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Las dos mujeres estaban en la habitación, tal como él esperaba y deseaba; Brett, incorporada en la cama, que había sido levantada por la parte superior, con la cabeza entre dos almohadas, y Flavia, sentada en una silla a su lado. Esparcidos sobre la cama había varios bocetos de mujeres ataviadas con unos trajes largos y complicados. Todas llevaban una diadema que era una explosión solar de pedrería. Al entrar él, Brett levantó la mirada de los figurines y movió mínimamente los labios; la sonrisa estaba toda en los ojos. Flavia, al cabo de un momento, lo saludó a su vez, pero con más tibieza.

– Buenos días -dijo él, y miró los dibujos. La orla ondulada de dos de los vestidos les daba un aire oriental. Pero, en lugar de los dragones de rigor, las telas tenían dibujos abstractos de unos colores que contrastaban vivamente entre sí, pero no con disonancia sino con armonía.

– ¿Qué son? -inquirió él con curiosidad y mientras lo decía comprendió que hubiera debido empezar por preguntar a Brett cómo estaba.

– Bocetos para el nuevo Turandot de La Scala.

– ¿Así que lo cantará usted? -preguntó. A pesar de que la presentación de la ópera estaba anunciada para la temporada siguiente, hacía semanas que aparecían rumores en la prensa. La soprano cuyo nombre se había «insinuado» como «posible elección» -éstas eran las expresiones que se utilizaban en La Scala- había dicho que la posibilidad le parecía interesante y que la tomaba en consideración, lo que significaba que no tenía ni la menor intención de aceptar. Se habló después de la posibilidad de que se eligiera a Flavia Petrelli, que no tenía la ópera en su repertorio, y hacía sólo dos semanas ella había difundido un comunicado de prensa en el que declaraba que se negaba categóricamente a plantearse siquiera la posibilidad, lo cual equivalía a una aceptación todo lo formal que cabía esperar de una soprano.

– Debería usted saber que no hay que tratar de resolver los enigmas de Turandot-dijo Flavia con falso desenfade, dando a entender con ello que él había visto lo que no debía. Entonces se inclinó y recogió los bocetos. Rápidamente traducidos, ambos mensajes significaban que él no debía decir nada de aquello.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Brunetti a Brett finalmente.

Aunque ya no tenía los maxilares unidos, Brett sonreía de un modo mecánico, abriendo mucho los labios y doblando las comisuras hacia arriba, como idiotizada.

– Mejor. Un día más, y a casa.

– Dos días -rectificó Flavia.

– Un día o dos -admitió Brett. Al verlo todavía con el abrigo, dijo-: Perdone. Siéntese. -Señalaba una silla que estaba detrás de Flavia. Él la acercó a la cama, dobló el abrigo sobre el respaldo y se sentó.

– ¿Podríamos hablar de lo que ocurrió? -dijo él, abarcando a ambas mujeres con la pregunta.

Brett preguntó con extrañeza:

– Pero, ¿no habíamos hablado ya de ello?

Brunetti asintió y preguntó:

– ¿Qué le dijeron? Exactamente. ¿Puede recordarlo?

– ¿Exactamente? -repitió ella, desconcertada.

– ¿Hablaron lo suficiente como para permitirle deducir de dónde eran? -insistió Brunetti.

– Comprendo -dijo Brett. Cerró los ojos y regresó momentáneamente al recibidor del apartamento, evocó a los hombres, sus caras y sus voces-. Sicilianos. Por lo menos, el que me pegó. Del otro no estoy tan segura. Habló muy poco. -Miró a Brunetti-. ¿Es importante?

– Podría ayudarnos a identificarlos.

– Así lo espero -terció Flavia sin dejar entrever si sus palabras traducían un reproche o un deseo.

– ¿Reconocieron alguna de las fotos? -preguntó Brunetti, aunque estaba seguro de que, de ser así, el agente que les había mostrado las fotos de los hombres que correspondían a las descripciones que ellas habían hecho, se lo hubiera notificado.

Flavia movió la cabeza negativamente y Brett dijo:

– No.

– Dijo que le advirtieron que no acudiera a una cita con el doctor Semenzato. Luego usted habló de cerámicas de la exposición de China. ¿Se refería a la que se celebró en el palazzo Ducal?

– Sí.

– Recuerdo -dijo Brunetti-. La organizó usted, ¿verdad?

Ella, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza afirmativamente, y tuvo que apoyarla en las almohadas y esperar a que la habitación dejara de dar vueltas antes de responder:

– Algunas de las piezas procedían de nuestro yacimiento de Xian. Los chinos me designaron para que actuara de enlace. Conozco a bastante gente. -A pesar de que le habían quitado los alambres, movía la mandíbula con precaución; acompañaba sus palabras un zumbido sordo que le resonaba en los oídos.

Flavia se puso a hablar por ella, explicando:

– La exposición se presentó primero en Nueva York y de allí pasó a Londres. Brett fue a Nueva York para la inauguración y volvió para la clausura. Tenía que disponer el transporte a Londres. Pero antes de la inauguración en Londres la llamaron de China porque había ocurrido algo en la excavación. -Miró a Brett y preguntó-: ¿Qué pasó, cara?

– El tesoro.

Al parecer, esto bastó para refrescar la memoria a Flavia.

– Habían despejado el pasadizo de la cámara funeraria, y llamaron a Brett a Londres y le dijeron que debía volver para supervisar la excavación de la tumba.

– ¿Quién se encargó de montar la exposición aquí, en Venecia?

Esta vez contestó Brett.

– Me encargaba yo, regresé de China tres días antes de que se clausurara en Londres. Y viajé hasta Venecia con las piezas. -Cerró los ojos, y Brunetti pensó que estaba fatigada de tanto hablar, pero los abrió enseguida y prosiguió-: Me marché antes de que la exposición se clausurara, y ellos se encargaron de enviar las piezas a China.

– ¿Ellos? -preguntó Brunetti.

Brett miró a Flavia antes de contestar:

– Estaban aquí el dottor Semenzato y mi ayudante, que vino de China para desmontar la exposición y enviarlo todo de vuelta.

– ¿Usted no estaba?

Ella volvió a mirar a Flavia antes de responder:

– No; no pude venir. No había vuelto a ver las piezas hasta este invierno.

– ¿Cuatro años después? -preguntó Brunetti.

– Sí -respondió ella, y agitó una mano como si el ademán hubiera de ayudarla a explicarlo-. Durante el viaje de regreso, el cargamento quedó retenido. Y otra vez al llegar a Pekín. Culpa del papeleo. Fue a parar a un almacén de aduanas de Shanghai y allí estuvo dos años. Las piezas de Xian no llegaron hasta hace dos meses. -Brunetti observó cómo elegía las palabras cuidadosamente para explicarlo-: Pero no eran las mismas. Eran copias. No el soldado ni la cota de malla de jade, que eran los originales, sino las cerámicas. Me di cuenta pero no podía demostrarlo hasta que hiciera las pruebas, y en China no disponía de los medios necesarios.

Brunetti, por la mirada ofendida que le había lanzado Lele, sabía que no debía preguntar cómo había descubierto ella que las piezas eran falsas. Lo sabía, sencillamente. Ya que no podía preguntar el cómo, preguntaría, por lo menos, el cuánto.