– Pantegana -explicó, dando el nombre de la rata en veneciano que, si bien designaba claramente al animal (rata), lo hacía en cierto modo más amigable y doméstico-. Se comen la cubierta de los cables.
– ¿Por qué no les pones veneno?
– Bah -resopló Lele-. Les gusta más el veneno que el plástico. Las engorda. Ya no puedo tener cuadros en el almacén. Se comen la tela. O la madera.
Brunetti miró automáticamente las pinturas colgadas en la galería, vívidas escenas de la ciudad, llenas de luz y de la energía de Lele.
– No; ésos están seguros. Demasiado altos. Pero a veces pienso que un día al llegar me encontraré con que las muy cerdas han traído la escalera y se los han comido todos. -A pesar de que Lele se reía al decirlo era evidente que estaba preocupado. Dejó las pinzas y la cinta en un cajón y se volvió hacia Brunetti-: Bueno, ¿hablamos ya de esas cosas que quizá sean cosas de policías?
– Semenzato, el director del museo y la exposición que se celebró hace años -explicó Brunetti.
Lele se dio por enterado con un gruñido y cruzó la sala hasta situarse debajo de un candelabro de hierro forjado clavado en la pared. Levantó la mano y dobló ligeramente hacia la izquierda uno de los extremos en forma de hoja, dio un paso atrás para ver el efecto y se inclinó hacia adelante para doblarlo un poco más. Ya satisfecho, volvió junto a Brunetti.
– Semenzato lleva en el museo unos ocho años y ha conseguido organizar varias exposiciones internacionales. Eso significa que tiene buenas relaciones con los museos de distintos países, o con sus directores, que conoce a mucha gente en muchos sitios.
– ¿Algo más? -preguntó Brunetti con voz neutra.
– Es un buen administrador. Ha contratado y traído a Venecia a excelentes elementos. Prácticamente robó dos restauradores a Courtauld y ha cambiado el sistema de dar publicidad a las exposiciones.
– Sí, eso ya lo he notado. -A veces, a Brunetti le parecía que Venecia había sido convertida en una prostituta a la que se obligaba a elegir entre distintos clientes: primeramente, se dio a la ciudad la imagen de un pendiente de cristal fenicio, cartel que fue reproducido mil veces y que al poco era sustituido por un retrato del Tiziano que, a su vez, cedió el puesto a Andy Warhol, desbancado éste por un ciervo de plata celta. Y era que los museos cubrían con sus carteles todas las superficies disponibles de la ciudad disputándose la atención y el dinero de los turistas. Brunetti se preguntaba qué vendría después, ¿camisetas de Leonardo? No; ésas ya las tenían en Florencia. Había visto suficientes carteles anunciadores de exposiciones de arte como para que el empacho le durase toda una vida.
– ¿Lo conoces? -preguntó Brunetti, pensando que quizá ésta fuera la razón de la insólita objetividad de Lele.
– Nos habremos visto unas cuantas veces.
– ¿Dónde?
– El museo me ha consultado de vez en cuando sobre la autenticidad de piezas de mayólica que les ofrecían.
– ¿Y entonces lo has visto?
– Sí.
– ¿Qué opinión personal tienes de él?
– Me pareció un hombre agradable y competente.
Brunetti ya se había cansado.
– Venga, Lele, esto es extraoficial. Soy yo, Guido, quien pregunta, no el comisario Brunetti. Quiero saber qué piensas de él.
Lele contempló la superficie del escritorio que tenía al lado, retiró un jarro de cerámica unos milímetros a la izquierda, levantó la mirada hacia Brunetti y dijo:
– Creo que sus ojos están en venta.
– ¿Cómo? -preguntó Brunetti, sin entender nada.
– Lo mismo que Berenson. Mira, cuando te conviertes en un especialista en algo, la gente viene a preguntarte si una pieza es o no es auténtica. Y como te has pasado años o quizá toda la vida estudiando la obra de un pintor o de un escultor, si tú dices que una pieza es auténtica, te creen. O que no lo es.
Brunetti asintió. Italia estaba llena de especialistas; algunos de ellos hasta sabían de lo que hablaban.
– ¿Y qué tiene que ver Berenson?
– Parece ser que se vendió. Los galeristas y los coleccionistas particulares le consultaban acerca de la autenticidad de determinadas piezas y a veces las piezas que él había dado por buenas resultaban falsas. -Brunetti fue a preguntar algo, pero Lele lo atajó con un ademán-. No; no hay ni siquiera que preguntar si podía tratarse de errores cometidos de buena fe. Hay pruebas de que cobraba, de que se beneficiaba, sobre todo, de Duveen. Duveen tenía clientes norteamericanos ricos, ya sabes a qué clase de compradores me refiero, personas que no se molestan en documentarse y probablemente ni siquiera tienen gran afición al arte, pero les gusta poseer objetos. Así que Duveen conjugaba la vanidad y el dinero de unos con la reputación de entendido del otro y todos quedaban contentos: los americanos, con unos cuadros de autenticidad presuntamente garantizada; Duveen, con el beneficio de las ventas, y Berenson, con la fama y la comisión.
Brunetti tardó un momento en preguntar:
– ¿Y Semenzato hace eso?
– No estoy seguro. Pero de las cuatro piezas que me trajeron para que les echara una mirada, dos eran imitaciones. -Se quedó pensativo y agregó, a regañadientes-: Eran buenas imitaciones, pero imitaciones.
– ¿Cómo lo supiste?
Lele miró a Brunetti como si éste le hubiera preguntado cómo sabía que una determinada flor era una rosa y no un lirio.
– Mirándolas -dijo simplemente.
– ¿Les convenciste?
Lele sopesó si debía ofenderse por la pregunta o no, pero luego recordó que, al fin y al cabo, Brunetti no era más que un policía.
– Los conservadores decidieron no adquirir las piezas.
– ¿Quién había propuesto la compra? -Pero Brunetti ya conocía la respuesta.
– Semenzato.
– ¿Y quién las vendía?
– Eso no llegamos a saberlo. Semenzato dijo que se trataba de una venta de un particular, que se había dirigido a él un comerciante particular que quería vender las piezas, dos platos supuestamente florentinos del siglo XIV y dos venecianos. Éstos eran auténticos.
– ¿Todos de la misma procedencia?
– Creo que sí.
– ¿Podían ser robados?
Lele reflexionó antes de contestar.
– Quizá. Pero de unas piezas tan importantes, si son auténticas, la gente tiene información. Existe un registro de ventas, y los conocedores de la mayólica suelen estar al corriente de quién posee las mejores piezas y cuándo se venden. Pero no era éste el caso de las piezas florentinas. Eran falsas.
– ¿Cómo reaccionó Semenzato cuando se lo dijiste?
– Oh, dijo que se alegraba mucho de que yo lo hubiera descubierto y evitado que el museo hiciera una adquisición embarazosa. Éstas fueron sus palabras, «una adquisición embarazosa», como si el marchante tuviera perfecto derecho a tratar de vender falsificaciones.
– ¿A él le dijiste eso? -preguntó Brunetti.
Lele se encogió de hombros, un gesto que era compendio de siglos, quizá milenios, de supervivencia.
– No me dio la impresión de que él deseara oír tal cosa.
– ¿Y qué pasó?
– Dijo que devolvería esas dos piezas al marchante y le diría que el museo no estaba interesado en su adquisición.
– ¿Y las otras?
– El museo las compró.
– ¿Al mismo marchante?
– Creo que sí.
– ¿Preguntaste quién era?
Esta pregunta valió a Brunetti otra de aquellas miradas.
– Esas cosas no se preguntan -explicó Lele.
Brunetti conocía a Lele de toda la vida, por lo que preguntó:
– ¿Te dijeron los conservadores quién era?
Lele se rió con franco regocijo, al ver dinamitada de modo tan fulminante su pose de escrupulosa discreción.
– Pregunté a uno de ellos, pero no tenían ni idea. Semenzato no mencionó el nombre.
– ¿Cómo sabía él que el marchante no trataría de vender los platos falsos a otro museo o a un coleccionista particular?