Entonces, deprisa, tan deprisa que Brett perdió la cuenta de los puñetazos, el hombre la golpeó repetidamente en el pecho y las costillas.
A su espalda, mientras las voces de Flavia cantaban al futuro de dicha que la aguardaba cuando se desposara con «Arturo», el hombre golpeó en un lado de la cabeza a Brett, a la que empezó a zumbarle el oído derecho, y ya sólo pudo oír la música con el izquierdo.
Ella únicamente era consciente de una cosa: no podía emitir sonido alguno. Ni gritar, ni pedir auxilio, ni quejarse. Las voces de soprano se fundían detrás de ella, alborozadas, cuando su labio se partió bajo el puño del hombre.
El que estaba detrás de ella le soltó el brazo derecho. Ya no hacía falta sujetarla y, si aún la agarraba de un brazo, era para sostenerla. Ahora la obligó a volverse a mirarlo.
– No vaya a la cita con el dottor Semenzato -dijo todavía con voz suave y cortés.
Pero ella ya no podía oírle, sólo percibía vagamente la música, el dolor y el miedo de que estos hombres la mataran.
La cabeza le colgaba inerte y sólo les veía los pies. Notó que el alto hacía un brusco movimiento hacia ella y sintió un calor repentino en las piernas y en la cara. Había perdido el control de su cuerpo y percibió el olor acre de su propia orina. Con sabor a sangre en la boca, vio cómo el líquido chorreaba y les salpicaba los zapatos. Ella se tambaleaba entre los dos hombres, pensando tan sólo que no podía emitir ni un sonido y deseando que la dejaran caer, para poder hacerse un ovillo y mitigar el dolor que sentía en todo el cuerpo. Y, mientras tanto, la doble voz de Flavia Petrelli brotaba en notas de júbilo alzándose sobre el coro y el tenor, su enamorado.
Brett, con un esfuerzo mayor del que había puesto en algo en toda su vida, alzó la cabeza y miró a los ojos al hombre alto que ahora estaba delante de ella. Él le dedicó una sonrisa tan íntima como la que ella hubiera podido ver en la cara de un amante. Lentamente, extendió la mano y le oprimió suavemente el pecho izquierdo mientras susurraba:
– ¿Quieres más, cara? Con un hombre es mejor.
La reacción de Brett fue totalmente involuntaria. Su puño rebotó en la cara del hombre sin hacerle daño, pero lo repentino del movimiento la liberó de la mano del otro hombre y fue a dar de espaldas contra la pared. Sintió su dureza pero no dolor, como si no fuera su cuerpo el que había chocado.
Entonces vio que se hundía, notó el roce áspero del ladrillo que le levantaba el jersey. Despacio, muy despacio, como a cámara lenta, fue resbalando hacia el suelo. La rugosa pared le arañaba la carne mientras la fuerza de la gravedad tiraba de su cuerpo.
Brett estaba confusa. Oía una voz de Flavia que cantaba la cabaletta y otra voz de Flavia que gritaba furiosa:
– ¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí?
«Sigue cantando, Flavia», quería decirle, pero no podía recordar cómo decirlo. Acabó de caer al suelo y quedó con la cara vuelta hacia la puerta de la sala, donde vio a la verdadera Flavia a contraluz, oyó la música excelsa que llegaba con ella, envolviéndola, y descubrió el gran cuchillo de picar cebolla que traía en la mano.
– No, Flavia -susurró, pero nadie la oyó.
Flavia se lanzó hacia los dos hombres. Ellos, sorprendidos a su vez, no tuvieron tiempo de reaccionar, y el cuchillo hizo un corte en el antebrazo que el más bajo había levantado. El hombre dio un grito de dolor y apretó el brazo contra el cuerpo, cubriéndose la herida con la otra mano. La sangre empezó a empapar la manga de la chaqueta.
Otra imagen congelada. Luego, el más alto inició la retirada en dirección a la puerta que había quedado abierta. Flavia, con la mano del cuchillo a la altura de la cadera, dio dos pasos hacia él. El herido le lanzó un puntapié con el pie izquierdo que la alcanzó a un lado de la rodilla. Ella cayó de rodillas, con el cuchillo todavía bien sujeto junto a su cuerpo.
La señal que intercambiaron los dos hombres en este momento fue totalmente silenciosa, pero ambos fueron hacia la puerta al mismo tiempo. El alto se agachó alargando el brazo para recuperar el sobre, pero Flavia, desde el suelo, fintó con el cuchillo hacia su mano y él retrocedió dejando el sobre en el suelo. Flavia se puso de pie y bajó corriendo varios escalones detrás de ellos, mas enseguida se detuvo, volvió al apartamento y cerró la puerta con el pie.
Se arrodilló al lado de la mujer que estaba en el suelo.
– Brett, Brett -dijo mirándola con ansiedad. La otra tenía la parte inferior de la cara cubierta de la sangre que le salía de la nariz, del labio y de una herida del lado izquierdo de la frente. Estaba tendida con una rodilla doblada debajo del cuerpo, el jersey subido hasta la barbilla y los pechos al descubierto-. Brett -dijo Flavia por tercera vez y durante un momento pensó que aquella figura inmóvil estaba muerta. Pero inmediatamente ahuyentó el pensamiento y le puso una mano a un lado del cuello.
Con la lentitud con que amanece una encapotada mañana de invierno, se alzó un párpado y luego el otro, aunque sólo hasta la mitad, porque estaba hinchándose rápidamente.
– Stai bene? -preguntó Flavia.
La única respuesta fue un leve quejido. Pero era una respuesta.
– Pediré ayuda. No te apures, cara. Vendrán enseguida.
Corrió a la otra habitación y alargó la mano hacia el teléfono. Durante un segundo, no supo qué era lo que le impedía agarrar el aparato, y entonces vio el cuchillo ensangrentado que tenía agarrado con una mano agarrotada. Lo dejó caer al suelo y levantó el aparato. Con dedos rígidos pulsó el 113. Al cabo de diez señales, una voz de mujer le preguntó qué deseaba.
– Es una urgencia. Necesitamos una ambulancia. En Cannaregio.
La voz, con acento de aburrimiento, le pidió la dirección exacta.
– Cannaregio, 6134.
– Lo siento, signora. Es domingo y sólo hay una ambulancia. La pondré en lista.
Flavia alzó la voz.
– Una mujer está herida. Han intentado matarla. Hay que llevarla al hospital.
La voz asumió un tono de sufrida paciencia.
– Ya se lo he dicho, signora. Sólo disponemos de una ambulancia y antes tiene que atender otros dos servicios. En cuanto esté libre se la enviaremos. -Al no recibir respuesta de Flavia, la voz preguntó-: Signora, ¿me oye? Si hace el favor de repetirme la dirección, tomaré nota. Signora? Signora? -En respuesta al silencio de Flavia, la mujer cortó la comunicación, dejando a Flavia con el teléfono en la mano y deseando tener todavía el cuchillo.
Temblando, Flavia soltó el teléfono y volvió al recibidor. Brett seguía en el mismo sitio, pero había conseguido ponerse de lado y se abrazaba el pecho, gimiendo.
Flavia se arrodilló a su lado.
– Brett, tengo que ir a buscar a un médico.
Flavia oyó un sonido ahogado y la mano de Brett se acercó a la suya. Los dedos apenas llegaron a rozar el brazo de Flavia antes de caer desmayados al suelo.
– Frío -dijo tan sólo.
Flavia se levantó y fue al dormitorio, tiró del edredón, lo arrastró al recibidor y lo extendió sobre la figura inmóvil. Abrió la puerta de la escalera, sin preocuparse de comprobar antes por la mirilla si habían vuelto los dos hombres. Dejando la puerta abierta, bajó corriendo dos tramos de escalera y golpeó con fuerza la puerta del piso de abajo.
A los pocos momentos, la abrió un hombre de mediana edad, alto y medio calvo, con un cigarrillo en una mano y un libro en la otra.
– Luca -jadeó Flavia, sobreponiéndose al impulso de gritar, porque el tiempo pasaba y nadie venía a atender a su amante-. Brett está herida. Necesita un médico. -Bruscamente, le falló la voz y empezó a sollozar-. Por favor, Luca, por favor, tráeme a un médico. -Lo asía del brazo, incapaz de seguir hablando.