Sexto salió de su ufano ensimismamiento.
– Debo decir, Mecenas, que estoy desilusionado con tu amo por no venir a verme en persona. ¿Tan importante es?
– No, te lo aseguro -replicó Mecenas con su más untuoso tono-. Te manda sus más profusas disculpas, pero ha sucedido algo en la Galia Transalpina que le ha obligado a acudir en persona.
– Sí, me he enterado, y probablemente antes que él. ¡La Galia Transalpina! Qué cornucopia de riquezas serán suyas, las mejores de las legiones veteranas: cereales, jamones y carne salada, remolachas… por no mencionar la ruta terrestre a las Hispanias, aunque todavía no tiene la Galia Cisalpina. Sin duda lo hará cuando Pollio decida ponerse sus prendas consulares, aunque el rumor dice que eso no será por algún tiempo. El rumor dice que Pollio marcha con sus siete legiones por la costa del Adriático para ayudar a Antonio cuando desembarque en Brundisium.
Mecenas pareció sorprendido.
– ¿Por qué Antonio necesita ayuda militar para desembarcar en Italia? Como primer triunviro es libre de ir y venir como le plazca.
– No, si en Brundisium hay algo que se lo impida. ¿Por qué la gente de Brundisium odia tanto a Antonio? Escupirían en sus cenizas.
– Fue muy duro con ellos cuando Divus Julius lo dejó allí para traer el resto de las legiones a través del Adriático el año antes de Farsalia -dijo Mecenas sin hacer caso del rostro sombrío de Sexto ante la mención de la batalla que había visto aplastado a su padre y cambiado el mundo-. Antonio puede ser muy irrazonable, pero nunca tanto como en aquel momento, con Divus Julius pegado a sus talones. Además, su disciplina militar era poco férrea, ya que permitió que los legionarios se descontrolasen, violasen y saqueasen. Luego, cuando Divus Julius lo nombró Maestro del Caballo, descargó gran parte de su aburrimiento en Brundisium.
– Es lógico -dijo Sexto con una sonrisa-. Sin embargo, cuando un triunviro trae a todo su ejército con él parece más una invasión.
– Una muestra de fuerza, una señal al imperator César…
– ¿A quién?
– Al imperator César; no lo llamamos Octavio, ni tampoco Roma. -Mecenas adoptó una expresión tímida-. Quizá es por eso que Pollio no ha venido a Roma incluso ni como segundo cónsul electo.
– Aquí hay algunas noticias menos agradables para el imperator César que la Galia Transalpina -dijo Sexto con un tono zumbón-. Pollio ha convencido a Ahenobarbo para que se sume al bando de Antonio, algo que le encantará al imperator César.
– Oh, el bando, el bando -exclamó Mecenas, pero sin pasión-. El único bando es el de Roma. Ahenobarbo es un exaltado, Sexto, como tú bien sabes. No pertenece a nadie excepto a Ahenobarbo y disfruta con pasearse arriba y abajo por su pequeño trozo de mar jugando a ser el padre Neptuno. ¿Sin duda esto significa que tendrás que ocuparte más tiempo de Ahenobarbo en el futuro?
– No lo sé -respondió Sexto con una expresión inescrutable.
– Para ir más al grano, hay rumores que dicen que no te estás llevando muy bien con Lucio Statio Murco en estos días -dijo Mecenas, que exhibió su erudición a un público que no lo apreciaba.
– Murco quiere compartir el mando -dijo Sexto antes de que pudiese poner freno a su lengua. Ése era el problema con Mecenas: lo adormecía de tal manera debido al cómodo ensueño producido por su locución que lo convertía de una criatura de Octavio en un amigo de confianza. Enfadado con su indiscreción, Sexto intentó disimularla con un encogimiento de hombros-. Por supuesto no puedo compartir el mando, no quiero compartirlo. Triunfé porque yo solo tomé las decisiones. Murco es un palurdo de Apulia que se cree un noble romano.
«Mira quién habla -pensó Mecenas-. Así que es hora de decirle adiós a Murco, ¿no? Para ese momento del año que viene estará muerto, acusado de una trasgresión u otra. Éste altivo réprobo no tolera iguales, de ahí su predilección por los almirantes libertos. Su romance con Ahenobarbo no durará más allá del tiempo en que Ahenobarbo lo trate de pretencioso picentino.»
Toda una información muy útil, pero no era por eso por lo que estaba allí. Mecenas dejó de un lado los rumores y la pesca de noticias y se ocupó de su verdadera misión, que era dejarle claro a Sexto Pompeyo que debía darle a Octavio y a Italia la ocasión de sobrevivir. Para Italia, eso significaba estómagos llenos; para Octavio, eso significaba aferrarse a lo que tenía.
– Sexto Pompeyo -dijo Mecenas con mucha ansia dos días más tarde-, no me corresponde a mí juzgarte, ni a nadie más. Pero no puedes negar que las ratas de Sicilia comen mejor que las gentes de Italia, tu propio país, desde Picenum, Umbría y Etruria hasta Bruttium y Calabria. La ciudad de tu hogar, que tu padre decoró durante tanto tiempo. En los seis años que han pasado desde Munda has ganado miles de millones de sestercios revendiendo trigo, así que no es dinero lo que buscas. Pero si, como tú insistes, es para forzar al Senado y al pueblo de Roma para que te devuelvan la ciudadanía y todos tus derechos, entonces sin duda debes comprender que necesitarás poderosos aliados en el interior de Roma. En realidad, sólo hay dos que tengan el poder necesario para ayudarte: Marco Antonio y el imperator César. ¿Por qué estás tan decidido a que sea Antonio, un hombre menos racional y, me atrevería a decir, menos fiable que el imperator César? Antonio te llamó pirata, quizá por no escuchar a Lucio Libo cuando lo tanteaste. Mientras que ahora es el imperator César quien se te acerca. ¿Eso no proclama su sinceridad, su respeto hacia ti, su deseo de ayudarte? ¡No escucharás calificativos de piratas de los labios del imperator César! ¡Otórgale tu voto! Antonio no está interesado, y eso es indiscutible. Si hay bandos que escoger, entonces escoge el correcto.
– De acuerdo -dijo Sexto con un tono furioso-. Daré mi voto a Octavio. Pero reclamo garantías concretas de que trabajará a mi favor en el Senado y en las asambleas.
– El imperator César lo hará. ¿Qué prueba de su buena fe te satisfaría?
– ¿Qué opina de casarse en mi familia?
– Está entusiasmado.
– Tengo entendido que no tiene esposa.
– Ninguna. Ninguno de sus matrimonios fue consumado. Considero que las hijas de prostitutas también podrían convertirse en tales.
– Espero que pueda aceptar entonces ésta. Mi suegro, Lucio Libo, tiene una hermana, una viuda muy respetable. Puedes tomarla con mi aprobación.
Los ojos saltones se abrieron todavía más como si la noticia de esa dama llegase como una emocionante sorpresa.
– ¡Sexto Pompeyo, el imperator César se sentirá muy honrado! Sé algunas cosas de ella, y es absolutamente adecuada.
– Si se realiza el casamiento, permitiré que las flotas que transportan el trigo de África tengan paso libre, y venderé mi trigo a trece sestercios el modius.
– Un número desafortunado.
– Para Octavio quizá -replicó Sexto con una sonrisa-, pero no para mí.
– Nunca se sabe -dijo Mecenas en voz baja.
Cuando Octavio vio a Escribonia, interiormente se sintió complacido, aunque las pocas personas presentes en el casamiento nunca lo hubiesen adivinado por su semblante serio y los ojos atentos que apenas revelaban sus sentimientos. Sí, estaba complacido. Escribonia no aparentaba los treinta y tres, parecía tener su misma edad, veintitrés en el próximo cumpleaños. Sus cabellos y sus ojos eran de color castaño oscuro, tenía la piel tersa limpia y lechosa, un bonito rostro y una figura excelente. No vestía el rojo y azafrán de una novia virgen, pero había escogido el rosa en capas de gasa encima de un camisón cereza. Las pocas palabras que intercambiaron durante la ceremonia mostraron que ella no era tímida, pero tampoco una charlatana, y en conversaciones posteriores demostró ser una persona educada, erudita y que hablaba mucho mejor el griego que él. Quizá la única cualidad que le daba algunos resquemores era su sentido del ridículo. Como no tenía mucho sentido del humor, Octavio temía a aquellos que sí lo tenían, especialmente si eran mujeres. ¿Cómo podía estar seguro de que no se estuviesen riendo de él? Sin embargo, era poco probable que Escribonia encontrase un marido tan por encima de su posición como el hijo de un dios que fuese especialmente divertido.