de escupitajos y del contenido de bacinillas, una cama llena de chinches, ningún lugar donde poder darse un baño.
Con muchos sonidos y arrullos, Antonio consiguió finalmente sentarla en una silla y tranquilizarla todo lo que podía tranquilizar cualquiera a Julia Antonia. Sólo cuando las lágrimas disminuyeron a lo que era su cantidad habitual él tuvo la oportunidad de ver quién había entrado detrás de Julia Antonia. ¡Ah, el mayor de los sicofantas, Lucio Escribonio Libo! No tan pegajoso como Sexto Pompeyo, pero capaz de hacer que un olmo diese peras.
Bajo de estatura y enjuto de constitución, Libo tenía un rostro que reforzaba las faltas de su tamaño y traicionaba la naturaleza de la bestia interior: codiciosa, tímida, ambiciosa, insegura, egoísta. Su momento llegó cuando el hijo mayor de Pompeyo Magno se enamoró de su hija y, después de divorciarse de Claudia Pulcra, se casó con ella. A partir de entonces, Libo obligó a Pompeyo Magno a ascenderlo como correspondía por ser el suegro de su hijo. Luego, cuando Gneo Pompeyo siguió a su padre en la muerte, Sexto, el hijo menor, se casó con su viuda. Todo eso dio como resultado que Libo comandara las flotas y, ahora, actuara como embajador no oficial de su amo, Sexto. Las mujeres Escribonia habían prosperado junto a su familia; la hermana de Libo se había casado con dos ricos e influyentes hombres, uno un patricio de nombre Cornelio con quien había tenido una hija. Aunque la hermana Escribonia tenía ahora los treinta recién cumplidos y parecía tener mala fortuna -enviudar dos veces no era buena señal-, Libo no desesperaba por encontrarle un tercer marido. Era bonita, fértil, con una dote de doscientos talentos; sí, Escribonia, la hermana, se volvería a casar.
Sin embargo, Antonio no estaba interesado en las mujeres de Libo. Eran las suyas quienes le preocupaban.
– ¿Por qué dioses me la has traído? -preguntó. Libo abrió mucho sus ojos castaños y separó las manos.
– ¿Mi querido Antonio, a qué otro lugar podía traerla?
– Podrías haberla dejado en su propia casa de Roma.
– Se resistió con tal histeria que me vi. obligado a sacar a empellones a Sexto Pompeyo de la habitación; de lo contrario, él la hubiese matado. Créeme, no quiere ir a Roma, no deja de gritar que Octavio la ejecutará por traición.
– ¿Ejecutar a una prima de César? -preguntó Antonio, incrédulo.
– ¿Por qué no? -replicó Libo con toda inocencia-. Proscribió a Lucio, el primo de César, el hermano de tu madre.
– ¡Octavio y yo proscribimos a Lucio! -tronó Antonio, enfadado-. ¡Sin embargo, no lo ejecutamos! Necesitábamos su dinero, así de sencillo. Mi madre no tiene ni un sestercio, por lo tanto, no corre ningún peligro.
– ¡Entonces díselo tú! -dijo Libo, furibundo; había sido él, después de todo, quien había tenido que aguantar a Julia Antonia en un largo viaje marítimo.
De haber mirado alguno de los dos hombres en su dirección -cosa que no hicieron- podían haber visto que los llorosos ojos azules mostraban una cierta astucia y que las orejas profusamente ornamentadas recogían todas las palabras dichas. Por muy ridícula que Julia Antonia pudiese ser, tenía un saludable respeto por su propio bienestar y estaba convencida de que estaría mucho mejor con su hijo mayor que varada en Roma sin ningún ingreso.
Para ese momento, el mayordomo y varias sirvientas femeninas ya habían llegado y sus rostros mostraban cierta inquietud. Sin conmoverse por aquella prueba de miedo servil ante la posibilidad de verse cargados con el problema, Antonio les traspasó, agradecido, a su madre mientras le aseguraba que no la enviaría a Roma. Finalmente, después de todo aquello, reinó de nuevo la paz en la sala de negociaciones, lo que aprovechó Antonio para sentarse en su silla con un suspiro de alivio.