¿Marco Antonio no recordaba cómo los dos se habían sentado después de Filipos para dividirse las tareas de los triunviros?
«Por supuesto que lo recuerdo -pensó Antonio con severidad-. Fue después de pensar en Filipos que vi como a través de un cristal que no había nada en Occidente que me permitiese obtener la gloria necesaria para eclipsar a César. Para superar a César, tendré que aplastar a los partos.»
El pergamino de Fulvia cayó de la mesa y se enrolló.
– ¿De verdad crees que Egipto puede dar tal cantidad de dinero? -preguntó, y miró a Delio.
– ¡Por supuesto! -afirmó Delio, entusiasta-. ¡Piénsalo, Antonio! El oro de Nubia, las perlas oceánicas de Taprobane, las piedras preciosas de Sinus Arabicus, el marfil del Cuerno de África, las especias de la India y Etiopía, el monopolio del papel y más trigo que gente para comerlo. Los ingresos públicos egipcios son de seis mil talentos de oro al año y los ingresos particulares del soberano son de otros seis mil.
– Veo que has estado haciendo tus deberes -dijo Antonio con una sonrisa.
– Con mucha más voluntad que cuando los hacía cuando era un escolar.
Antonio se levantó y fue hasta la ventana para mirar más allá del ágora, donde, entre los árboles, los mástiles de los barcos lanceaban el cielo despejado. De hecho, miraba sin ver, ya que sus pensamientos se concentraban en la esquelética criatura que César había instalado en una villa de mármol en el lado malo del padre Tíber. ¡Cómo había protestado Cleopatra al verse excluida de los poderes de decisión de Roma! No delante de César, que no toleraba rabietas, pero sí a su espalda. Todos los amigos de César habían intentado por turnos explicarle a ella, una reina ungida, que no podía entrar en Roma debido al veto religioso que había sufrido. ¡Aun así, este hecho no había impedido que dejara de quejarse! Siempre había sido delgada como un palo, y no había ninguna razón para suponer que hubiese engordado desde su regreso a Egipto después de la muerte de César. ¡Oh, cuánto se había alegrado Cicerón cuando corrió la voz de que su barco se había hundido en el Mare Nostrum! ¡Cuán grande había sido su desconsuelo cuando el rumor resultó ser falso! Sin embargo, ésa era la menor de las preocupaciones de Cicerón, ya que, como ocurrió más tarde, ¡nunca debió haber discurseado contra Antonio en el Senado! Era el equivalente a un deseo de muerte. Después de ser ejecutado, Fulvia le atravesó la lengua con una pluma antes de exhibir su cabeza en la rostra. ¡Fulvia! ¡Era toda una mujer!
Antonio nunca había sentido interés por Cleopatra, nunca se molestó en ir a sus fiestas o sus famosas cenas; demasiados intelectuales, demasiados eruditos, poetas e historiadores. ¡Y todos aquellos dioses con cabezas de bestias en la habitación donde rezaba! Antonio nunca comprendió a César, pero su pasión por Cleopatra era el mayor misterio de todos.
– Muy bien, Quinto Delio -dijo Antonio en voz alta-. Le ordenaré a la reina de Egipto que se presente ante mí en Tarsus para responder a la acusación de ayuda a Casio. Tú mismo puedes llevar la citación.
«¡Estupendo!», pensó Delio, que partió al día siguiente por la carretera que llevaba primero a Antioquía y luego al sur a lo largo de la costa hasta Pelusium. Había pedido ser equipado con toda la regalía, y Antonio le había complacido al darle un pequeño ejército de sirvientes y dos escuadrones de caballería como escolta. ¡Nada de viajar en litera! Demasiado lento para complacer al impaciente Antonio, que le había dado un mes para llegar a Alejandría, a mil millas de Tarsus. Eso significaba que Delio tendría que apresurarse. Después de todo, no sabía cuánto tiempo le llevaría convencer a la reina que debía obedecer la llamada de Antonio y presentarse ante su tribunal en Tarsus.
III
Con la barbilla apoyada en una mano, Cleopatra vio cómo Cesarión se inclinaba sobre las tablillas, con Sosigenes a su mano derecha, que supervisaba aun sin necesitarlo, ya que Cesarión casi nunca erraba y pocas veces se equivocaba. Cleopatra sintió el terrible peso del dolor en su pecho, lo que motivó que tragara con dificultad. Mirar al hijo de César era mirar a César, que a aquella edad hubiese sido la viva imagen de Cesarión: alto, grácil, de cabellos de oro, nariz larga y bulbosa, labios sensuales con delicadas curvas en sus comisuras. «¡Oh, César, César! ¿Cómo puedo vivir sin ti? ¡Y te incineraron aquellos bárbaros romanos! Cuando llegue mi hora, no habrá ningún César a mi lado en mi tumba para levantarse conmigo y caminar por el reino de los muertos. Pusieron tus cenizas en un jarro y construyeron una monstruosidad de mármol redonda para guardar la jarra. Tu amigo Cayo Mario escogió el epitafio "Veni-Vidi-Vici" grabado en oro sobre una pulida piedra negra. Pero nunca he visto tu tumba, ni la quiero ver. Todo lo que tengo es un enorme dolor que nunca se va. Incluso cuando consigo dormir, está allí para acosar mis sueños. Incluso cuando miro a nuestro hijo, está allí para burlarse de mis aspiraciones. ¿Por qué nunca pienso en los momentos felices? ¿Es ése el comportamiento de la pérdida, pensar en el vacío de hoy? Dado que aquellos romanos te asesinaron, mi mundo es cenizas condenadas a no mezclarse con las tuyas. Pienso en ello y lloro.»
Los pesares eran muchos, pero el principal y peor de todos: que el río Nilo no se había desbordado durante tres años seguidos y, por consiguiente, el agua que daba la vida no se había extendido por los campos para humedecerlos, para empaparlos y ablandar la simiente. La gente moría de hambre. Luego vino la plaga, que subía lentamente por el río Nilo desde las cataratas a Menfis y el comienzo del Delta, luego por los brazos y los canales del Delta y finalmente hasta Alejandría.
«Como siempre -pensó-, tomé las decisiones equivocadas: la reina Midas, instalada en un trono de oro, no comprendió, hasta que fue demasiado tarde, que la gente no podía comer oro. Ni por todo el oro del mundo he podido convencer a los sirios y a los árabes que se aventuren Nilo abajo para recoger las caigas de grano que esperan en los muelles. Permaneció allí hasta pudrirse, y después no había gente suficiente para irrigar a mano, lo que provocó que no germinara ninguna cosecha. Miré a los tres millones de habitantes de Alejandría y decidí que sólo un millón de ellos podían comer, así que firmé el decreto que despojaba a los judíos y metecos de su ciudadanía. Un decreto que les prohibía comprar trigo de los graneros, un derecho exclusivo de los ciudadanos. ¡Oh, los motines! Todo aquello para nada. La plaga llegó a Alejandría y mató a dos millones, sin preocuparse si eran ciudadanos o no. Murieron griegos y macedonios, las personas por las cuales había abandonado a los judíos y metecos. Al final había trigo suficiente para todos aquellos que no habían muerto, independientemente de que fueran judíos, metecos, griegos o macedonios. Les devolví la ciudadanía, pero ahora me odian. Tomé todas las decisiones equivocadas; sin César para guiarme he resultado ser una mala gobernante. En menos de dos meses, mi hijo tendrá seis años, y yo no puedo tener más hijos, soy estéril. No tengo ninguna hermana para casarla con él. Ningún hermano que tome su lugar si algo le sucede. Tantas noches de amor con César en Roma y sin embargo no quedé embarazada. Isis me ha maldecido.»
Apolodoro entró a la carrera, acompañado por el tintineo de la cadena de oro de su cargo.
– Mi señora, una carta urgente de Pitodoro de Tralles. Bajó la mano y subió la barbilla. Cleopatra frunció el entrecejo.
– ¿Pitodoro? ¿Qué quiere?
– En cualquier caso no será oro -dijo Cesarión, que apartó la mirada de las tablillas con una sonrisa-. Es el hombre más rico de la provincia de Asia.