– ¿Prefieres tenerlo tú? Es tuyo si lo quieres.
– No, César, no lo quiero. Está demasiado lejos de Italia y de ti. -Exhaló un suspiro y se encogió de hombros en una expresión de derrota-. No se me ocurre nadie más. Tauro es demasiado joven y del resto no puedes confiar en nadie para que se enfrente con prudencia con los belovacos o los suevos.
– Salvidieno estará bien -manifestó Octavio con confianza, y palmeó a su más querido amigo en el brazo-. Partiremos para la Galia Transalpina mañana al amanecer y viajaremos de la manera que hizo mi padre el Dios: con carros de cuatro mulas a galope. Eso significa ir por la Vía Emilia y la Vía Domitia. Para asegurarnos de que no tendremos problemas a la hora de conseguir mulas de refresco cuando las necesitemos, llevaremos a un escuadrón de caballería germana.
– Tendrías que llevar una compañía completa, César.
– Ahora no, estoy demasiado ocupado. Además, no tengo el dinero.
Se marchó Agripa y Octavio caminó a través del Palatino hasta el Clivus Victoriae y la domus de Cayo Claudio Marcelo Menor, que era su cuñado. Inadecuado e indeciso cónsul en el año en que César había cruzado el Rubicón, Marcelo era el hermano y el primo hermano de dos hombres cuyo odio hacia César había ido más allá de la razón. Se había quedado en Italia mientras César luchaba contra Pompeyo Magno, y había sido recompensado tras la victoria de César con la mano de Octavia. Para Marcelo, la unión había sido una mezcla de amor y ventaja; un vínculo matrimonial con la familia de César significaba protección para él mismo y para su enorme fortuna, ahora toda suya. Además, amaba de verdad a su esposa, una joya sin precio. Octavia le había dado una hija, Marcela Mayor, un hijo al que todo el mundo llamaba Marcelo y una segunda hija, Marcela Menor, que era conocida como Cellina.
En la casa reinaba un silencio sobrenatural. Marcelo estaba muy enfermo, hasta tal punto que su siempre muy gentil esposa había dado órdenes estrictas para que sus sirvientes no hiciesen ningún ruido ni charlasen.
– ¿Cómo está? -le preguntó Octavio a su hermana, para, a continuación, besarla en la mejilla.
– El médico dice que sólo es cuestión de días. El tumor es extremadamente maligno, se lo está comiendo por dentro de una forma voraz.
Los grandes ojos aguamarina desbordaban de lágrimas que sólo empapaban su almohada cuando se retiraba. Ella amaba de verdad a aquel hombre que su padrastro le había escogido para ella con la total aprobación de su hermano; los Claudio Marcelo no eran patricios, pero pertenecían a una muy antigua y noble familia plebeya que habían propiciado que Marcelo Menor fuera un adecuado marido para una mujer Julia. Había sido César a quien no le había gustado, César el que había desaprobado la unión.
Su belleza era cada vez más grande, pensó su hermano, que deseó poder compartir su pesar. Porque si bien había consentido al matrimonio, él nunca había acabado de aceptar al hombre que poseía a su amada Octavia. Además, él tenía planes, y la muerte de Marcelo Menor era probable que los ayudase a prosperar. Octavia acabaría por superar la pérdida. Cuatro años mayor que él, tenía todo el aspecto Julia: cabellos dorados, ojos azules, pómulos altos, una boca preciosa y una expresión de radiante calma que atraía a las personas. Sin embargo, lo más importante de ella es que tenía aquel famoso don del que disfrutaban la mayoría de las mujeres Julia: hacían felices a sus hombres.
Cellina era una recién nacida y Octavia amamantaba al bebé, una alegría que se negaba a ceder a una nodriza. Pero eso significaba que apenas sí salía, y a menudo tenía que ausentarse de la presencia de visitantes, como su hermano. Octavia era modesta hasta el punto de la mojigatería, lo que explicaba que fuera incapaz de descubrirse los pechos para amamantar a su hija delante de cualquier hombre excepto su marido, otra razón más para que Octavio la amase. Para él, ella era la Diosa Roma personificada, y cuando él fuese el amo indiscutido de Roma, estaba dispuesto a erigir estatuas de ella en los lugares públicos, un honor que no se concedía a las mujeres.
– ¿Puedo ver a Marcelo? -preguntó Octavio.
– Dice que no quiere visitantes, ni siquiera tú. -Hizo una mueca-. Es el orgullo, César, el orgullo de un hombre escrupuloso, su habitación huele, no importa lo mucho que frieguen los sirvientes o las barritas de incienso que quemen. El médico dice que es el olor de la muerte y no se puede erradicar.
Él la sujetó entre sus brazos y le besó el pelo.
– ¿Queridísima hermana, hay algo que yo pueda hacer?
– Nada, César. Puedes consolarme, pero nada lo consuela a él.
No había manera, tendría que ser brutal.
– Debo marcharme muy lejos a] menos por un mes -dijo.
Ella soltó una exclamación.
– ¡Oh! ¿Debes marchar? Él no durará un mes.
– Sí, debo marchar.
– ¿Quién preparará el funeral? ¿Quién buscará a un sepulturero? ¿Quién buscará al hombre correcto para la apología? ¡Nuestra familia se ha hecho tan pequeña! Guerras, asesinatos… ¿quizá Mecenas?
– Está en Agrigentum.
– ¿Entonces quién queda? ¿Domitio Calvino? ¿Servilio Vatia?
Él le alzó la barbilla para mirarla directamente a los ojos, su boca severa, con la expresión de un dolor sutil.
– Creo que debe ser Lucio Marcio Filipos -dijo con toda la intención-. No es mi elección, pero socialmente él no dará que hablar en Roma, dado que nadie cree que nuestra madre esté muerta. ¿Qué puede importar? Le escribiré para decirle que puede regresar a Roma y tomar residencia en casa de su padre.
– Se sentirá tentado de lanzarte el edicto a la cara.
¡Qué va! ¡Ése no! No será capaz. ¡Sedujo a la madre del triunviro César Divi Filius! Fue sólo ella la que le salvó el pellejo. Oh, me encantaría prepararle un cargo de traición y servírselo como una delicia para su paladar epicúreo. Incluso mi paciencia tiene límites, y como él lo sabe, aceptará -repitió Octavio.
– ¿Quieres ver a la pequeña Marcia? -le preguntó Octavia con una voz temblorosa-. Es tan dulce, César, de verdad.
– No, no lo haré -respondió Octavio, tajante.
– ¡Pero es tu hermana! Sois de la misma sangre, César, incluso por el lado Marcio. La abuela de Divus Julius era una Marcia.
– ¡No me importa aunque fuese la propia Juno! -afirmó Octavio con un tono feroz, y se marchó.
Oh, oh, se había marchado antes de poder decirle que los dos hijos de Fulvia con Antonio se habían sumado a su guardería. Cuando había ido a verlos se había sorprendido al encontrar que los dos pequeños carecían de cualquier tipo de supervisión y que Julio, de diez años, se había vuelto una fiera. Ella no tenía la autoridad para tomar a Julio bajo su protección y domarlo, pero sí que podía ocuparse de Antillo y de Julio como un simple acto de bondad. ¡Pobre, pobre Fulvia! Él espíritu de un demagogo del foro encerrado dentro de un cuerpo femenino.
Pilia, la amiga de Octavia, había insistido en que Antonio le había dado una paliza a Fulvia en Atenas, incluso que le había propinado varios puntapiés, pero eso era algo que Octavia sencillamente no podía creer; después de todo, conocía bien a Antonio y le gustaba mucho. Algo de su preferencia surgía del hecho de que él era tan diferente de los otros hombres de su vida; es cierto que podía llegar a cansar estar siempre en contacto con hombres sutiles, brillantes y tortuosos. Vivir con Antonio tendría que haber sido una aventura, ¿pero pegarle a la esposa? No, él nunca haría eso.
Volvió a la guardería, para llorar allí discretamente para que Marcela, Marcelo y Antillo, lo bastante mayores como para advertirlo, no viesen sus lágrimas. De todas maneras, pensó, alegrándose, que sería maravilloso tener a su madre de nuevo en su vida. Ésta había sufrido tanto de una enfermedad en los huesos que se había visto forzada a enviar a la pequeña Marcia y a Octavia a Roma, donde podría ver a sus hijas en un futuro no muy lejano. Sólo que ¿cuándo su hermano César lo comprendería? ¿Lo comprendería alguna vez? De alguna manera, Octavia no lo creía. Para él, mamá había hecho algo imperdonable.