– Es una pena que la flota que le enviaste a Antonio y Octavio se viese obligada a regresar -dijo Apolodoro.
– ¡Oh, lo que está hecho, hecho está! -manifestó Cleopatra, impaciente. Se sentó de nuevo en la silla, de pronto, pensativa-. Nadie puede acobardar al faraón, pero… Cha'em, pídele a Tacha que mire los pétalos de loto en su cuenco. Antonio nos podría servir.
Sosigenes la miró, sorprendido.
– ¡Majestad!
– Oh, venga, Sosigenes, Egipto es más importante que cualquier ser viviente. He sido una mala gobernante, privada de Osiris una y otra vez. ¿Acaso me puede importar qué clase de hombre es este Marco Antonio? ¡No, no me importa! Antonio tiene sangre de los Julia. Si la copa de Isis dice que hay bastante sangre de la casa Julia en él, entonces quizá pueda tomar más de él de lo que me pueda dar.
– Lo haré -dijo Cha'em, y se levantó.
– ¿Apolodoro, la barca fluvial de Filopátor podrá realizar una travesía marítima hasta Tarsus en esta época del año?
El alto lord chambelán frunció el entrecejo.
– No estoy seguro, majestad.
– Entonces sácala del cobertizo y envíala al mar.
– ¡Hija de Isis, tienes muchos barcos!
– Pero Filopátor sólo construyó dos barcos, y el de navegación oceánica se pudrió cien años atrás. Si quiero impresionar a Antonio, debo presentarme en Tarsus de una manera que ningún romano haya presenciado nunca, ni siquiera César.
Para Quinto Delio, Alejandría era la ciudad más maravillosa del mundo. Habían pasado siete años desde que César casi la destruyó, y Cleopatra la había levantado a mayor gloria todavía. Todas las mansiones a lo largo de la avenida Real habían sido restauradas, la colina de Pan se alzaba sobre el lujurioso verde de la chata ciudad, el recinto sagrado de Serapis había sido reconstruido al estilo corintio y, donde una vez las torres de asedio habían gemido en sus lentos avances arriba y abajo de la Vía Canópica, sorprendentes templos e instituciones públicas negaban la plaga y la hambruna. «Por cierto -pensó Delio, que miraba Alejandría desde lo alto de la colina de Pan-, por una vez en su vida el gran César había exagerado el grado de destrucción que había hecho.»
Como todavía no había visto a la reina, quien, según le había informado altivamente un hombre llamado Apolodoro, estaba de visita en el Delta para ver sus fábricas de papel, lo habían llevado a sus suntuosos aposentos y dejado, en gran medida, al albur de sus propios recursos. Para Delio, aquello no significaba sencillamente hacer turismo, ya que con él se había llevado a un escriba que tomaba notas de manera generosa en unas tablillas de cera.
En el Sema, Delio se rió, feliz.
– ¡Escribe, Lastenes! La tumba de Alejandro Magno, más treinta y tantas de Ptolomeo, en un recinto de pavimento seco con un mármol de calidad de coleccionista en azul con espirales verde oscuro… veintiocho estatuas de oro, de tamaño natural… un Apolo de Praxiteles de mármol pintado… cuatro obras de mármol pintado de un maestro sin identificar de tamaño humano… una pintura de Alejandro Magno en Issus de Zeuxis… una pintura de Ptolomeo Sóter de Nicias… Deja de escribir, el resto no es tan bueno.
En el Serapeum, Delio relinchó de deleite.
– ¡Escribe, Lastenes! Una estatua de Serapis de unos treinta pies de altura de Bryaxis y pintada por Nicias… un grupo de marfil de las nueve Musas de Fidias… cuarenta y dos estatuas de oro de tamaño natural -hizo una pausa para rascar una Afrodita de oro, acompañada de una mueca-, de las que algunas, si no todas, sólo tienen de oro la capa superficial… un auriga y caballos en bronce de Mirón… ¡Deja de escribir! Sencillamente añade etcétera, etcétera, porque hay demasiadas obras mediocres que no merecen ser catalogadas.
En el ágora, Delio se detuvo ante una enorme escultura de cuatro caballos encabritados que tiraban una cuadriga de carreras cuyo conductor era una mujer… ¡y qué mujer!
– ¡Escribe, Lastenes! Cuadriga en bronce con lo que parece ser un auriga femenino de nombre Bilistiche… ¡Para! No hay nada más aquí, sólo cosas modernas, excelentes todas pero sin gran atractivo para los coleccionistas. ¡Oh, Lastenes, adelante!
Así siguió mientras recorría la ciudad, con su escriba dejando atrás virutas de cera, como las deyecciones de una polilla. «¡Espléndido, espléndido! Egipto es rico hasta lo inimaginable, si lo que veo en Alejandría es sólo una muestra. Pero ¿cómo convenzo a Marco Antonio de que conseguiremos más vendiéndolas como obras de arte que fundiéndolas? ¡Y la tumba de Alejandro Magno! -Un único trozo de cristal de roca casi tan claro como el agua-. ¡Qué magnífica se vería en el interior del templo de Diana en Roma! ¡Qué tipo más pequeño era Alejandro!» Los pies y las manos no eran más grandes que las de un niño, y parecía tener como lana amarilla en la cabeza. Sin duda, era una figura de cera, pero cualquiera hubiese creído que, dado que era un dios, le correspondía una efigie al menos tan grande como Antonio. Además, debía de haber el suficiente pavimento en el Sema como para cubrir el suelo de la domus de un magnate de Roma, con un valor de cien talentos e incluso más. El marfil de Fidias llegaba al millar de talentos con gran facilidad.
El recinto real era tal laberinto de palacios que renunció a intentar distinguirlos uno del otro, y los jardines parecían extenderse hasta el horizonte. Preciosas calas marcaban la costa más allá de la bahía y, a lo lejos, la calzada de mármol blanco del Heptastadion unía la isla de Faros con tierra firme. ¡Y, oh, el faro! De hecho, era el edificio más alto del mundo, mucho más que el Coloso de Rodas. «Creía que Roma era hermosa -se dijo a sí mismo Delio-, después vi Pergamum y la consideré más bella, pero ahora que he visto Alejandría, estoy anonadado, sencillamente anonadado. Antonio estuvo aquí hace unos veinte años atrás, pero nunca le escuché hablar del lugar. Supongo que estaría demasiado borracho para recordarlo.»
La llamada para ver a la reina Cleopatra llegó al día siguiente. Delio consideró conveniente que se hubiera producido en aquel momento, ya que había concluido su cálculo de los valores de la ciudad y Lastenes, por su parte, lo había escrito en un papel de excelente calidad, del que hizo dos copias.
De lo primero que fue consciente fue del aire perfumado, cargado con unos embriagadores inciensos que nunca había olido antes; luego, sus ojos se impusieron al olfato, y miró asombrado las paredes de oro, el suelo de oro, las estatuas de oro y las sillas y las mesas de oro. Con una segunda mirada se percató de que aquel oro sólo era superficial, de hecho, una delgadísima lámina, superpuesta, pero en la habitación resplandecía como el sol. Dos de las paredes estaban cubiertas con pinturas que representaban unos peculiares personajes y ciertas plantas bidimensionales, todo ello, con abundantes colores descriptivos, excepto el púrpura tiriano, del que no había ni rastro.
– Saludad a los dos faraones, señores de las dos damas del Alto y el Bajo Egipto, señores de las juncias y las abejas, hijos de Amón-Ra, Isis y Ptah -gritó el alto chambelán, que golpeó su báculo dorado contra el suelo, que emitió un sonido sordo y sólido que hizo que Delio cambiase su opinión sobre las delgadas láminas.
Estaban sentados en dos tronos, la mujer en lo alto de una tarima dorada y el chico en un escalón más abajo. Cada uno vestía una extraña prenda hecha de un fino lino blanco plisado y un enorme tocado de laca roja alrededor de un cono de esmalte blanco. En los cuellos lucían anchos collares de magníficas piedras encastradas en oro, y en los brazos, brazaletes; anchas fajas de gemas ceñían las cinturas, y sus pies calzaban sandalias doradas. Sus rostros estaban cubiertos con una gruesa capa de pintura, la de ella, blanca, la del niño, de un rojo óxido, y sus ojos estaban tan delineados con trazos negros y formas de colores que parecían deslizarse, siniestros como peces con colmillos. No se parecían a ningún ojo humano.