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– ¿Cuántas eran las piezas falsas?

– Tres. Quizá cuatro o cinco. Sólo del yacimiento de Xian, donde yo estoy.

– ¿Y las otras piezas de la exposición?

– No lo sé. Ésa no es pregunta que pueda hacerse en China.

Flavia seguía la conversación mirando a uno y otro mientras hablaban, sin mostrar sorpresa, de lo que se deducía que ya estaba enterada.

– ¿Qué ha hecho usted? -preguntó Brunetti.

– Hasta ahora, nada.

Brunetti se dijo que, puesto que la conversación tenía lugar en un hospital y ella le hablaba con los labios tumefactos, tal respuesta no podía ser del todo exacta.

– ¿A quién se lo ha dicho?

– Sólo a Semenzato. Le escribí desde China hace tres meses que varias de las piezas recibidas eran falsas. Le dije que quería hablar con él.

– ¿Y él qué respondió?

– Nada. No contestó mi carta. Esperé tres semanas y traté de llamar por teléfono, pero no es fácil, desde China. Así que vine para hablar con él.

¿Así, sin más? ¿Como no puedes comunicar por teléfono, te subes a un avión y atraviesas medio mundo para hablar con una persona?

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:

– Se trata de mi reputación. Soy responsable de esas piezas.

Aquí intervino Flavia.

– Esas piezas pueden haber sido sustituidas en China. No tiene por qué haber ocurrido aquí. Y no se te puede hacer responsable de lo que ocurriera cuando llegaron allí. -Había animadversión en la voz de Flavia, y a Brunetti le pareció interesante que se mostrara celosa nada menos que de un país.

Su tono no pasó inadvertido a Brett, que respondió ásperamente.

– No importa dónde ocurriera; lo que importa es que ocurrió.

Para crear una distracción y recordando lo que Lele había dicho sobre lo que es «saber» si una cosa es falsa o auténtica, Brunetti, el policía, preguntó:

– ¿Tiene pruebas?

– Sí -empezó Brett, con la voz más ronca que cuando él había llegado.

Flavia, al oírla, interrumpió la conversación volviéndose hacia Brunetti.

– Creo que ya es suficiente, dottor Brunetti.

Él miró a Brett y tuvo que darle la razón. Los hematomas de la cara parecían ahora más oscuros y ella estaba más postrada que cuando él había entrado. Brett le sonrió y cerró los ojos.

Él no insistió.

– Lo siento, signora -dijo a Flavia-. De todos modos, esto no puede esperar.

– Por lo menos, hasta que esté otra vez en casa -dijo Flavia.

Él miró a Brett, buscando su opinión, pero ella dormía, con la cabeza ladeada y la boca abierta.

– ¿Mañana?

Flavia parecía reacia pero al fin accedió:

– Sí.

Él se levantó y tomó el abrigo del respaldo de la silla. Flavia fue con él hasta la puerta.

– No está preocupada sólo por su reputación, ¿sabe? -dijo-. Yo no lo entiendo, pero para ella es muy importante que esas piezas vuelvan a China -terminó moviendo la cabeza con evidente perplejidad.

Siendo Flavia Petrelli una de las mejores cantantes e intérpretes dramáticas del momento, Brunetti sabía que era imposible adivinar cuándo hablaba la actriz y cuándo, la mujer. Suponiendo que ahora era sincera, respondió:

– Lo sé. Y es una de las razones por las que quiero aclarar esto.

– ¿Y las otras razones? -preguntó ella con suspicacia.

– No trabajaría mejor si lo hiciera por motivos personales, signora -dijo él, poniendo fin con estas palabras a la breve tregua que ambos habían mantenido. Se puso el abrigo y salió de la habitación. Flavia se quedó quieta, mirando a Brett, luego volvió junto a la cama, se sentó en su silla y otra vez se puso a mirar los bocetos.

8

Al salir del hospital, Brunetti vio que el cielo se había cubierto y había entrado en la ciudad un fuerte viento del Sur. Se notaba en el aire una humedad que presagiaba lluvia, lo que significaba que quizá aquella noche los despertara el bramido estridente de las sirenas. Él aborrecía el acqua alta con todo el encono de los venecianos, y ya se indignaba al pensar en los turistas que se apiñarían en las pasarelas boquiabiertos, riendo, señalando, haciendo fotos y cortando el paso a la gente que tenía que ir a trabajar o hacer la compra y no deseaba sino verse otra vez cuanto antes en sitio seco, lejos del trastorno, la suciedad y la irritación general que las aguas imparables traían a la ciudad. Él calculaba que, en su recorrido habitual, sólo encontraría agua al cruzar el campo San Bartolomeo, al pie del puente de Rialto. Afortunadamente, la zona que rodeaba la questura estaba relativamente alta y no la afectaban sino las peores inundaciones.

Brunetti se subió el cuello del abrigo y agachó la cabeza sintiendo el empujón del viento en la espalda; ahora le pesaba no haberse puesto un pañuelo al cuello aquella mañana. Cuando cruzaba por detrás de la estatua de Colleoni, a sus pies se estrellaron en el pavimento los primeros goterones. La única ventaja del viento era que hacía que la lluvia cayera muy en diagonal, con lo que un lado de la estrecha calle quedaba protegida por los aleros de las casas. Los que habían sido más precavidos que él llevaban paraguas y caminaban bien protegidos, sin preocuparse de los viandantes menos afortunados que tenían que desviarse o agacharse para sortearlos.

Brunetti llegó a la questura con los hombros del abrigo calados y los zapatos empapados. En su despacho, se quitó el abrigo y lo puso en una percha que colgó de la barra de la cortina, encima del radiador. Quien mirara la ventana desde el otro lado del canal quizá creyera ver a un hombre que se había ahorcado en su despacho. Si el observador trabajaba en la questura, su primer impulso sería contar los pisos, para ver si aquélla era la ventana de Patta.

Encima de la mesa, Brunetti encontró una única hoja de papel, un informe de la Interpol de Ginebra que decía que no tenían ficha ni información acerca de Francesco Semenzato. Debajo del texto pulcramente mecanografiado había unas palabras manuscritas: «Circulan rumores, nada concreto. Preguntaré por ahí.» Y al pie, un garabato en el que reconoció la firma de Piet Heinegger.

A media tarde sonó el teléfono. Era Lele, que decía que había podido hablar con varios amigos, incluido el de Birmania. Ninguno se había mostrado dispuesto a decir algo concreto de Semenzato, pero Lele había deducido que existía la impresión de que el director del museo estaba involucrado en el negocio de antigüedades. No en calidad de comprador sino de vendedor. Uno de sus informantes tenía entendido que Semenzato había invertido en una tienda de antigüedades, pero no sabía más, ignoraba dónde estaba y quién pudiera ser el propietario oficial.

– Eso apunta a un conflicto de intereses -dijo Brunetti-. Comprar objetos al socio con dinero del museo.

– No sería el único -musitó Lele, pero Brunetti prefirió no darse por enterado del comentario-. Y otra cosa -agregó el pintor.

– ¿Qué?

– Cuando hablé de un robo de obras de arte, uno me dijo que había oído hablar de un coleccionista muy importante de Venecia.

– ¿Semenzato?

– No -respondió Lele-. No lo pregunté, pero como es sabido que me intereso por él estoy seguro de que, de tratarse de Semenzato, mi amigo me lo hubiera dicho.

– ¿Dijo quién era?

– No. No lo sabía. Pero corre el rumor de que se trata de un caballero del Sur. -Lele lo dijo como si le pareciera imposible que un caballero pudiera ser del Sur.

– ¿Pero de nombres, nada?

– No, Guido. De todos modos, seguiré preguntando.

– Muchas gracias. Te estoy muy agradecido, Lele. Eso no podría hacerlo yo.

– Desde luego -dijo Lele llanamente. Y, sin molestarse en decir «no hay de qué», terminó con un-: Si hay algo más, ya te llamaré -y colgó.