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El mayordomo salió a su encuentro con un signo de ansiedad; Octavio detestaba la menor mancha en la túnica o la toga, cosa que hacía la vida dura para el hombre, siempre ocupado con la tiza y el vinagre.

– Sí, puedes llevarte la toga -dijo, distraído, para, posteriormente, quitársela y salir al jardín del peristilo interior, que tenía la mejor fuente de Roma, con los caballos encabritados con colas de pescado, Anfitrión cabalgando en una cuadriga que era una concha. La pintura era exquisita, tan real que los cabellos como algas del dios del agua brillaban y resplandecían con un tono verdoso, y su piel era una red de minúsculas escamas plateadas. La escultura estaba en el centro de un estanque redondo cuyo mármol de un verde pálido le había costado a Hortensio diez talentos en las nuevas canteras de Carrara.

A través de un par de puertas de bronce que tenían escenas de la batalla de los lapitas y los centauros en bajorrelieve, Octavio entró en un vestíbulo que tenía su sala de negociaciones a un lado y su comedor en el otro. Luego pasó al enorme atrio con el impluvium debajo del compluvium; en el techo brillaba el agua como un espejo con el sol del mediodía. Finalmente, a través de otro par de puertas de bronce llegó a la logia, un gran balcón abierto. A Hortensio no le desagradó la idea de edificar una glorieta para protegerse de la fuerza del sol, y había colocado una serie de postes y travesaños en un lado para, posteriormente, plantar parras para taparlos. Con los años había creado un emparrado que en aquella estación estaba lleno de racimos de pequeñas cuentas de color verde pálido.

Había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa baja, con una quinta silla vacía que completaba el círculo. Dos jarras y unos cuantos vasos de la sencilla cerámica avernia descansaban sobre la mesa; nada de copas de oro o botellas de cristal alejandrino para Octavio. La jarra de agua era más grande que la de vino, que contenía un claro y burbujeante vino blanco de Alba Fucentia. Ningún enamorado de la enología hubiese catado ese vino con desprecio, porque a Octavio le gustaba servir lo mejor de todo. Lo que le desagradaba eran las extravagancias y las cosas importadas. Lo producido en Italia, le gustaba decir a aquellos dispuestos a escuchar, era superlativo. ¿Así que por qué hacerse el pedante alardeando de vinos de Chíos, alfombras de Mileto, lanas tejidas en Hierápolis, tapices de Corduba?

Silencioso como un gato, Octavio no dio ninguna señal de su llegada, y permaneció en el umbral durante un momento para observar a su «consejo de ancianos», como los llamaba Mecenas, en clara burla al hecho de que Quinto Salvidieno, a los treinta y uno era el más viejo del grupo. Ante aquellos cuatro hombres -y sólo ante ellos-, Octavio daba voz a sus pensamientos; aunque no a todos sus pensamientos. Ese privilegio estaba reservado para Agripa, que era su hermano espiritual.

Marco Vipsanio Agripa -que tenia veintidós años- era todo lo que un noble romano debía ser en aspecto. Era alto como lo había sido César, con grandes músculos delineados de forma esbelta, y poseía un rostro muy atractivo cuyas cejas destacaban bajo una gran frente y en el que la fuerte barbilla se imponía firmemente bajo una boca severa; descubrir que sus ojos hundidos eran castaños resultaba difícil debido a las pestañas que los oscurecían. Sin embargo, Agripa procedía de una cuna de baja alcurnia, tan baja que era despreciada por Tiberio Claudio Nerón. ¿Quién había escuchado alguna vez hablar de una familia llamada Vipsanio? Sería samnita, si es que no era apuleo o calabrés. En cualquier caso, escoria italiana. Sólo Octavio apreciaba totalmente la profundidad y la vastedad de su intelecto, que lo capacitaban para comandar ejércitos, construir puentes y acueductos, inventar herramientas y artilugios para hacer más fácil el trabajo. Aquel año era pretor urbano de Roma, responsable de todos los juicios civiles y de la distribución de los casos criminales a los diversos tribunales; era una tarea pesada, pero no lo bastante como para satisfacer a Agripa, que también había asumido alguno de los deberes de los ediles, que se suponía que debían ocuparse de los edificios y de los servicios de Roma. Así pues, tras calificarlos como una roñosa pandilla de vagabundos, él había asumido la autoridad sobre el abastecimiento de agua y las cloacas para gran desconsuelo de las compañías que la ciudad había contratado para que las dirigiese. Hablaba seriamente de hacer cosas para prevenir que las cloacas inundasen la ciudad cada vez que el Tíber se desbordaba. Pero temía que esto no pudiera llevarse a cabo ese año porque se necesitaba de un profundo trazado de las muchas millas de cloacas y drenajes. Sin embargo, había conseguido hacer algo con el Aqua Marcia, el mejor de los acueductos romanos existentes, y estaba construyendo uno nuevo, el Aqua Julia. El abastecimiento de agua de Roma sería el mejor del mundo, pero la población de la ciudad aumentaba y se acababa el tiempo.

Era hombre de Octavio hasta la muerte, pero no ciegamente leal, sino con un profundo conocimiento de las debilidades y las fortalezas de Octavio, y sufría por él como Octavio nunca sufría por sí mismo. No existía ni pizca de ambición, a diferencia de la mayoría de los Hombres Nuevos. Agripa comprendía de verdad hasta el fondo de su ser que era de Octavio, ya que había recuperado su autoestima bajo su influjo. Suyo era el papel de fides Achates, y siempre estaría allí para Octavio. ¿Quién lo hubiese elevado mucho más allá de su verdadero estatus social? ¿Qué mejor destino que ser el Segundo Hombre de Roma? Para Agripa, eso era más de lo que cualquier Hombre Nuevo se merecía.

Cayo Cilnio Mecenas, que tenía treinta años, era un etrusco de sangre antigua; su noble familia procedía de Arretium, un activo puerto fluvial en un meandro del Arno donde se cruzaban las carreteras de Annian, Cassian y Clodian que iban de Roma a la Galia Cisalpina. Por razones que él conocía, había abandonado el nombre de la familia, Cilnio, y se llamaba a sí mismo, sencillamente, Cayo Mecenas. Su amor por las cosas finas de la vida se mostraba en su suave físico regordete, aunque podía, cuando hacía falta, hacer todo lo necesario para emprender agotadores viajes en representación de Octavio. Su rostro recordaba ligeramente el de un batracio debido a que sus ojos azul pálido tenían la tendencia a sobresalir; los griegos lo llamaban exoftalmia.

Famoso por su ingenio y su capacidad para los relatos, tenía una mente tan grande y profunda como la de Agripa, pero de una manera diferente. Mecenas amaba la literatura, el arte, la filosofía, la retórica y no coleccionaba cerámica antigua sino nuevos poetas. Como Agripa comentaba en tono risueño, era incapaz de ser el general de una lucha en un burdel, pero sí sabía cómo detener una. Nadie había encontrado a un interlocutor más calmo y persuasivo que Mecenas ni tampoco a un hombre más capacitado que él para intrigar y complotar en las sombras detrás de una silla curul. Como Agripa, se había reconciliado consigo mismo también bajo el influjo de Octavio, aunque sus motivos no eran tan puros como los de Agripa. Mecenas era una eminencia gris, un diplomático, un mercader de los destinos de los hombres. Podía descubrir un fallo útil en un periquete e insertar sus dulces palabras sin ningún dolor en los puntos flacos para producir una herida peor que la que podía hacer cualquier daga. Mecenas era peligroso.