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– Una fisura en la mandíbula, varias costillas rotas y contusiones.

– Si te parece poco, me asusta pensar lo que tú considerarías grave -dijo Paola y preguntó-: ¿Quién lo ha hecho? ¿Por qué?

– Quizá por algo relacionado con el museo, pero también podría ser por lo que mis colegas norteamericanos se empeñan en llamar su «estilo de vida».

– ¿Te refieres al hecho de que sea lesbiana?

– Sí.

– Pero eso es demencial.

– De acuerdo. Pero real.

– ¿Ya ha llegado aquí? -La pregunta era puramente retórica-. Creí que esas cosas sólo pasaban en Norteamérica.

– Progresamos, cariño.

– ¿Qué te hace pensar que sea ésa la razón?

– Me ha dicho que esos hombres conocían su relación con la signora Petrelli.

Paola nunca perdía ocasión de generalizar:

– Antes de que se fuera a China hace años, te hubiera costado trabajo encontrar en todo Venecia a una sola persona que no estuviera enterada de eso.

Brunetti, más cauto, protestó:

– Eso es una exageración.

– Quizá. Pero la gente hablaba -insistió Paola.

Brunetti, después de contradecir a su esposa una vez, juzgó más prudente callar. Además, el hambre iba en aumento, y quería su cena.

– ¿Por qué no han dicho nada los periódicos? -preguntó ella bruscamente.

– Ocurrió el domingo. Yo no me había enterado hasta esta mañana y aún porque alguien vio su nombre en el informe. Lo habían pasado a la rama uniformada y se trataba como un caso de rutina.

– ¿Rutina? -repitió ella con asombro-. Guido, aquí no pasan esas cosas.

Brunetti optó por no volver a hablar de progreso, y Paola, al comprender que no iba a darle más explicaciones, volvió a mirar los papeles de la mesa.

– No puedo perder más tiempo buscando eso. Tendré que pensar en otra cosa.

– ¿Por qué no mientes? -sugirió Brunetti con desenfado.

Paola levantó la cabeza con un movimiento brusco para mirar a su marido:

– ¿Qué quieres decir?

A él le parecía evidente.

– Piensa en un libro en el que pudiera estar y diles que está ahí.

– ¿Y si han leído el libro?

– También escribió un montón de cartas, ¿no? -A Brunetti esto le constaba, ya que las cartas habían ido con ellos a París dos años antes.

– ¿Y si me preguntan qué carta?

Él no se dignó responder a pregunta tan estúpida.

– A Edith Wharton, el 26 de julio de 1906 -dijo ella de inmediato, y Brunetti reconoció en su voz aquella nota de absoluta certeza en que ella se apoyaba para proferir sus invenciones más descabelladas.

– A mí me suena bien -sonrió él.

– A mí también. -Paola cerró el último de los libros, miró el reloj y luego a Guido.

– Casi las siete. Hoy Gianni tenía unas chuletas de cordero muy hermosas. Ven conmigo a la cocina y te tomas un vaso de vino mientras las aso.

Brunetti recordó entonces que Dante había castigado a los malos consejeros rodeándolos de grandes lenguas de fuego en las que debían arder por toda la eternidad. Pero no había hablado de chuletas de cordero.

7

Cuando, al día siguiente, apareció por fin la noticia, estaba encabezada por el titular: «Intento de robo en Canareggio» y hacía el relato escueto de los hechos. Se decía de Brett que era una especialista en arte chino que había regresado a Venecia para solicitar del Gobierno italiano una subvención para las excavaciones de Xian, donde coordinaba el trabajo de arqueólogos chinos y occidentales. Seguía una breve descripción de los dos presuntos ladrones que habían fracasado en su propósito, a causa de la fortuita presencia en el apartamento de la dottoressa Lynch de una «amica» no identificada. Al leer esta explicación, Brunetti se preguntó cuál sería la identidad del «amico» que había omitido el nombre de Flavia. Podía ser cualquiera, desde el alcalde de Venecia hasta el director de La Scala, deseoso de proteger a su prima donna de una publicidad potencialmente perjudicial.

Al llegar a la questura, el comisario, camino de su despacho, pasó por el de la signorina Elettra. Hoy las fresias habían sido sustituidas por un ramo de luminosas calas. La joven levantó la cabeza cuando él entró y, sin preocuparse de darle los buenos días, informó:

– El sargento Vianello me ha pedido que le diga que en Mestre no hay nada. Que ha hablado con varias personas y que ninguna sabe nada del ataque. Por otra parte -agregó mirando un papel que tenía encima de la mesa-, en ninguno de los hospitales de la zona han atendido a nadie de un corte en el brazo. -Antes de que él pudiera preguntar, terminó-: Y nada de Roma, todavía, acerca de las huellas dactilares.

Por consiguiente, a falta de pistas, Brunetti consideró llegado el momento de ver qué más podía averiguar de Semenzato.

– Usted había trabajado en la Banca d'Italia, ¿verdad, signorina?

– Sí, señor.

– ¿Conserva amistades allí?

– Y también en otros bancos. -La signorina Elettra no pecaba de modesta.

– ¿Cree que podría tejer con su ordenador una fina red para ver qué puede encontrar acerca de Francesco Semenzato? Cuentas bancarias, valores, inversiones de cualquier tipo…

La respuesta fue una sonrisa cómplice tan amplia que hizo preguntarse a Brunetti a qué velocidad debían de viajar las noticias en la questura.

– Nada más fácil, dottore. ¿Y quiere que me informe también sobre la esposa? Tengo entendido que es siciliana.

– Sí; también sobre la esposa.

Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó:

– En el banco tienen dificultades con las líneas telefónicas, por lo que quizá no pueda saber algo hasta mañana por la tarde.

– ¿Puede usted revelar su fuente, signorina?

– Es alguien que tiene que esperar a que el jefe del sistema informático del banco se vaya a su casa -dijo ella únicamente.

– Está bien -respondió Brunetti, dándose por satisfecho con la explicación-. También me gustaría que llamara a la Interpol de Ginebra. Puede preguntar por…

Ella lo atajó, pero con una sonrisa.

– Ya tengo la dirección, comisario. Y me parece que ya sé por quién tengo que preguntar.

– ¿Heinegger? -preguntó Brunetti, dando el nombre del capitán que dirigía la oficina de investigaciones financieras.

– Eso es, Heinegger -dijo ella, dando la dirección y el número de fax.

– ¿Cómo ha podido informarse tan pronto, signorina? -preguntó Brunetti, francamente sorprendido.

– En mi anterior empleo tenía tratos con él -respondió ella con naturalidad.

Brunetti, a pesar de ser policía, prefirió no tratar de averiguar en aquel momento qué relación existía entre la Banca d'Italia y la Interpol.

– Así pues, ya sabe lo que tiene que hacer -fue todo lo que se le ocurrió decir.

– Tan pronto como llegue la respuesta de Heinegger se la subiré -dijo ella, volviendo a su ordenador.

– Sí, muchas gracias. Buenos días, signorina. -El comisario dio media vuelta y salió del despacho, pero no sin antes lanzar otra mirada a las flores, que se recortaban en el vano de la ventana abierta.

La lluvia de los últimos días había cesado, alejando la amenaza inmediata del acqua alta y dejando tras de sí unos cielos cristalinos, por lo que no había que contar con encontrar en casa a Lele, que estaría en cualquier sitio menos allí, pintando. Brunetti decidió ir al hospital para hablar con Brett, ya que no acababa de comprender las razones que la habían hecho regresar desde el otro lado del mundo.

Cuando entró en la habitación, su reacción inmediata fue pensar que la signorina Elettra había pasado por allí: masas de flores inundaban de color todas las superficies horizontales disponibles. Rosas, lirios, azucenas y orquídeas adornaban la habitación con su exquisita presencia, y la papelera rebosaba de los envoltorios de Fantin y Biancat, las dos floristerías en las que solían comprar los venecianos. Brunetti observó que también norteamericanos o, cuando menos, extranjeros, habían rendido su tributo floral, ya que a ningún italiano podía habérsele ocurrido enviar a una persona enferma o herida aquellos gigantescos ramos de crisantemos, flores que en Italia se ofrendan exclusivamente a los difuntos. Se sentía incómodo con tantos crisantemos en una habitación de hospital, pero trató de sobreponerse y desechar la sensación, que le parecía fruto de una burda superstición.