Rizzardi se puso de rodillas en busca de una mayor estabilidad y pasó una mano por debajo del cuerpo para ponerlo boca arriba. Ahora se veía la tercera hendidura, rodeada de tejido tumefacto y amoratado. Rizzardi levantó primero una y después otra de las manos del muerto.
– Fíjate en esto, Guido -dijo mostrando el dorso de la mano derecha. Brunetti se arrodilló al lado del médico para examinar la mano de Semenzato. Tenía los nudillos desollados y un dedo hinchado y doblado hacia un lado, con la falange rota-. Ha tratado de defenderse. -Midió el cuerpo con la mirada-. ¿Qué estatura te parece que tendría?
– Uno noventa, desde luego más alto que cualquiera de nosotros.
– Y también más robusto. Habrán sido dos hombres.
Brunetti hizo un gruñido de asentimiento.
– Yo diría que los golpes han venido de delante, que no le han pillado por sorpresa y, mucho menos, si se los han dado con eso -dijo Rizzardi señalando el ladrillo azul eléctrico que estaba dentro de su rectángulo de cinta, a menos de un metro del cadáver-. ¿Nadie ha oído ruido?
– Abajo, en el cuarto de los guardias hay un televisor -respondió Brunetti-. Cuando yo he llegado no estaba encendido.
– Es natural -dijo Rizzardi poniéndose en pie. Se quitó los guantes y los metió descuidadamente en el bolsillo del abrigo-. Eso es todo lo que puedo hacer esta noche. Si tus hombres me lo llevan a San Michele, mañana por la mañana lo examinaré más despacio. Pero creo que está bastante claro. Tres fuertes golpes en la cabeza con el canto de ese ladrillo. No haría falta más.
Vianello, que había permanecido callado durante toda la conversación, preguntó de pronto:
– ¿Habrá sido rápido, dottore?
Rizzardi, antes de contestar, miró el cadáver.
– Depende de dónde le hayan golpeado primero. Y de la fuerza del golpe. Es posible que se les haya resistido, pero no durante mucho tiempo. Miraré si tiene algo en las uñas. Yo supongo que habrá sido rápido, pero veremos lo que encontramos.
Vianello asintió y Brunetti dijo:
– Gracias, Ettore. Esta misma noche me encargaré del traslado.
– Pero no al hospital, recuerde. A San Michele.
– Desde luego -respondió Brunetti, preguntándose si esta insistencia se debía a algún nuevo episodio de la batalla que el médico tenía entablada con los directores del Ospedale Civile.
– Entonces buenas noches, Guido. Espero poder decirle algo mañana a primera hora de la tarde, pero no creo que haya sorpresas.
Brunetti asintió. Las causas físicas de una muerte violenta raramente revelaban secretos: éstos había que buscarlos en el móvil.
Rizzardi y Vianello se saludaron con un movimiento de cabeza y el doctor dio media vuelta para marcharse. Entonces, de repente, se volvió a mirar los pies de Brunetti.
– ¿No lleva botas? -preguntó, visiblemente preocupado.
– Las he dejado abajo.
– Menos mal que las ha traído. Al venir, en la calle della Mandola, el agua ya me llegaba por los tobillos. Esos malditos vagos aún no habían puesto las pasarelas, así que voy a tener que dar la vuelta por Rialto para llegar a casa. Ahora me llegaría por las rodillas.
– ¿Por qué no toma el Uno hasta Sant'Angelo? -sugirió Brunetti. Sabía que Rizzardi vivía al lado del Cinema Rossini y desde esta parada del vapor podría llegar a casa sin tener que pasar por la calle della Mandola, una de las zonas más bajas de la ciudad.
Rizzardi miró el reloj e hizo un cálculo rápido.
– No. El próximo pasa dentro de tres minutos. No llegaría. Y luego, a estas horas de la noche, tendría que esperar veinte minutos. Prefiero ir a pie. Además, ¿quién sabe si se habrán molestado en poner la pasarela en la Piazza? -Empezó a andar hacia la puerta, pero su furor por este último de los muchos inconvenientes de vivir en Venecia le hizo volver sobre sus pasos-. Deberíamos elegir a un alcalde alemán. Así las cosas funcionarían.
Brunetti sonrió, dijo buenas noches y escuchó cómo las botas del médico se alejaban chasqueando en las losas del corredor hasta que se extinguió el sonido.
– Comisario, iré a hablar con los guardias y a echar un vistazo por abajo -dijo Vianello saliendo del despacho.
Brunetti se acercó al escritorio de Semenzato.
– ¿Ha terminado con esto? -preguntó a Pavese. El técnico trabajaba ahora sobre el teléfono, que había ido a parar al otro extremo de la habitación, arrojado con tanta fuerza contra la pared que había hecho saltar un trozo del yeso antes de hacerse pedazos contra el suelo.
Pavese movió la cabeza afirmativamente y Brunetti abrió el primer cajón. Lápices, bolígrafos, un rollo de cinta adhesiva transparente y una cajita de pastillas de menta.
El segundo cajón contenía un estuche de papel de cartas con el nombre y el título de Semenzato y el nombre del museo en el membrete. Brunetti observó que el nombre del museo estaba impreso en un tipo de letra más pequeño.
En el cajón de abajo había varias carpetas de cartulina, que Brunetti puso encima de la mesa. Abrió la primera y empezó a examinar su contenido.
Quince minutos después, cuando los técnicos le gritaron desde el otro extremo de la habitación que ya habían terminado, Brunetti no sabía de Semenzato mucho más que cuando llegó, pero había averiguado que el museo tenía el proyecto de montar dentro de dos años una gran exposición de dibujos renacentistas, y había concertado importantes préstamos de obras con museos de Canadá, Alemania y Estados Unidos.
Brunetti volvió a guardar las carpetas y cerró el cajón. Cuando levantó la mirada, vio en la puerta a un hombre bajo y fornido que llevaba una parka desabrochada encima de una bata blanca de hospital y calzaba altas botas de goma.
– ¿Han terminado con esto, comisario? -preguntó el recién llegado, señalando el cadáver de Semenzato con un vago movimiento de la cabeza. Mientras lo decía, a su lado apareció otro hombre, vestido y calzado de modo similar, que acarreaba sobre el hombro una camilla de lona enrollada con la misma naturalidad que quien lleva un par de remos.
Uno de los técnicos asintió para confirmar que así era y Brunetti dijo:
– Sí. Ya pueden llevárselo. Directamente a San Michele.
– ¿Al hospital no?
– No. El dottor Rizzardi ha dicho que a San Michele.
– Sí, señor -dijo el hombre encogiéndose de hombros. De todos modos, cobraban tiempo extra, y San Michele estaba más lejos que el hospital.
– ¿Han venido cruzando la Piazza? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor. Tenemos la lancha junto a las góndolas.
– ¿Cuánto ha subido?
– Yo diría que unos treinta centímetros. Pero en la Piazza están puestas las pasarelas, de modo que no nos ha costado mucho llegar hasta aquí. ¿Hacia dónde va, comisario?
– Hacia San Silvestro -respondió Brunetti-. Me gustaría saber cómo está la calle dei Fuseri.
El segundo asistente, más alto y más delgado que su compañero, con pelo rubio y rizado asomando bajo su gorra de servicio, respondió:
– Siempre está peor que la Piazza, y no había pasarela cuando pasé por allí hace dos horas camino del trabajo.
– Podríamos subir por el Gran Canal y dejarlo en San Silvestro -se ofreció el primero sonriendo.
– Es muy amable -dijo Brunetti devolviéndole la sonrisa y consciente, lo mismo que ellos, de que corría el tiempo extra-. Pero tengo que pasar por la questura -mintió-. Y he traído botas. -Esto era verdad, pero, aunque no las hubiera traído, también hubiera rechazado el ofrecimiento. No le gustaba la compañía de los muertos y prefería destrozar unos zapatos a viajar con un cadáver.