– ¿Por qué? -preguntó Delio, que adoptó una expresión de respetuoso interés.
– Para empezar, la regia vestimenta. Los judíos no se visten con oro y púrpura tiria; va contra sus leyes. Nada de vestiduras principescas, imágenes, y su oro va al Gran Templo en nombre de todo el pueblo, Craso robó en el gran templo dos mil talentos de oro antes de marchar a conquistar el reino de los partos. Los judíos lo maldijeron y murió ignominiosamente. Luego vino Pompeyo Magno a pedirles el oro, después César y también Casio. También confían en que yo no haga lo mismo, pero saben que lo haré, como César, les pediré una suma igual a la que pidió Casio.
Delio frunció el entrecejo.
– Yo no… ah…
– César pidió una suma igual a la que le dieron a Pompeyo Magno.
– ¡Oh, ya lo comprendo! Te pido perdón por mi ignorancia. -Todos estamos aquí para aprender. Quinto Delio, y me parece que tú eres rápido en aprender. Por lo tanto, infórmame de estos judíos. ¿Qué quieren los hierbajos y qué quiere Heredes la rosa?
– Los hierbajos quieren el exilio de Herodes bajo pena de muerte -respondió Delio, que abandonó la metáfora aviaria; si Antonio prefería la suya también lo haría él-. Herodes quiere un decreto romano que le permita vivir libremente en Judea.
– ¿Quién beneficiaría más a Roma?
– Herodes -respondió Delio sin vacilar-. Puede que no sea un judío de acuerdo a sus principios, pero quiere gobernarlos casándose con alguna princesa con la sangre adecuada. Si lo consigue, creo que Roma tendrá un fiel aliado.
– Delio, Delio. ¡No puede ser que creas que Herodes sea leal! -El rostro un tanto de fauno mostró una sonrisa traviesa.
– Del todo, cuando es por su interés. Dado que sabe que las personas a las que quiere gobernar lo odian tanto como para matarlo a la más mínima oportunidad, Roma siempre servirá a sus intereses mejor que ellos. Mientras Roma sea su aliada está a salvo de todo excepto del veneno o de una emboscada, y me niego a creer que vaya a comer o a beber cualquier cosa que no haya sido probada a fondo o viajar al extranjero sin una escolta de hombres no judíos a los que paga extremadamente bien.
– ¡Gracias, Delio!
Poplicola se interpuso entre ellos. -Problema solucionado, ¿eh, Antonio? -Con un poco de ayuda de Delio sí. ¡Mayordomo, despeja la habitación! -gritó Antonio-. ¿Dónde está Lucilio? ¡Necesito a Lucilio!
A la mañana siguiente, los cinco miembros del Sanedrín judío estaban los primeros en la lista de peticionarios que llamó el heraldo. Antonio vestía su toga con ribete púrpura y llevaba el sencillo bastón de marfil de su alto imperio; tenía una figura imponente. Detrás estaba su amado secretario, Lucilio, que había pertenecido a Bruto. Doce lictores de rojo estaban a cada lado de su silla curul de marfil, las fasces con hachas equilibradas entre sus pies. Una tarima los alzaba por encima de la multitud que ocupaba el suelo.
El líder del Sanedrín comenzó a discursear en buen griego, pero con un estilo tan rimbombante y retorcido que le llevó muchísimo tiempo decir quiénes eran los cinco y por qué habían sido enviados tan lejos para ver al triunviro Marco Antonio.
– ¡Oh, cállate! -gritó Antonio sin aviso-. ¡Cállate y vete a casa! -Cogió un pergamino de Lucilio, lo desenrolló y lo agitó violentamente-. Este documento fue encontrado entre los papeles de Cayo Casio después de Filipos. Dice que sólo Antípater, canciller del así llamado rey Hircano en aquel momento, y sus hijos Fasael y Herodes consiguieron reunir algo de oro para la causa de Casio. Los judíos no dieron nada excepto un frasco de veneno para Antípater. Aparte del hecho de que el oro fue dado a la causa equivocada, está claro para mí que los judíos sienten mucho más amor al oro que por Roma. Cuando llegue a Judea, ¿qué habrá cambiado? Vaya, nada. En este hombre, Herodes, veo a alguien dispuesto a pagarle a Roma sus tributos e impuestos que van destinados, como os recuerdo a todos, a preservar la paz y el bienestar de vuestros reinos. Cuando disteis a Casio, sencillamente financiasteis su ejército y su flota. Casio era un sacrílego traidor que se llevó lo que pertenecía legítimamente a Roma. ¿Ah, tiemblas de miedo, Deiotaro? Más te vale.
«Había olvidado -pensó el atento Delio- lo cáustico que podía ser. Está utilizando a los judíos para informarles a todos de que no tendrá piedad.»
Antonio volvió al tema.
– En nombre del Senado y el pueblo de Roma, aquí y ahora ordeno que Herodes, su hermano Fasael y toda su familia son libres para vivir en cualquier parte de tierra romana incluida Judea. No puedo impedir que Hircano se titule a sí mismo rey entre su pueblo, pero a los ojos de Roma no es más ni menos que un etnarca. Judea ya no es más una única tierra. Son cinco pequeñas regiones salpicadas alrededor del sur de Siria y cinco pequeñas regiones continuarán siendo. Hircano puede tener Jerusalén, Gazara y Jericó. Fasael, el hijo de Antípater, será el tetrarca de Sepfora. Herodes, el hijo de Antípater, será el tetrarca de Amatunte. Quedáis advertidos. Si hay cualquier problema en el sur de Siria, aplastaré a los judíos como cáscaras de huevo.
«¡Lo logré, lo logré! -gritó Delio para sus adentros, feliz a más no poder-. ¡Antonio me ha escuchado!»
Herodes estaba junto a la fuente, pero su rostro tenso y blanco no reflejaba la alegría que Delio había esperado ver. ¿Qué había pasado? ¿Cuál podía ser el problema? Había venido como un pobre sin estado, y se marcharía como un tetrarca.
– ¿No estás complacido? -preguntó Delio-. Has ganado sin siquiera tener que presentar tu alegato, Herodes.
– ¿Por qué Antonio ha tenido que elevar también a mi hermano? -preguntó Herodes con voz áspera, aunque le hablaba a alguien que no estaba allí-. ¡Nos ha puesto en el mismo nivel! ¡Cómo podré casarme con Mariamne cuando Fasael no sólo es mi igual en rango, sino también mi hermano mayor! ¡Es Fasael quien se casará con ella!
– Venga, venga -dijo Delio amablemente-. Todo eso está en el futuro, Herodes. Por el momento, acepta el juicio de Antonio como lo máximo que esperabas ganar. Acaba de ponerse de tu lado; las cinco urracas acaban de ver cómo les cortaban las alas.
– Sí, ya veo todo eso, Delio, pero este Marco Antonio es astuto. Desea lo que todos los romanos con visión quieren: equilibrio. Ponerme en un plano de igualdad con Hircano no es una respuesta romana suficiente. Fasael y yo en un platillo, Hircano en el otro. ¡Oh, Marco Antonio, eres inteligente! César era un genio, pero se suponía que tú eras un tonto. Ahora he encontrado un nuevo César.
Delio miró a Herodes, que se marchaba, con su mente funcionando a toda marcha. «Entre su breve conversación durante la cena y la audiencia de hoy, Marco Antonio había hecho algunas averiguaciones. ¡Por eso había llamado a Lucilio! ¡Qué mentirosos eran Octavio y él! Habían quemado todos los documentos de Bruto y Casio. Pero, como Herodes, tomé a Antonio por un tonto educado. ¡No lo es, no lo es! -pensó Delio, asombrado-. Era astuto e inteligente. Meterá las manos en todo lo que encuentre en Oriente, elevará a este hombre, bajará a aquel otro, hasta que los reinos y las satrapías clientes sean absolutamente suyos. No de Roma. Suyos. Ha enviado a Octavio de regreso a Italia con una tarea tan difícil que acabará con un joven tan débil y enfermizo, pero por si acaso Octavio no se rompe, Antonio estará preparado.
II
Cuando Antonio dejó la capital de Bitinia, todos los potentados salvo Herodes y los cinco miembros del Sanedrín lo acompañaron, seguían reafirmando su lealtad a los nuevos gobernantes de Roma, y sosteniendo que Bruto y Casio los habían estafado, mentido, coaccionado; ¡ay, ay, forzados! Antonio, que tenía muy poca paciencia para los lloros y los lamentos orientales, no hizo aquello que Pompeyo Magno, César y el resto habían hecho: invitar a los más importantes entre ellos a cenar con él, a viajar en su grupo. No, Marco Antonio fingió que sus reales seguidores no existían durante todo el camino desde Nicomedia hasta Ancira, la única ciudad en Galacia.