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Brunetti, considerando que ya había trabajado lo suficiente por aquella tarde y deseando evitar que la llegada del acqua alta lo pillara a este lado de la ciudad, se fue pronto a casa y tuvo dos horas de quietud y soledad antes de que Paola llegara de la universidad. Venía chorreando porque la lluvia había arreciado y al entrar dijo que había utilizado la cita y mencionado la imaginaria fuente, pero aun así el temible marchese había conseguido estropear el efecto, al sugerir que un escritor como James, al que se atribuía tan buena reputación, hubiera podido ahorrarse redundancias tan banales. Mientras la escuchaba, Brunetti descubrió con sorpresa lo mucho que durante los últimos meses había llegado a aborrecer a este chico al que no había visto nunca. Como casi siempre, la comida y el vino disiparon el mal humor de Paola, y cuando Raffi se ofreció a fregar los platos, ella se mostró plenamente contenta y satisfecha.

A las diez ya estaban en la cama, ella, profundamente dormida ante una muestra de escritura estudiantil especialmente desafortunada y él, enfrascado en una nueva traducción de Suetonio. Había llegado al pasaje que describía a los niños que nadaban en la piscina de Tiberio en Capri cuando sonó el teléfono.

– Pronto -contestó, con la esperanza de que no fuera un asunto de la policía pero consciente de que, a las once menos diez, no podía ser otra cosa.

– Comisario, aquí Monico. -Brunetti recordó que el sargento Monico tenía el turno de noche aquella semana.

– ¿Qué hay, Monico?

– Creo que ha habido un asesinato.

– ¿Dónde?

– Palazzo Ducale.

– ¿Quién?

– El director.

– ¿Semenzato?

– Sí, señor.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Parece un atraco. La mujer de la limpieza lo ha encontrado hace unos diez minutos y ha bajado gritando a los guardias. Ellos han subido al despacho, lo han visto y nos han llamado.

– ¿Qué han hecho ustedes? -Brunetti puso el libro en el suelo al lado de la cama y empezó a buscar la ropa con la mirada.

– Hemos llamado al vicequestore Patta, pero su esposa nos ha dicho que no estaba y que no sabía cómo localizarlo. -Cualquiera de las dos cosas, se dijo Brunetti, podía ser mentira-. Entonces he decidido llamarle a usted.

– ¿Le han dicho algo más los guardias?

– Sí, señor. El que ha llamado ha dicho que había mucha sangre y que parecía que le habían golpeado en la cabeza.

– ¿Ya estaba muerto cuando lo vio la mujer de la limpieza?

– Creo que sí, señor. El guardia dijo que cuando ellos subieron lo encontraron muerto.

– Está bien -dijo Brunetti, apartando la ropa de la cama-. Voy para allá. Envíe a quien tenga disponible. ¿Quién hay esta noche?

– Vianello, señor. Estaba de guardia conmigo en el turno de noche y ha salido para allá nada más recibirse la llamada.

– Bien. Llame al dottor Rizzardi y dígale que nos veremos allí.

– Sí, señor, iba a llamarle ahora mismo.

– Bien -dijo Brunetti haciendo girar el cuerpo y poniendo los pies en el suelo-. Llegaré en unos veinte minutos. Necesitamos a un equipo para las fotos y las huellas.

– Sí, señor. Avisaré a Pavese y a Foscolo en cuanto hable con el dottor Rizzardi.

– De acuerdo. Veinte minutos -dijo Brunetti y colgó. ¿Es posible sentirse horrorizado y no sorprendido, a pesar de todo? Una muerte violenta, sólo cuatro días después de que Brett fuera atacada con una brutalidad similar. Mientras se vestía y se ataba los cordones de los zapatos, Brunetti se exhortaba a no sacar conclusiones precipitadas. Dando la vuelta a la cama, se acercó a Paola, se inclinó y la sacudió ligeramente por el hombro.

Ella abrió los ojos y lo miró por encima de las gafas que aún no hacía un año que usaba para leer. Llevaba una raída bata de franela comprada en Escocia diez años antes, y, encima, un cárdigan irlandés tejido a mano que sus padres le habían regalado una Navidad no menos lejana. Al verla así, mirándolo con ojos miopes, momentáneamente desorientada al ser sacada de su primer sueño con brusquedad, le recordó a las mujeres sin techo de mirada extraviada que en las noches de invierno se refugiaban en la estación del tren. Sintiéndose como un traidor por pensar eso, se inclinó más aún entrando en el círculo de luz de la lámpara de lectura y le dio un beso en la frente.

– ¿La imperiosa llamada del deber? -preguntó ella, inmediatamente despierta.

– Sí. Semenzato. La mujer de la limpieza lo ha encontrado en su despacho del palazzo Ducale.

– ¿Muerto?

– Sí.

– ¿Asesinado?

– Eso parece.

Ella se quitó las gafas y las puso encima de los papeles esparcidos sobre la colcha.

– ¿Has enviado a un agente a la habitación de la americana? -preguntó, dejando que él hallara la lógica de su rápida deducción.

– No -reconoció él-, pero lo enviaré en cuanto llegue al palazzo. No creo que ésos se arriesguen a matar a dos una misma noche, de todos modos, enviaré a un hombre. -Con qué facilidad «ésos» habían cobrado cuerpo, creados por su propia resistencia a creer en la casualidad y por la resistencia de Paola a creer en la bondad humana-. ¿Quién ha llamado?

– Monico.

– Bien -dijo ella. El nombre le era familiar, conocía al hombre-. Si quieres, le llamaré y le diré eso del agente.

– Gracias. No me esperes despierta. Esto llevará tiempo.

– Y esto también -dijo ella echando el cuerpo hacia adelante para recoger los papeles.

Él volvió a agacharse y esta vez la besó en los labios. Ella le devolvió el beso convirtiéndolo en un beso de verdad. Él se enderezó y ella lo sorprendió al abrazarse a su cintura y hundir la cara en su estómago. Dijo unas palabras ahogadas que él no comprendió. Suavemente le acarició el pelo, pero estaba pensando en Semenzato y cerámicas chinas.

Ella lo soltó, alargó la mano hacia las gafas y mientras se las ponía dijo:

– No olvides llevarte las botas.

9

Cuando el comisario Brunetti de la policía de Venecia llegó al escenario del asesinato del director del museo más importante de la ciudad, llevaba en la mano derecha una bolsa de plástico blanca con el nombre de un supermercado en letras rojas. Dentro de la bolsa había un par de botas de goma negras del cuarenta y dos compradas en Standa tres años antes. Lo primero que hizo al llegar al cuarto de los guardias, situado al pie de la escalera que conducía al museo, fue dejar la bolsa, diciendo al hombre que estaba allí que la recogería al salir.

El guardia, dejando la bolsa al lado de la mesa, dijo:

– Arriba está uno de sus hombres, comisario.

– Bien. Luego vendrán más. Y también el forense. ¿Alguien de la prensa?

– No, señor.

– ¿Y la mujer de la limpieza?

– Han tenido que llevarla a su casa. No hacía más que llorar desde que vio la escena.

– ¿Tan fuerte es?

El guardia movió la cabeza afirmativamente.

– Hay mucha sangre.

Una herida en la cabeza, recordó Brunetti. Sí, debía de haber mucha sangre.

– La mujer armará revuelo cuando llegue a su casa y eso quiere decir que alguien llamará a Il Gazzetino y vendrán periodistas. Procure mantenerlos aquí abajo, por favor.

– Lo intentaré, comisario, pero no sé si lo conseguiré.

– Que no suban -dijo Brunetti.

– Sí, señor.

Brunetti miró hacia el fondo del largo corredor donde se veía el arranque de una escalera.

– ¿El despacho es por ahí?

– Sí, señor. Arriba, a la izquierda. Ya verá la luz al final del pasillo. Creo que en el despacho está su agente.

Brunetti dio media vuelta y se alejó por el pasillo. El eco de sus pasos reverberaba tétricamente en las paredes y en la escalera del fondo y volvía a él. El frío, el penetrante frío húmedo del invierno, se filtraba desde el suelo y las paredes de ladrillo del corredor. A su espalda, oyó un golpe seco de metal en piedra, pero no sonó ninguna voz, y él siguió pasillo adelante. La bruma nocturna había depositado una resbaladiza lámina de condensación en los anchos peldaños de piedra que ahora pisaba.