Durante la semana siguiente vivió como una zombi. No tenía apetito y a punto estuvo de caer enferma de tantas horas extras como hizo en el trabajo, intentando olvidarse de todo, sin apenas probar bocado. Así que el primer síntoma de embarazo pasó desprevenido. Para cuando se vio obligada a reconocer la verdad ya estaba embarazada de dos meses, y tan cansada y desnutrida que había empezado a perder peso. Una tarde se desmayó en la cocina de Ma. Sarah, una de las estudiantes de Medicina, la sostuvo mientras se caía. Después de eso, ya no hubo duda alguna.
Tenía el número de teléfono de los padres de Luke. Tres veces hizo el intento de llamarlo por teléfono, y tres veces colgó cuando ya lo había marcado. No quería arriesgarse a que otra persona contestara la llamada y tener que explicarle que había conocido a Luke en Inglaterra y que deseaba hablar con él. Podía imaginarse las elocuentes miradas que intercambiaría su familia: «¡Otra de las fugaces aventuras de Luke! ¡Otra chica engañada! ¡Pobrecita!». ¿Y si levantaba él mismo el auricular? ¿Y si no se acordaba de ella? ¿Y si se había olvidado incluso de su nombre?
Finalmente le escribió y rompió tres cartas antes de alcanzar el tono que quería exactamente: alegre y despreocupada, nada inquisitiva, sin pedir ni esperar noticias suyas. Simplemente comunicándole la noticia de su embarazo «porque pensé que te gustaría saberlo». Le envió la misiva y, a partir de entonces, dio comienzo una semana de agonía, dos, tres. Oh, Dios, ¿acaso se atrevería a no responder? Probablemente se sentiría autorizado a hacerlo. Nada de lazos ni compromisos, ese había sido el trato. Pero Pippa sabía que si Luke, que para ella lo significaba todo en el mundo, podía desentenderse de su existencia con tanta tranquilidad, el corazón acabaría por rompérsele.
Al cabo de un mes, Luke la llamó por teléfono, desbordante de disculpas. Había estado ausente de la casa de sus padres y la correspondencia se le había acumulado. Su tono era amable, preocupado, pero no amoroso.
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó -. ¿Con mareos? Pobrecita.
– Luke -intentó disimular su emoción-, no me he sentido mejor en toda mi vida. No es para tanto.
– ¿Entonces… quieres tener el bebé?
– Por supuesto. Estoy deseándolo.
– ¿Y estás satisfecha… tal como estás? ¿No sientes la necesidad de tener algo tan aburrido y anticuado… como un marido?
– ¡Luke, por favor! ¿En estos tiempos que corren?
– Bueno, alguna gente todavía quiere esas cosas. En cualquier caso, ya sabes que yo estoy disponible… si lo deseas.
Allí estaba. A su manera, vacilante e indirecta, le había pedido que se casara con él. La tentación de aceptar aquella solicitud resultó casi insoportable. ¿Por qué no? Otros hombres habían comenzado a partir de aquel punto y habían sido muy felices en el matrimonio. Pippa aspiró profundamente. Pero antes de que ella pudiera pronunciar las palabras, Luke añadió:
– Por supuesto, suceda lo que suceda, os mantendré económicamente a ti y al bebé.
Y entonces, aquel momento trascendental desapareció de pronto. Luke se había apresurado a adelantarle implícitamente la respuesta que había estado esperando. Era un chico con buena conciencia. Pero la conciencia no bastaba.
– Qué dulce y tierno eres, querido, de verdad -exclamó ella, riendo-. Pero hoy día la gente no está obligada a casarse. ¿Acaso soy un ser tan débil que no puedo criar un niño sin ti?
– Solo pensé que quizá podría tener algo de participación en eso, señora Moderna y Liberada.
– Y usted Señor Serio y Formal -se burló ella-. ¿No querrás convertirte en un tipo como Frank, verdad?
– ¡Vaya idea!
Hablaron durante un rato más y él le prometió enviarle algún dinero pronto. Riendo, Pippa, le deseó todo lo mejor y se despidió. Sabía que había hecho bien, que había proyectado la imagen de alguien decidido, despreocupado, dispuesto a enfrentarse sin vacilar a lo que le había deparado la suerte.
Tras colgar, se quedó mirando el teléfono. Luego se encerró en su habitación y sollozó y sollozó hasta que no le quedaron ya lágrimas.
Cuando los residentes de la pensión se enteraron de la noticia, se apresuraron a poner manos a la obra. Todos y cada uno de los estudiantes de Medicina contemplaron el embarazo de Pippa como suyo, o como si recayera bajo su directa responsabilidad. Pippa dejó de trabajar en el Ritz y pasó a ser la cocinera permanente de Ma.
El nacimiento de Josie fue un verdadero acontecimiento. Entre la gente que conocía a Pippa se cruzaban apuestas acerca de cuál de los jóvenes residentes era el padre. No era ninguno de ellos. El padre de Josie no apareció, pero se dio a conocer mediante un ramo de rosas enviado en su nombre con una cariñosa felicitación, además de un cheque con una nota que decía: Para que le compres a la niña algo de mi parte.
Poco después de aquello, Pippa pasó a ejercer la administración de la casa de huéspedes en sustitución de Ma. Aquel era el trabajo perfecto para ella, ya que le permitía estar todo el tiempo con Josie. Se le garantizó por ello una habitación, manutención y un salario decente que podía complementar con los cheques que recibía de Los Ángeles.
Luke podría ser una persona irresponsable en muchos aspectos, pero jamás dejó de enviarle dinero. Cuando el estado de sus finanzas mejoraba, lo mismo ocurría con el de las de Pippa. Con los años su cuenta bancaria fue engordando, reportándole altos intereses. Para cuando Ma decidió jubilarse, Pippa ya tenía suficiente para pagar una entrada por la casa y fue capaz de conseguir una hipoteca y comprarla. Luke se apresuró a enviarle un cheque extra por valor de diez mil dólares para que pudiera redecorar la vieja pensión.
El negocio prosperó. Pippa podía considerarse una empresaria de éxito. Los clientes afluían sin cesar, atraídos por su buena reputación y por las excelencias de su cocina. Algunas veces se acordaba de su sueño: ser la mejor cocinera del mundo. Pero aquel sueño parecía alejarse cada día un poco más. Como el propio Luke.
Habían transcurrido once años desde la última vez que lo vio: once años durante los cuales Luke se había convertido en un famoso cocinero. Ya no era el jovencito que tan bien recordaba. Era un hombre adulto, pero su rostro seguía reflejando aquel malicioso humor y su atractivo no había hecho más que incrementarse. La visión de la fotografía que le envió seguía haciéndola sonreír.
El dolor había desaparecido, habiéndole dejado solamente dulces recuerdos y a la querida y encantadora Josie. En conjunto llevaba una vida razonablemente feliz, hasta que un día Jake, que acababa de licenciarse en Medicina, le comentó: «Pip, para una mujer de tu edad, veo que te fatigas demasiado pronto». Y de repente recordó aquella vez en que, siendo niña, le había preguntado a su madre:
– Mamá, ¿por qué siempre te fatigas tanto?
– No es nada, cariño.
Pero tres meses más tarde había muerto.
– No es nada, Jake.
– ¿Cuándo fue la última vez que fuiste al médico? -insistió Jake-. ¿Qué es lo que te dijo?
– Bueno, la verdad es que no…
– ¡Pues entonces, hazlo!
Y lo hizo. Y lo que le dijo el médico fue suficiente para impulsarla a tomar un avión a Los Ángeles… y reunir a su hija con su padre mientras todavía disponía de tiempo.
Media hora después volvieron a la casa de Luke con su equipaje. Pippa se concentró en la tarea de deshacer las maletas, «ayudada» por Josie, que no dejaba de dar saltos a su alrededor hasta que Pippa logró librarse sutilmente de ella.
– Anda a ver a papá -la animó.
No dejó de sonreír hasta que Josie hubo desaparecido, y entonces se dejó caer en la cama, agotada. Detrás de su expresión risueña había estado desesperada por enviar lejos a la niña antes de que su jadeo de cansancio resultara demasiado evidente. Josie solo sabía que de vez en cuando su madre se sentía algo mal. Ignoraba por completo la gravedad de su estado y Pippa quería conservarlo en secreto hasta el final de aquel viaje. Mareada, se agarró con fuerza al cabecero de bronce de la cama.