– Paola -empezó él. Ella captó el tono y bajó el periódico al regazo-. Paola -repitió él, sin saber lo que tenía que decir ni cómo decirlo-. He encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi.
Ella lo miró, esperando que dijera más, volvió a levantar el periódico y siguió leyendo.
– Paola, ¿has oído lo que he dicho?
– ¿Hmm? -murmuró ella, alzando la cabeza para leer el titular de la parte superior de la página.
– Digo que he encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi. Estaban en el fondo de un cajón. -Se acercó a ella, con el impulso de arrancarle el periódico de las manos y arrojarlo al suelo.
– Ya. Ahí debían de estar -dijo ella volviendo la página.
Él se sentó en el sofá a su lado y, haciendo un esfuerzo para mantener el gesto tranquilo, puso la palma de la mano sobre el papel y, lentamente, se lo bajó al regazo.
– ¿Qué es eso de que «ahí debían de estar»? -preguntó él con voz tensa.
– Guido -dijo ella dedicándole toda su atención ahora que ya no tenía delante el periódico-, ¿qué tienes? ¿No te encuentras bien?
Totalmente inconsciente de lo que hacía, él apretó el puño estrujando el papel.
– Te he dicho que en el cuarto de Raffi he encontrado dos jeringuillas, Paola. Jeringuillas, ¿no lo entiendes?
Ella lo miró fijamente, desconcertada, y entonces comprendió lo que para él significaban las jeringuillas. Se miraban a los ojos, y él vio cómo la madre de Raffi descubría que su marido creía que el hijo de ambos era drogadicto. Apretó los labios, abrió mucho los ojos, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Se reía a carcajadas y, en su transporte de hilaridad, se dejó caer de lado en el sofá. Se enjugaba las lágrimas pero no podía dejar de reír.
– Oh, Guido -dijo tapándose la boca con la mano en un vano intento por dominarse-. Oh, Guido, no, no es posible que pienses eso. Drogas no. -Y vuelta a reír.
Durante un momento, Brunetti pensó que era la histeria del pánico, pero eso sería impropio de Paola. No; la suya era una risa provocada por la comicidad. Con un gesto violento, él agarró el periódico y lo arrojó al suelo. Esta manifestación de furor la serenó instantáneamente y se incorporó en el sofá.
– Guido. I tarli -dijo como si esto lo explicara todo.
¿También ella estaba drogada? ¿Qué tenía que ver con esto la carcoma?
– Guido -repitió Paola con voz suave, en tono dulce, como si hablara a un loco peligroso-. Te lo dije hace una semana. Tenemos carcoma en la mesa de la cocina. Las patas están llenas de carcoma. Y la única manera de acabar con ella es inyectar el veneno en los agujeros. Recuerda que te pregunté si me ayudarías a sacar la mesa a la terraza el primer día de sol que tuviéramos, para que no nos mataran a todos los vapores del veneno.
Sí, lo recordaba, pero vagamente. No había prestado atención cuando ella se lo dijo, pero ahora le había vuelto a la cabeza.
– Pedí a Raffi que me comprara jeringuillas y guantes de goma, para inyectar el veneno en la mesa. Creí que se había olvidado, pero por lo visto las trajo, las guardó en el cajón y olvidó decirme que las tenía. -Alargó la mano cubriendo la de él-. No pasa nada. Guido. No es lo que imaginabas.
Él sintió cómo una cálida sensación de alivio le recorría el cuerpo, y tuvo que apoyar la cabeza en el respaldo del sofá. Cerró los ojos. Le hubiera gustado poder sentirse tan despreocupado como Paola, poder reírse de lo absurdo de su temor, pero no podía, todavía no.
Cuando por fin consiguió hablar la miró:
– No se lo digas a Raffi, por favor, Paola.
Ella se inclinó hacia él, le puso la palma de la mano en la mejilla y lo miró fijamente, y él creyó que iba a hacerle la promesa, pero la risa volvió a apoderarse de ella y se dejó caer contra su pecho.
El contacto del cuerpo de su mujer lo liberó por fin y él empezó a reír a su vez, primero entre dientes, moviendo la cabeza a derecha e izquierda y luego con una franca carcajada que fue subiendo de tono hasta convertirse en gritos, en aullidos de alivio, de júbilo y de puro gozo. Ella apretó el abrazo buscando sus labios. Y entonces, como una pareja de adolescentes, hicieron el amor en el sofá, arrancándose bruscamente la ropa que acabó en el suelo en un montón con el mismo abandono con que estaba la de Raffi en el armario.
11
Al pie del puente de Rialto, Brunetti entró en el pasaje cubierto situado a la derecha de la estatua de Goldoni, en dirección a SS Giovanni e Paolo y el apartamento de Brett. Sabía que ella había vuelto a casa porque el agente que estuvo de guardia en la puerta de la habitación del hospital durante un día y medio, regresó a la questura cuando le dieron de alta. No se había apostado a un agente en su casa, porque un policía de uniforme no podía estar en una de las estrechas calles de Venecia sin que todo el que pasaba le preguntara qué hacía allí, como tampoco podía rondar por los alrededores un detective de paisano que no fuera vecino del barrio sin que antes de media hora empezaran a recibirse en la questura llamadas telefónicas para denunciar su sospechosa presencia. Los forasteros veían en Venecia una ciudad, pero los residentes sabían que en realidad era como un aletargado pueblo del interior, con una inclinación natural al cotilleo, la curiosidad y el recelo, que no difería del más pequeño paese de Calabria o Aspromonte.
Aunque hacía ya varios años que Brunetti había estado en el apartamento, lo encontró sin dificultad, a la derecha de la calle dello Squaro Vecchio, tan pequeña que el municipio no se había molestado en pintar el nombre en la pared. Tocó el timbre y al cabo de unos momentos una voz preguntó por el interfono quién era. Le alegró comprobar que tomaban por lo menos esta mínima precaución, ya que muchas veces los habitantes de esta tranquila ciudad abrían la puerta de la calle sin molestarse en preguntar quién llamaba.
A pesar de que el edificio había sido restaurado no hacía muchos años, y la escalera, enyesada y pintada, la sal y la humedad ya habían empezado su labor, devorando la pintura y esparciendo partículas por el suelo, como migas debajo de una mesa. Al encarar el cuarto y último tramo de la escalera, Brunetti levantó la mirada y vio que la pesada puerta metálica del apartamento estaba abierta y que Flavia Petrelli la sostenía. Lo que había en su cara parecía realmente una sonrisa, aunque tensa y nerviosa.
Se estrecharon la mano en la puerta y ella retrocedió para dejarle entrar. Hablaron al mismo tiempo:
– Celebro que haya venido -dijo ella.
– Permesso -dijo él al entrar.
Ella llevaba una falda negra y un jersey escotado de un amarillo canario que pocas mujeres se arriesgarían a ponerse. Este color hacía que el cutis aceitunado y los ojos casi negros de Flavia resplandecieran por el contraste. Pero una observación más atenta revelaba que los ojos, aunque hermosos, estaban cansados y que de los labios partían finas líneas de tensión.
Ella le pidió el abrigo y lo colgó en un gran armadio que estaba en el lado derecho del recibidor. Brunetti había leído el informe de los agentes que habían acudido al recibir el aviso de la agresión, por lo que no pudo menos que mirar el suelo y la pared de ladrillo. No había ni rastro de sangre, pero olía a un fuerte producto de limpieza y, según le pareció, a cera.
Flavia no inició el movimiento de pasar a la sala sino que lo retuvo allí preguntando en voz baja:
– ¿Han averiguado algo?
– ¿Se refiere al doctor Semenzato?
Ella movió la cabeza afirmativamente.
Antes de que él pudiera contestar, Brett gritó desde la sala:
– Deja de conspirar, Flavio y hazle pasar.
Ella tuvo a bien sonreír encogiéndose de hombros, luego dio media vuelta y lo condujo a la sala. Tal como él recordaba, incluso en un día tan gris como éste, la pieza estaba inundada por la luz que se filtraba a través de seis grandes claraboyas abiertas en el techo. Brett, vestida con pantalón color borgoña y jersey negro con cuello de cisne, estaba sentada en un sofá situado entre dos ventanas altas. Brunetti observó que las marcas de su cara, aunque mucho menos hinchadas que en el hospital, aún tenían un marcado tinte azul. Ella se movió hacia la izquierda para hacerle sitio y extendió la mano.