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Poplicola y Delio fueron empujados tan rápidamente del diván que apenas si tuvieron tiempo de aterrizar sobre los pies; una enorme mano ya estaba palmeando el espacio donde habían estado reclinados.

– Aquí, conmigo, espléndida criatura. ¿Cuál es tu nombre?

– Glafira -respondió ella, que se quitó las zapatillas de fieltro y esperó hasta que un sirviente le puso calcetines calientes en los pies. Luego colocó su cuerpo en el diván, pero lo bastante lejos de Antonio como para evitar que la abrazase, cosa que mostraba todas las señales de querer hacer. Si el saludo servía como guía, el rumor de que no era un amante sutil era acertado. Era una espléndida criatura. «Cree que las mujeres son objetos, pero yo -decidió Glafira- debo esforzarme para ser algo más conveniente que su caballo, su secretario o su orinal. Si me preña, le haré ofrendas a la diosa para tener una niña. Una hija de Antonio podría casarse con el rey de los partos. ¡Qué alianza! ¡Es una suerte, está muy bien que nos hayan enseñado a chupar con nuestras vaginas mejor de lo que lo puede hacer una mujer que domina la técnica de la felación! Lo haré mi esclavo.»

Y así fue, Antonio se quedó en Comana durante el resto del invierno, y cuando a principios de marzo finalmente partió para Cilicia y Tarsus se llevó a Glafira con él. A sus diez mil soldados de infantería apenas les había importado aquella inesperada licencia ya que Capadocia era una tierra de mujeres donde los hombres habían sido muertos en algún campo de batalla o llevados a la esclavitud; así pues, con que aquellos legionarios eran tan buenos soldados como agricultores, disfrutaron de la pausa. César los había reclutado a través del río Podus en la Galia Cisalpina y, aparte de la altitud, Capadocia no era un lugar muy diferente donde cultivar o criar ganado. Detrás de ellos dejaron varios miles de mestizos romanos en el útero, una tierra bien preparada y sembrada y muchos millares de mujeres agradecidas.

Descendieron por una buena carretera romana entre dos imponentes cordilleras y entraron en unos enormes y aromáticos bosques de pinos, alerces y abetos, y con el sonido del agua perpetuamente en sus oídos, hasta que en el paso de las Puertas Cilicias la carretera era tan empinada que tenía escalones a intervalos de cinco pasos. Ya en plena bajada se encontraron con panales de miel de tomillo que perfumaban el aire. Ahora que la nieve se derretía rápidamente, las aguas que afloraban en la cabecera del río Cidno hervían y barboteaban como un inmenso caldero, pero una vez pasadas las Puertas Cilicias la carretera se hizo más fácil y las noches más cálidas. Estaban bajando rápidamente hacia la costa del Mare Nostrum.

Tarsus, que estaba a orillas del Cidno unas veinte millas tierra adentro, apareció como una sorpresa. Como Atenas, Éfeso, Pérgamo y Antioquía, era una ciudad que la mayoría de los nobles romanos conocían, incluso en una fugaz visita. De hecho, era una joya de inmenso valor, Pero ya no lo sería nunca más. Casio había impuesto una multa tan enorme a Tarsus que, después de fundir todas las obras de arte de oro y plata, sin importar lo valiosas que fuesen, los tarsos se habían visto forzados a vender al populacho como esclavos, a partir del nivel más bajo de la población e ir subiendo inexorablemente hasta las capas más pudientes. En el momento en que Casio se había hartado de esperar y había partido con quinientos talentos de oro que Tarsus había conseguido reunir hasta el momento, sólo quedaban unos pocos miles de personas libres de lo que había sido una población de medio millón. Además, éstas no podían disfrutar de su riqueza, ya que había desaparecido para siempre.

– ¡Por todos los dioses, cómo odio a Casio! -gritó Antonio, más lejos que nunca de las riquezas que había esperado-. ¿Si le hizo esto a Tarsus, qué no haría en Siria?

– Alégrate, Antonio -dijo Delio-. No todo está perdido. -Ahora había suplantado a Poplicola como la principal fuente de información de Antonio, que era lo que deseaba. ¡Había que dejar que Poplicola tuviese la alegría de ser el íntimo de Antonio! Él, Quinto Delio, se daba por muy contento al ser el hombre cuyo consejo Antonio estimaba, y precisamente en aquel oscuro momento él tenía una información útil-. Tarsus es una gran ciudad, el centro de todo el comercio de Cilicia, pero en cuanto Casio apareció, la totalidad de Cilicia Pedia se mantuvo apartada de Tarsus. Cilicia Pedia es rica y fértil, pero ningún gobernador romano ha conseguido imponerle impuestos alguna vez. La región está regida por árabes bribones y renegados que se llevan mucho más que lo que nunca se llevó Casio. ¿Por qué no envías a tus tropas a Cilicia Pedia y ves lo que se puede hacer? Te puedes quedar aquí y mandar a Barbatio como jefe.

Era un buen consejo, y Antonio lo sabía. Mucho mejor que hacer que los habitantes soportasen el costo de avituallar a sus tropas por la pobre Tarsus, sobre todo si había refugios de bandidos que pudieran saquearse.

– Un consejo muy sensato que seguiré -manifestó Antonio-, pero no será suficiente. Ahora comprendo por qué César estaba decidido a conquistar a los partos; no hay ninguna riqueza real a este lado de la Mesopotamia. ¡Oh, maldito Octavio! ¡Aquel gusano se quedó con el botín de guerra de César! Mientras yo estaba en Bitinia, todas las cartas de Italia decían que estaba agonizando en Brundisium, que no duraría ni diez millas en la Vía Apia. ¿Qué tienen que decir las cartas de Tarsus? Que tosió y escupió todo el camino hasta Roma, donde está muy ocupado halagando a los representantes de las legiones. Apropiándose del terreno público de todos los lugares que aclamaron a Bruto y Casio cuando no está flexionando el culo ante los parroquianos como Agripa.

«Apártalo del tema de Octavio», pensó Delio. Aquella artera puta de Glafira no ayudaba; estaba muy ocupada trabajando para sus hijas. Así que soltó un chasquido con la lengua, un sonido de comprensión, y llevó a Antonio de nuevo al tema de dónde conseguir dinero en el empobrecido este.

– Hay una alternativa a los partos, Antonio.

– ¿Antioquía? ¿Tiro, Sidón? Casio llegó allí primero.

– Sí, pero no llegó hasta Egipto. -Delio dejó caer de sus labios la palabra «Egipto» como si fuese miel-. Egipto puede comprar y vender a Roma; todos los que escucharon alguna vez a Marco Craso lo saben. Casio iba de camino a invadir Egipto cuando Bruto lo llamó a Sardis, y claro que derrotó a las cuatro legiones egipcias de Allieno, sí, pero en Siria. La reina Cleopatra no puede ser culpada por eso, pero no envió ninguna ayuda para ti u Octavio. Creo que su inacción puede ser considerada digna de una multa de diez mil talentos.

– Bah -gruñó Antonio-. Fantasías, Delio.

– No, definitivamente no. Egipto es fabulosamente rico.

Sin prestarle mucha atención, Antonio se dedicó a leer una carta de su belicosa esposa, Fulvia. En ella se quejaba de las perfidias de Octavio y describía la precariedad de la posición de éste en términos muy gráficos y duros. ¡Ahora, escribía de su propia mano, era el momento de levantar a Italia y Roma contra él! Lucio también lo creía, y ya estaba comenzando a reclutar legiones. Es una tontería, pensó Antonio, que conocía a su hermano Lucio demasiado bien como para creerle capaz de mover diez cuentas en el ábaco. ¿Lucio a la cabeza de una revolución? No, sólo estaba reclutando hombres para su hermano mayor Marco. Desde luego, Lucio era aquel año el cónsul, pero su colega Vatia era quien dirigía todo. ¡Oh, mujeres! ¿Por qué Fulvia no podía dedicarse a sí misma y a disciplinar a sus hijos? El hijo que había dado a Clodio había crecido y estaba fuera de sus manos, pero aún tenía a los hijos concebidos con Julio y a los dos hijos suyos.

Por supuesto, a aquellas alturas Antonio sabía que debía posponer su expedición contra los partos por lo menos durante otro año; no sólo la escasez de fondos lo hacía imposible, sino también la necesidad de vigilar a Octavio de cerca. Sus generales más competentes, Pollio, Caleño y el viejo y leal Ventidio, tendrían que quedarse en el oeste con el grueso de sus legiones sólo para vigilar a Octavio, que le había escrito una carta donde le rogaba que utilizase su influencia para apartara Sexto Pompeyo, que se ocupaba de asaltar las vías marítimas para robar el trigo de Roma como un vulgar pirata. Sexto Pompeyo no había sido parte de su acuerdo, señalaba Octavio.