A Luke le encantaba escuchar a la gente y, al cabo de un rato, Pippa ya se lo había contado todo. Incluso le había hablado de su madre, el recuerdo más preciado que conservaba. Cocinaba maravillosamente bien. Le habría encantado trabajar de cocinera, pero en vez de eso se casó. Algo muy común en las mujeres de aquellos tiempos -le explicó, como si estuviera hablando de siglos atrás-. Y lo único que le apetecía a mi padre eran patatas fritas. Siempre patatas fritas.
– Entiendo -afirmó él, sonriendo.
– Si ella le presentaba un plato más imaginativo, él lo despreciaba. Así que empezó a enseñarme a cocinar bien. Creo que ese era el único placer que tenía en la vida. Solíamos hacer planes para que yo ingresara en la escuela de cocina. Consiguió un empleo con el fin de intentar reunir dinero para pagar mi matrícula. Pero fue demasiado para ella. No supimos hasta el último momento que tenía un problema de corazón -por un momento una inmensa tristeza se dibujó en su expresión, pero enseguida se recuperó.
– Lo siento -dijo Luke, compadeciéndola.
– Después mi padre se casó de nuevo y, de repente, me encontré viviendo con una madrastra llamada Clarice, que me odiaba.
– Convertida en una cenicienta, vamos.
– Bueno, para ser justos, el sentimiento era recíproco. Ella solía llamarme Philippa – explicó, disgustada-. Me obligaba a pasarme todo el día en casa haciendo las tareas domésticas. Siempre que había que limpiar algo, decía que le dolía la cabeza y que tenía que hacerlo yo.
– ¿Eran igual de malvadas tus hermanastras?
– Solo tenía un hermanastro, Harry. Esperaba que fuera su esclava. Cuando le comenté que quería estudiar en la universidad, Clarece me miró y me dijo: «¿De dónde piensas que vamos a sacar el dinero para eso?». Se negó a pagarme los estudios.
– ¿Qué pasó con los ahorros de tu madre?
– Papá se los quedó. Lo recuerdo mirando la cuenta de ahorros y exclamando: «¡Sabía que ese bicho me estaba escondiendo dinero!». Creo que se gastó la mayor parte en la luna de miel con Clarice.
– ¿No tenías a nadie que se pusiera de tu parte?
– Frank, el hermano menor de mi madre, se lo echó en cara a papá, pero él le dijo que se ocupara de sus propios asuntos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando terminé el instituto, me marché de casa.
– ¿Se alegró de ello la taimada Clarice?
– No, se puso furiosa. Lo tenía todo planeado para ponerme a trabajar en la tienda de su hermano en régimen de esclavitud, aparte de que contaba con que siguiera haciendo las tareas de la casa -un brillo malicioso apareció en los ojos de Pippa-. Y yo le dije dónde podía meterse todo eso…
– ¡No me digas! -rió Luke, admirado.
– Ella me contestó que nunca había oído un lenguaje semejante, y yo le repliqué que lo volvería a oír si no se apartaba de mi camino.
No dejó de gritarme mientras hacía las maletas e incluso después, durante todo el camino hasta la estación de autobuses. Me dijo que terminaría mal en Londres y que, al cabo de una semana, volvería de rodillas a su casa. Y al fin abandoné Encaster.
– ¿Encaster? Creo que nunca he oído hablar de ese sitio.
– Nadie ha oído hablar de él, excepto la gente que vive allí, y la mayor parte desearía no hacerlo. Esta a unos cuarenta kilómetros al norte de Londres.
– ¿No quería tu padre que te quedases en casa?
– Lo llamé al trabajo para decirle que me encontraba bien. Él me dijo que «dejara de comportarme como una idiota» y que volviera, porque Clarice se lo estaba haciendo pasar muy mal. Eso era lo único que le importaba. Si hubiera estado minimamente preocupado por mí, yo le habría dicho dónde me encontraba. Pero no fue ese el caso, así que no le conté dónde estaba. Esa fue la última vez que hablé con él. Todavía sigo en contacto con Frank, pero papá y él no se hablan.
– ¿Así que te viniste a Londres a buscar fortuna? ¿Con dieciséis años? ¡Qué valor, chica! ¿Encontraste las calles pavimentadas de oro?
– Algún día lo haré. Por el momento estudio cocina por las tardes y, cuando consiga algún título, me buscaré un empleo de cocinera. Luego haré más cursos, conseguiré un trabajo y, con el tiempo, todos los gourmets del mundo se pelearán por llamar a mi puerta.
– Perdóneme usted, madame, pero es a mi puerta a la que van a llamar.
– Bueno, espero que haya suficientes para los dos -concedió, generosa.
– Querrás decir para los tres, ¿no? -inquirió Luke con una sonrisa-. Tú, yo y ese colosal ego que tienes.
– ¡Podemos prescindir de ti! Todo el mundo sabe que en Estados Unidos no sabéis cocinar.
– ¿Que no…? ¡Que Dios te perdone! Tú sí sabes cocinar, claro. Procediendo de la nación de las patatas fritas… Pero si ni siquiera sabéis preparar un café decente…
– De acuerdo, de acuerdo, cedo – Pippa alzó las manos con un gesto de rendición, y luego señaló su plato-. Esto está realmente delicioso, lo admito.
– Es una creación mía. Cuando lo haya perfeccionado, se lo presentaré al cocinero mayor del hotel.
– ¡Oh, estupendo! Así que estoy haciendo de conejillo de Indias. Si no caigo muerta después de esto, podrás servírselo con toda tranquilidad al príncipe de Gales, ¿no?
– Algo así -reconoció Luke con una sonrisa.
En cierto momento, al advertir que estaba mirando con interés la ropa que llevaba, Pippa comentó:
– Bonita, ¿eh?
– Me encanta. ¿Cómo puedes permitirte vestir a la última moda y además pagarte las clases, si no es indiscreción?
– Me visto con lo que a la gente no le vale. Los vaqueros son de una tienda de artículos de segunda mano, el sombrero es de una organización de beneficencia y el suéter me lo he tejido yo misma a base de retales.
Luke sonrió, encantado. Y la historia que le contó dejó fascinada a Pippa. Era, como ella había adivinado, estadounidense, de Los Ángeles. Su pasión era la cocina y los únicos libros que abría eran de recetas. Más allá de eso, no tenía un solo pensamiento en la cabeza que no tuviera que ver con nadar, surfear, comer, beber y, en general, pasárselo bien. Tan poca diversión había habido en la vida de Pippa que aquel joven le pareció como venido de un mundo mágico, en el que la luz era siempre dorada, las sensaciones exquisitas y la juventud eterna. Y tenía una gran ambición.
– Yo no solo quiero ser cocinero: de esos hay ya muchos -le explicaba-. Quiero ser el mejor cocinero, así que tengo que encontrar algo que me haga destacar sobre los demás. Ahorré todo el dinero que pude y me vine a Europa, a trabajar en los grandes hoteles. Estuve seis meses en el Danieli de Venecia, otros seis en el George V de París y ahora estoy en el Ritz de Londres. Cuando se me acabe el permiso de trabajo, volveré a Los Ángeles y me haré llamar «Luke del Ritz». Eh, ¿es que te has atragantado con algo? – vio que Pippa se había doblado sobre sí misma, como si se estuviera ahogando.
– No puedes hacer eso -en realidad, estaba riendo a carcajadas-. ¿Luke del Ritz? ¡Se reirán tanto que ni siquiera serán capaces de comer!
– ¡Oh! -exclamó, decepcionado-. ¿No crees que se sentirán impresionados?
– Creo que te lanzarán tomates.
De repente Luke tomó conciencia de lo acertado de aquella aseveración y también se echó a reír. Y cuanto más reía él, más reía ella. Si aquello hubiera sido una comedia romántica, pensó Pippa, habrían caído uno en los brazos del otro entre carcajadas. Y se descubrió a sí misma esperando ansiosa aquel momento. Pero Luke parecía contenerse, porque le dijo:
– Es tarde. Ya tendría que llevarte a casa.
– No es tan tarde -protestó.
– Sí es tarde: mañana empiezo a trabajar a las seis. Vamos.
En un viejo coche que le había prestado uno de los residentes de la pensión, la llevó al albergue donde vivía. Cuando se detuvieron en la puerta, Pippa esperó que le pasara un brazo por los hombros, que la abrazara por la cintura, que la besara en los labios…