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Cien metros más allá, después de la iglesia de los Gesuati, Brunetti empujó una puerta vidriera y entró en el ambiente cálido y acogedor de Nico's bar. Golpeó varias veces el suelo con los pies, se desabrochó la chaqueta y se acercó al mostrador. Pidió un grog y observó cómo el camarero sostenía un vaso debajo de la espita de la cafetera, extraía un chorro de vapor que enseguida se condensó en agua hirviendo, le agregaba ron, una rodaja de limón y una buena dosis de una determinada botella y se lo ponía delante. Brunetti echó en el vaso tres terrones de azúcar, y encontró su salvación. Removió el brebaje lentamente, reconfortado por el aromático vapor que despedía. Como ocurre con la mayoría de las bebidas, el grog olía mejor que sabía, pero Brunetti ya estaba acostumbrado y el hecho había dejado de decepcionarle.

La puerta volvió a abrirse y un soplo de viento helado empujó al interior del local a dos muchachas. Llevaban parka forrada y ribeteada de piel que enmarcaba sus caras encendidas por el frío, gruesas botas y guantes y pantalón de lana. Por el aspecto, debían de ser norteamericanas, o quizá alemanas, ya que, si eran lo bastante ricas, podías confundirlas.

– Oh, Kimberly, ¿estás segura de que es aquí? -preguntó la primera en inglés, recorriendo el local con ojos esmeralda.

– Lo dice la guía, Alison. Nico's es famoso. -Lo pronunciaba de modo que rimara con sicko, * palabra que Brunetti había aprendido durante la última convención de la Interpol-. Es famoso por el gelato.

Brunetti tardó un momento en prever lo que podía ocurrir ahora. En cuanto lo advirtió, tomó un rápido sorbo del grog, que le escaldó la lengua. Pacientemente, empezó a agitar vigorosamente la bebida con la cucharilla, haciéndola saltar contra la pared del vaso, con la esperanza de que así se enfriara antes.

– Ah, me parece que ya sé dónde está. En esas cosas con tapadera redonda -dijo la primera, acercándose a Brunetti y mirando por encima del mostrador hacia el lugar en el que se encontraban las existencias del famoso gelato de Nico's, muy limitadas por imperativo de la estación, en las cosas que tenían tapadera redonda-. ¿De qué lo quieres?

– ¿Te parece que tendrán bayas del páramo?

– No; en Italia, no creo.

– Supongo que no. Me parece que valdrá más ir a lo básico.

El camarero se acercó con una amplia sonrisa dedicada a tanta belleza y esplendorosa salud, para no hablar del coraje.

– ¿Si? -preguntó afablemente.

– ¿Tiene gelato? -preguntó una de las muchachas, pronunciando la última palabra en voz alta y firme, aunque defectuosamente.

El camarero que, al parecer, estaba acostumbrado al proceso, extendió rápidamente un brazo hacia atrás y, sin volverse, extrajo dos cucuruchos de una alta columna que tenía en el mostrador.

– ¿Qué sabor? -preguntó en un inglés aceptable.

– ¿Qué sabores tiene?

– Vaniglia, cioccolato, fragola, fior di latte e tiramisù.

Las muchachas se miraron desconcertadas.

– Creo que vale más ir a lo básico, ¿no? -dijo una. Brunetti ya no podía distinguirlas, por la monotonía de sus voces nasales.

– Sí, vale más.

La primera dijo al camarero:

– Due vanilla y chocolatto, por favor.

Al momento, estuvo cumplido el encargo y los cucuruchos cambiaron de mano. Brunetti buscó consuelo en un largo sorbo de grog, manteniendo el vaso semilleno debajo de la nariz después del trago.

Las muchachas tenían que quitarse los guantes para sujetar el cucurucho, y una sostuvo los dos helados mientras la otra sacaba del bolsillo las cuatro mil liras. El barman les dio servilletas, quizá con intención de inducirlas a permanecer dentro del local mientras se comían el helado, pero las muchachas no se amilanaban. Tomaron las servilletas, envolvieron cuidadosamente con ellas la base del cucurucho, empujaron la puerta y desaparecieron en el crepúsculo. Llenó el bar el lúgubre retumbar del choque de otra embarcación contra el muelle.

El barman miró a Brunetti. Brunetti miró al barman. No dijeron palabra. Brunetti terminó el grog, pagó y se fue.

Ya era de noche, y a Brunetti le urgía verse en casa, a resguardo del frío y del viento que seguía azotando el muelle. Cruzó por delante del consulado francés y cortó por el hospital Giustiniani, vertedero de ancianos, camino de su casa. Como andaba deprisa, no tardó más de diez minutos en llegar. El portal olía a humedad, pero la acera aún estaba seca. Las sirenas que anunciaban acqua alta habían sonado a las tres de la madrugada, despertándolos a todos, pero la marea había bajado antes de que el agua se filtrara por las grietas del pavimento. Faltaban sólo unos días para la luna llena y en el Norte, por Friuli, había llovido mucho, de modo que era probable que aquella noche se produjera la primera gran inundación del año.

En lo alto de la escalera, dentro de casa, encontró lo que buscaba: calor, el aroma de una mandarina recién pelada y la certeza de que Paola y los niños ya estaban allí. Colgó el abrigo del perchero al lado de la puerta y entró en la sala. Allí vio a Chiara, de codos en la mesa, sosteniendo un libro abierto con una mano y metiéndose gajos de mandarina en la boca con la otra. Cuando él entró, la niña lo miró, sonrió ampliamente y le tendió un gajo de mandarina.

– Ciao, papà.

Él cruzó la habitación, notando con gusto el calor y percibiendo de pronto lo fríos que tenía los pies. Se acercó a la mesa agachándose lo suficiente para que su hija le metiera un gajo de mandarina en la boca. Luego otro, y otro. Mientras él masticaba, ella se terminó el resto de la fruta que tenía en un plato a su lado.

– Papá, tú sostienes la cerilla -dijo ella extendiendo el brazo hacia una carterita de fósforos que estaba encima de la mesa y dándosela. Él, obediente, arrancó un fósforo, lo encendió y lo acercó a Chiara, que eligió un trozo de piel de mandarina del montón que tenía a su lado y lo dobló junto a la llama proyectando una nubecita de aceite que chisporroteó con destellos de colores-. Che bella -dijo abriendo mucho los ojos con una admiración que, por muchas veces que repitieran la operación, no disminuía.

– ¿Queda alguna? -preguntó él.

– No, papá, era la última. -Él se encogió de hombros, pero no sin que una expresión de disgusto le asomara a la cara-. Siento habérmelas comido todas, papá. Pero hay naranjas. ¿Te pelo una?

– No, tesoro, no importa. Esperaré hasta la hora de cenar. -Ladeó el cuerpo hacia la derecha, tratando de ver la cocina-. ¿Dónde está la mamma?