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– No me importan los años que tenga la hermana de Libo, todas las mujeres están hechas de la misma pasta; por consiguiente, ¿qué importancia tiene la edad? Al menos no tendrá la mancha de puta que tiene Fulvia.

Nadie comentó el hecho de que, después de dos años, la hija de Fulvia había sido devuelta con su virgo intacta. Octavio se había casado con la muchacha para apaciguar a Antonio, pero nunca había dormido con ella. Sin embargo, a lo mejor no pasaba lo mismo con la hermana de Libo. Octavio tendría que acostarse con ella, y, en lo posible, engendrar. En todas las cosas de la carne era tan puritano como Catón, así que rogaba que Escribonia no fuese fea ni licenciosa. Todos miraron el suelo de azulejos y fingieron ser sordos, mudos y ciegos.

– ¿Qué pasará si Antonio intenta desembarcar en Brundisium? -preguntó Salvidieno para cambiar un poco de tema.

– Brundisium está fortificado hasta el último palmo, no conseguirá que un solo transporte de tropas cruce la cadena de las bahías -respondió Agripa-. Yo mismo supervisé las fortificaciones de Brundisium, tú lo sabes, Salvidieno.

– Hay otros lugares donde puede desembarcar.

– Sin duda, pero ¿con todas aquellas tropas? -Octavio se mostró tranquilo-. De todas maneras, Mecenas, quiero que vuelvas de Agrigentum como el rayo.

– Los vientos están en contra -le recordó Mecenas con una expresión desconsolada. ¿Quién necesitaba pasar lo que fuese del verano en una cloaca como la ciudad de Agrigentum, en la Sicilia de Sexto Pompeyo?

– Mucho mejor para traerte a casa pronto. En cuanto a ir allí, ¡ahora! Coge un carro hasta Puteoli y alquila el barco más rápido y los mejores remeros que puedas encontrar, págales el doble de la tarifa habitual. ¡Ahora, Mecenas, ahora!

El grupo se deshizo; sólo se quedó Agripa.

– ¿Cuál es tu último recuento del número de legiones que tenemos para oponernos a Antonio?

– Diez, César. Aunque eso no importaría si todo lo que tuviésemos fuesen tres o cuatro. Ninguno de los dos bandos luchará. No dejo de repetirlo, pero todos los oídos son sordos excepto los tuyos y los de Salvidieno.

– Te escucho porque en ese hecho reside nuestra salvación. Me niego a creer que estoy derrotado -manifestó Octavio. Exhaló un suspiro y sonrió con tristeza-. ¡Oh, Agripa, espero que esta mujer de Libo sea soportable! No he tenido mucha fortuna con las esposas.

– Siempre han sido la elección de otros, no es más que un expediente político. Algún día, César, elegirás a una mujer por ti mismo, y ella no será una Servilia Vatia o una Clodia. Ni, sospecho, una Escribonia Libone si se hace el trato con Sexto. -Agripa se aclaró la garganta, parecía inquieto-. Mecenas lo sabe, pero me ha dejado a mí decirte las noticias de Atenas.

– ¿Noticias? ¿Qué noticias?

– Fulvia se cortó las venas.

Durante un largo momento, Octavio no dijo nada, sólo miró al Circo Máximo con tanta fijeza que Agripa se imaginó que había marchado a algún otro lugar más allá de este mundo. César era una maza de contradicciones. Incluso en su mente, Agripa nunca pensaba en él como Octavio; él había sido la primera persona en llamar a Octavio por su nombre adoptivo, aunque en aquellos tiempos todos sus partidarios lo hacían. Nadie podía ser más frío, más duro o más despiadado; sin embargo, era obvio que en aquel momento sufría por Fulvia, una mujer a la que había odiado.

– Ella era parte de la historia de Roma -acabó por decir Octavio- y se merecía un mejor final. ¿Han traído sus cenizas a casa? ¿Tiene una tumba?

– Hasta donde sé, ninguna de las dos cosas.

– Hablaré con Ático. -Octavio se levantó-. Entre nosotros, le daremos un entierro correcto, como se merece a su posición. ¿No son sus hijos con Antonio muy jóvenes?

– Antillo tiene cinco y Julio dos.

– Entonces le pediré a mi hermana que los cuide. Tres hijos propios no son bastantes para Octavia, siempre tiene a los de algún otro a su cargo.

«Incluida -pensó Agripa con gesto severo- a tu hermanastra, Marcia. Nunca olvidaré aquel día en los altos de Petra, cuando íbamos de camino a encontrarnos con Bruto y Casio; Cayo sentado con las lágrimas corriendo por su rostro por el dolor de la muerte de su madre. Pero ¡ella no está muerta! Ella es la esposa de tu hermanastro, Lucio Marcio Filipos. Otra más de sus contradicciones, que pudiese llorar por Fulvia mientras fingía que su madre no existía. Oh, yo sé por qué. Apenas llevaba de luto un mes cuando comenzó una aventura con su hijastro. Eso era algo que se podía haber silenciado, de no haber quedado embarazada. Él había recibido una carta de su hermana aquel día en Petra donde le rogaba que comprendiese la situación de su madre. Pero él no lo hizo. Para él, Atia era una puta, una mujer inmoral indigna de ser la madre del hijo de un dios. Así que obligó a Atia y a Filipos a retirarse a la villa de Filipos en Misenum y les prohibió entrar en Roma. Un edicto que nunca había proclamado, aunque Atia está enferma y su hija bebé es un miembro permanente de la guardería de Octavia. Algún día todo esto reaparecerá para acosarlo, aunque él no lo pueda ver, como tampoco ha visto nunca a su hermanastra. Una niña hermosa, rubia como cualquier Julio, pese a que su padre es tan moreno.»

Entonces llegó una carta de la Galia Transalpina que borró de la mente de Octavio cualquier pensamiento de Antonio o de su esposa muerta y pospuso la fecha del casamiento que Mecenas estaba preparando con todo detalle en Agrigentum.

Estimado César:

Te escribo para informarte de que mi amado padre, Quinto Fufio Caleño, ha muerto en Narbo. Tenía cincuenta y nueve arlos, lo sé, pero su salud era buena. Cayó muerto, se acabó en un momento. Tomo su legado y ahora estoy a cargo de las once legiones estacionadas por toda la Galia Transalpina, cuatro en Agendicum, cuatro en Narbo y tres en Glanum. En este momento, los galos están tranquilos, después de que mi padre aplastó una rebelión entre los aquitanos el año pasado, pero tiemblo al pensar lo que podría pasar si los galos se enteran de mi mando e inexperiencia. Me parece correcto informarte a ti en lugar de a Marco Antonio porque, aunque las Galias le pertenecen a él, está muy lejos. Por favor, envíame a un nuevo gobernador, alguien con la experiencia militar necesaria para mantener la paz aquí, preferiblemente pronto, ya que me gustaría llevar las cenizas de mi padre de regreso a Roma en persona.

Octavio leyó y releyó esta clara comunicación, el corazón palpitante en su pecho. Por una vez, palpitaciones felices. ¡Por fin una jugada del destino que le favorecía! ¿Quién podía imaginar que Caleño moriría?

Mandó llamar a Agripa, muy ocupado con su cargo de pretor urbano para que pudiese viajar durante largos períodos; el pretor urbano no podía estar ausente de Roma durante más de diez días.

– ¡Olvídate de tanto ladrillo y agua! -gritó Octavio, y le entregó la carta-. ¡Lee esto y alégrate!

– ¡Once legiones veteranas! -exclamó Agripa al comprender en el acto la importancia-. Tienes que estar en Narbo antes de que Pollio y Ventidio se te adelanten. Tienen menos millas que recorrer, así que ruega que las noticias no los encuentren pronto. El joven Caleño no le llegaba a su padre ni a la altura de los zapatos, si esto es alguna indicación. -Agripa agitó la hoja de papel-. ¡Imagínate, César! La Galia Transalpina está a punto de caer en tus manos sin necesidad de alzar un pilum.

– Nos llevamos a Salvidieno con nosotros -dijo Octavio.

– ¿Eso es prudente?

Los ojos grises mostraron sorpresa.

– ¿Qué te hace sospechar mi sabiduría en esto?

– Nada que pueda demostrar, excepto que gobernar la Galia Transalpina representa poseer gran poder. Puede que a Salvidieno se le suba a la cabeza. ¿Al menos supongo que pretendes darle el mando?