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– ¡Presta atención a tus sumas, chico! -dijo Sosigenes. Cleopatra se levantó de su silla y se acercó a una abertura en la pared donde la luz era buena. Un examen atento del sello de lacre verde demostró un pequeño templo en el medio y las palabras «Pito-Tralles» en todo el borde. Sí, parecía auténtico. Lo rompió y desenrolló el pergamino, escrito por una mano que decía que ningún escriba conocía el contenido. Demasiado desordenado.

Faraón y Reina, hija de Amón-Ra:

Te escribo como uno que amó al dios Julio César durante muchos años, y como uno que respeta su amor por ti. Aunque soy consciente de que tienes informantes que te mantienen al corriente de lo que pasa en Roma y el mundo romano, dudo mucho de que ninguno de ellos merezca la confianza plena de Marco Antonio. Por supuesto, sabrás que Antonio viajó de Filipos a Nicomedia el pasado noviembre, y que muchos reyes, príncipes y etnarcas se encontraron con él allí. No hizo prácticamente nada para cambiar el estado de los asuntos en el este, pero sí ordenó que se le pagasen inmediatamente veinte mil talentos de plata. El tamaño de este tributo nos sorprendió a todos.

Después de visitar Galacia y Capadocia llegó a Tarsus. Lo seguí allí con los dos mil talentos de plata que nosotros los etnarcas de la provincia de Asia habíamos conseguido. «¿Dónde están los otros dieciocho mil talentos?», preguntó. Creo que tuve éxito a la hora de convencerlo de que no se podía encontrar nada aproximado a esta suma, pero su respuesta fue la acostumbrada: si le pagábamos a él nueve años más de tributos por anticipado, seríamos perdonados. ¡Como si alguna vez nos hubiéramos saltado un tributo de diez años! Sencillamente, estos gobernadores romanos no escuchan.

Te pido perdón, gran reina, por cargarte con nuestros problemas, y es por eso, por nuestros problemas, por lo que te escribo en secreto. También te advierto que dentro de muy pocos días recibirás la visita de un tal Quinto Delio, un hombre astuto que ha conseguido abrirse camino en la confianza de Marco Antonio. Sus susurros al oído de Antonio están destinados a llenar el cofre de guerra de Antonio, porque éste ansia hacer aquello que César no vivió para hacer: conquistar a los partos. Cilicia Pedia está siendo exprimida de un extremo a otro, los bribones perseguidos en sus fortalezas y los asaltantes árabes han vuelto a cruzar el Amanus. Un ejercicio rentable, pero no lo suficiente, así que Delio le ha sugerido a Antonio que te llame a Tarsus y te multe allí con diez mil talentos de oro por apoyar a Cayo Casio.

No hay nada que pueda hacer para ayudarte, mi querida reina, más allá de advertirte que Delio anda muy adelantado en su camino al sur. Quizá con este conocimiento previo tendrás tiempo de pensar la manera de rechazarlo a él y a su amo.

Cleopatra le devolvió el pergamino a Apolodoro y se mordió el labio inferior, con los ojos cerrados. ¿Quinto Delio? No era un nombre que conociese, por lo tanto, no era nadie con el poder suficiente en Roma para asistir a alguna de sus recepciones, incluso la más grande; Cleopatra nunca olvidaba un nombre o el rostro que lo acompañaba. Sería un Vettius, algún innoble caballero con encanto, del tipo que le gustaba a un palurdo como Marco Antonio. A él lo recordaba. Grande y burdo, músculos como Hércules, hombros anchos como montañas, un rostro feo cuya nariz intentaba encontrarse con una barbilla que subía a través de una pequeña boca de labios gruesos. Las mujeres babeaban por él porque se suponía que tenía un pene gigantesco. ¡Vaya razón para babear! A los hombres les gustaba por su manera de ser campechana, su confianza en sí mismo. Pero César, que era su primo cercano, estaba desencantado con él; la razón principal -y en eso estaba convencida de que era así-, que las visitas de Antonio a ella habían sido escasas. Cuando se había quedado a cargo de Italia había matado a ochocientos ciudadanos en el foro romano, un crimen que César no podía perdonar. Luego había intentado ganarse a los soldados de César y había acabado instigando un motín que había roto el corazón de César.

Por supuesto, sus agentes le habían informado de que gran cantidad de ciudadanos creían que Antonio había sido parte en el complot para asesinar a César, aunque ella no estaba muy segura; la carta que Antonio le había escrito le explicaba que no había tenido más alternativa que pasar por alto el asesinato, renunciar a la venganza de sus asesinos e incluso perdonar su conducta. Y en aquellas cartas Antonio le había asegurado que, tan pronto como se calmase Roma, él recomendaría a Cesarión al Senado como uno de los principales herederos de César. Para una mujer devastada por el dolor, sus palabras habían sido un bálsamo. ¡Quería creerlas! Oh, por supuesto, no decía que Cesarión debía ser admitido en la ley romana como el heredero romano de César; sólo que el derecho de Cesarión al trono de Egipto sería sancionado por el Senado. Si no lo hacía, su hijo se vería enfrentado a los mismos problemas que había soportado el padre de Cleopatra, nunca seguro en su trono porque Roma decía que, en realidad, Egipto pertenecía a Roma. Tampoco ella había estado segura hasta que César entró en su vida. Ahora, César no estaba, y su sobrino Cayo Octavio había usurpado más poder que cualquier otro muchacho de dieciocho años había hecho antes. Y, además, con calma, astucia y velocidad. En un primer momento había pensado en el joven Octavio como un posible padre para sus hijos, pero él la había rechazado en una breve carta que ella aún podía recitar de corrido.

Marco Antonio, con los ojos y los rizos rojizos, no era más parecido a César que Hércules lo era a Apolo. Ahora había vuelto sus ojos hacia Egipto, pero no para conquistar al faraón. Lo único que quería era llenar su cofre de guerra con la riqueza de Egipto. Bueno, eso nunca sucedería. ¡Nunca!

– Cesarión, es hora de que salgas a tomar el aire -dijo con voz enérgica-. Sosigenes, te necesito. Apolodoro, encuentra a Cha'em y tráelo contigo. Es hora del consejo.

Cuando Cleopatra hablaba con aquel tono, nadie discutía, y menos aún su hijo, que se marchó de inmediato, al tiempo que silbaba para llamar a su perro, un pequeño ratonero llamado Fido.

– Lee esto -dijo escuetamente cuando se reunió el consejo, y le entregó el pergamino a Cha'em-. Todos vosotros, leedlo.

– Si Antonio trae a sus legiones, podrá saquear Alejandría y Menfis -opinó Sosigenes-. Desde la plaga, nadie tiene el espíritu para resistir. Tampoco nosotros tenemos el suficiente número de soldados para resistir. Hay muchas estatuas de oro para fundir.

Cha'em era el sumo sacerdote de Ptah, el dios creador, y había sido una parte muy amada de la vida de Cleopatra desde que tenía diez años. Su firme cuerpo bronceado estaba envuelto desde debajo de los pezones hasta medio muslo en un vestido de lino blanco, y alrededor del cuello llevaba las complejas series de cadenas, cruces, redondeles y peto que proclamaban su posición.

– Antonio no fundirá nada -replicó con firmeza-. Tú irás a Tarsus, Cleopatra, y te encontrarás con él allí.

– ¿Como una sirvienta? ¿Como una rata? ¿Como un perro azotado?

– No, como una poderosa soberana, como el faraón Hatseput, tan grande que su sucesor borró sus cartuchos [1]. Armada con todas las astucias y voluntades de tus antepasados, como Ptolomeo Sóter, que era hermano natural de Alejandro Magno, tú tienes la sangre de muchos dioses en tus venas.

No sólo de Isis y de Hator Mut, sino de Amón-Ra por ambos lados: por la línea de los faraones y por Alejandro Magno, que era hijo de Amón-Ra y también un dios.

– Veo adónde quiere ir a parar Cha'em -manifestó Sosigenes con voz pensativa-. Este Marco Antonio no es ningún César, por lo tanto, puede ser engañado, y tú debes impresionarlo hasta el punto de que te perdone. Después de todo, tú no ayudaste a Casio, y él no puede probar que lo hiciste. Cuando este Quinto Delio llegue intentará acobardarte, pero tú eres faraón y ningún sirviente tiene el poder de acobardarte.

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[1] Denominado también tabula ansata, el cartucho es la tarjeta típica que utilizaban los antiguos romanos como marco de inscripciones, y que se usaba en realidad en ceremonias, y se labraba posteriormente. De forma oblonga, tiene unas aletas trapezoidales o semicirculares, caladas para amarrar la tarjeta con cordajes, o con el típico clavo para fijarla. (N. del t.)