– Confío en que le haga caso.
– Sí, señor, yo también.
Después de ver cómo el sargento eludía su reprimenda indirecta, Brunetti volvió a los gorilas:
– Vuelva a preguntar en los hospitales si han atendido al que ella hirió. Al parecer, la herida fue profunda. ¿Y las huellas del sobre?
Vianello levantó la mirada de la libreta.
– Las mandé a Roma por si podían identificarlas. -Los dos sabían cuánto podía tardar esta identificación.
– Mándelas también a la Interpol.
Vianello asintió y tomó nota.
– ¿Y qué hay de Semenzato? -preguntó Vianello-. ¿De qué se iba a tratar en la reunión?
– No lo sé. De piezas de cerámica, creo. Pero estaba bajo los efectos de los calmantes y no podía explicarse con claridad. ¿Sabe usted algo de él?
– No más de lo que pueda saber cualquiera de la ciudad. Está en el museo desde hace siete años. Casado, la mujer es de Messina, me parece. De Sicilia, en todo caso. No tienen hijos. Es de buena familia y en el museo tiene buena reputación.
Brunetti no se molestó en preguntar a Vianello de dónde había sacado esta información. Ya no le sorprendía comprobar la cantidad de datos personales que el sargento había acumulado en sus años de servicio. De modo que se limitó a decir:
– Vea si puede averiguar algo más. Dónde trabajaba antes de venir a Venecia, por qué se fue, dónde estudió.
– ¿Va usted a interrogarlo, comisario?
Brunetti reflexionó.
– No. Si quienquiera que envió a esos hombres quería intimidarla, prefiero que piense que lo ha conseguido. Pero quiero saber todo lo que pueda averiguarse de él. Y también todo lo que haya sobre esos hombres de Mestre.
– Sí, señor -dijo Vianello volviendo a escribir-. ¿Le preguntó si tenían acento?
Brunetti ya lo había pensado, pero su conversación con Brett fue muy breve para entrar en detalles. De todos modos, ella conocía el italiano a la perfección, por lo que quizá pudo identificar el acento y deducir de qué parte del país eran.
– Mañana se lo preguntaré.
– Mientras tanto, veré qué hay sobre gorilas de Mestre -dijo Vianello. Con un gruñido, se puso en pie y salió del despacho.
Brunetti echó la silla hacia atrás, abrió el cajón de abajo de la mesa con la puntera del zapato y apoyó en él los pies cruzados. Haciendo bascular la silla sobre las patas de atrás cruzó los dedos en la nuca y se volvió a mirar por la ventana. Desde este ángulo, no era visible la fachada de San Lorenzo, pero se veía un trozo de cielo invernal y nublado de una monotonía propicia a la reflexión.
Ella había hablado de las cerámicas de la exposición, y ésta sólo podía ser la exposición que ella había ayudado a organizar cuatro o cinco años antes, la primera vez que el público occidental había podido contemplar las maravillas que se estaban excavando en China. Por cierto, él la creía todavía en China.
Le sorprendió ver su nombre en el parte de la policía aquella mañana y le horrorizó encontrarla en el hospital en aquel estado. ¿Cuánto hacía que había vuelto? ¿Cuánto pensaba quedarse? ¿Y qué la había traído a Venecia? Flavia Petrelli podría responder a algunas de estas preguntas; quizá la propia Flavia fuera la respuesta a una de ellas. Pero estas preguntas podían esperar; por el momento, estaba más interesado en el dottor Semenzato.
Dejó caer la silla hacia adelante con un golpe seco, alargó la mano hacia el teléfono y marcó un número de memoria.
– Pronto -contestó una voz grave y familiar.
– Ciao, Lele -saludó Brunetti-. ¿Cómo no has salido a pintar?
– Ciao, Guido, come stai? -Sin esperar la respuesta, dijo-: Hoy no hay suficiente luz. Esta mañana he ido al Zattere y he vuelto sin hacer nada. Es una luz mate, muerta. Así que he venido a casa a preparar el almuerzo para Claudia.
– ¿Cómo está?
– Bien, muy bien. ¿Y Paola?
– Perfectamente, lo mismo que los niños. Oye, Lele, ¿tienes un rato libre esta tarde? Me gustaría hablar contigo.
– Hablar hablar o hablar de policía.
– Hablar de policía, me temo. O así lo creo.
– Estaré en la galería desde las tres hasta eso de las cinco, pásate por allí, si quieres. -Brunetti oyó un siseo de fondo y luego-: Puttana Eva. Guido -dijo Lele-, tengo que colgar. Se está saliendo la pasta. -Brunetti casi no tuvo tiempo de despedirse antes de que se cortara la comunicación.
Si alguien sabía algo acerca de Semenzato, ése tenía que ser Lele. Gabriele Cossato, pintor, anticuario y amante de la belleza, era parte tan intrínseca de Venecia como los cuatro moros plasmados en eterna confabulación a la derecha de la basílica de San Marcos. Que Brunetti recordara, Lele había existido siempre, y Lele siempre había pintado. Cuando Brunetti evocaba su niñez, allí estaba Lele, amigo de su padre, y las historias que se contaban de Lele, incluso a él, porque siendo chico se suponía que tenía que comprender estas cosas, historias de Lele y sus mujeres, la inacabable serie de donne, signore, ragazze con las que el pintor se presentaba a la mesa de los Brunetti. Aquellas mujeres ya habían pasado a la historia hacía muchos años, se las había borrado del recuerdo el amor a su esposa, pero su pasión por la belleza de la ciudad subsistía, lo mismo que su íntima familiaridad con el mundo del arte y todo lo que a éste se refería: anticuarios, marchantes, museos y galerías.
Brunetti decidió almorzar en casa y desde allí ir directamente a ver a Lele. Pero entonces recordó que era martes y que, por consiguiente, Paola almorzaría con los miembros de su departamento de la universidad y, por consiguiente, los niños estarían en casa de los abuelos, lo que significaba que él tendría que prepararse el almuerzo y comerlo solo. Para evitarlo, fue a una trattoria cercana y durante toda la comida estuvo tratando de adivinar qué podía haber en una entrevista entre una arqueóloga y un director de museo que fuera tan importante como para que alguien quisiera impedirla por medios tan violentos.
Poco después de las tres, cruzó el puente de Accademia y cortó por la izquierda hacia campo San Vio y, más allá, la galería de Lele. Cuando llegó Brunetti, el pintor estaba encaramado a una escalera de mano, con una linterna en una mano y unas pinzas eléctricas en la otra, revolviendo en lo que parecía una masa de espagueti y eran cables eléctricos alojados detrás de un panel de madera, encima de la puerta que conducía al almacén. Brunetti estaba tan acostumbrado a ver a Lele con sus trajes de rayitas estilo diplomático, que ni en lo alto de una escalera le pareció una figura incongruente. Lele, mirándolo desde las alturas, saludó:
– Ciao, Guido. Un minuto, mientras empalmo esto. -Dejó la linterna en lo alto de la escalera, peló el plástico de un cable que retorció alrededor de otro cable, sacó un grueso rollo de cinta negra del bolsillo de atrás y envolvió con ella ambos cables. Con un extremo de las pinzas empujó el cable introduciéndolo entre los otros que discurrían en paralelo a él. Entonces dijo a Brunetti-: Guido, ve al almacén y da la corriente.
Brunetti, obediente, entró en el gran almacén de la derecha y se quedó un momento en la puerta, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad del interior.
– A la izquierda -gritó Lele.
Allí, en la pared, estaba el gran cuadro eléctrico. Brunetti bajó la palanca del interruptor principal y el almacén se inundó de luz. Volvió a esperar, ahora para que sus ojos se habituaran a la claridad, y salió a la sala principal de la galería.
Lele ya había bajado de la escalera y el panel estaba cerrado.
– Sujeta la puerta -dijo, yendo hacia Brunetti con la escalera. La dejó en el almacén y salió sacudiéndose el polvo de las manos.