Él le estrechó la mano y se sentó a su lado, mirándola atentamente.
– Ya no soy Frankenstein -dijo ella sonriendo para mostrar no sólo que sus dientes ya estaban libres de los alambres que los habían mantenido atados la mayor parte del tiempo que estuvo en el hospital, sino que el corte del labio se había curado lo suficiente como para permitirle cerrar la boca.
Brunetti, que conocía las pretensiones de omnisciencia de los médicos italianos y su consiguiente inflexibilidad, preguntó sorprendido:
– ¿Cómo ha conseguido que la dejaran salir?
– Hice una escena -dijo ella simplemente.
En vista de que no se le daban más explicaciones, Brunetti miró a Flavio, que se tapó los ojos con la mano y movió la cabeza al recordarlo.
– ¿Y entonces? -preguntó él.
– Me dijeron que podía marcharme, con la condición de que comiera, de modo que ahora mi dieta se ha ampliado y abarca plátano y yogur.
Al hablar de comida, Brunetti miró más atentamente y vio que, bajo las magulladuras, tenía la cara más delgada, las facciones más angulosas y afiladas.
– Tiene que comer más que eso -dijo y entonces, a su espalda, oyó reír a Flavia, pero cuando se volvió a mirarla, ella le recordó el tema del día preguntando:
– ¿Qué hay de Semenzato? Esta mañana lo hemos leído en el periódico.
– Poca cosa se puede añadir a la noticia. Lo mataron en su despacho.
– ¿Quién encontró el cadáver? -preguntó Brett.
– La mujer de la limpieza.
– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo mataron?
– Golpeándole en la cabeza.
– ¿Con qué? -preguntó Flavia.
– Con un ladrillo.
Brett, con repentina curiosidad, preguntó:
– ¿Qué clase de ladrillo?
Brunetti trató de recordar la pieza que había visto al lado del cuerpo.
– Es azul intenso, de un tamaño del doble de mi mano, y tiene marcas doradas.
– ¿Y qué hacía allí ese ladrillo? -preguntó Brett.
– La mujer de la limpieza dijo que él lo usaba de pisapapeles. ¿Por qué lo pregunta?
Ella asintió, como en respuesta a otra pregunta, se levantó del sofá apoyando las manos en el asiento y cruzó la sala en dirección a la librería. Brunetti no pudo reprimir una mueca al observar su andar vacilante y la lentitud con que levantaba el brazo para sacar un libro grueso de un estante alto. Con el libro debajo del brazo, Brett volvió hacia ellos y puso el libro encima de la mesa baja que estaba delante del sofá. Abrió el libro y lo hojeó brevemente deteniéndose en una página doble que sostuvo apoyando la palma de las manos a cada lado.
Brunetti se inclinó y vio varias fotos en color de lo que parecía una puerta grande, aunque faltaba la escala, porque no estaba unida a unas paredes sino aislada en una sala, quizá de un museo. Había a cada lado de la puerta un toro alado, enorme, en actitud protectora. El color de la puerta era el mismo azul cobalto que el del ladrillo utilizado para matar a Semenzato y el cuerpo de los animales estaba dibujado en oro. Una mirada más atenta descubría que la pared estaba construida con ladrillos rectangulares y las figuras de los toros esculpidas en bajorrelieve.
– ¿Qué es? -preguntó Brunetti señalando la foto.
– La puerta de Istar, de Babilonia -dijo ella-. Ha sido reconstruida en gran parte, pero de ella procede el ladrillo, o quizá de una construcción similar, del mismo sitio. -Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó-: Recuerdo haber visto varios de esos ladrillos en los almacenes del museo mientras trabajábamos allí.
– Pero, ¿cómo pudo llegar a su mesa? -preguntó Brunetti.
Brett volvió a sonreír.
– Gangas del oficio, supongo. Como era el director, podía hacer subir a su despacho cualquier pieza de la colección permanente.
– ¿Eso es normal? -preguntó Brunetti.
– Sí. Desde luego, no hubiera podido colgar un Leonardo ni un Bellini para su disfrute particular, pero es frecuente que se usen piezas de los fondos de un museo para decorar un despacho, especialmente, el del director.
– ¿Se lleva un control de esta clase de préstamos? -preguntó él.
Al otro lado de la mesa se oyó un susurro de seda cuando Flavia cruzó las piernas mientras decía suavemente:
– Ah, de modo que fue así. -Y entonces agregó, como si Brunetti le hubiera preguntado-: Yo hablé con él una sola vez, y no me gustó.
– ¿Cuándo hablaste con él, Flavia? -preguntó Brett, sin responder a Brunetti.
– Media hora antes de conocerte a ti, cara. En tu exposición del palazzo Ducale.
Casi automáticamente, Brett rectificó:
– No era mi exposición. -A Brunetti le pareció que aquella rectificación había sido hecha ya otras muchas veces.
– Bueno, de quienquiera que fuese -dijo Flavia-. Era el día de la inauguración, y a mí me estaban haciendo los honores de la ciudad, la diva que nos visita, etcétera. -Su tono hacía que el concepto de su fama sonara un poco ridículo. Puesto que Brett tenía que estar enterada de las circunstancias en que se habían conocido, Brunetti supuso que la explicación estaba dirigida a él.
– Semenzato me acompañaba por las salas, pero yo tenía ensayo aquella tarde y quizá estuve un poco brusca con él. -¿Brusca? Brunetti había sido testigo del mal humor de Flavia y «brusco» no parecía un término apropiado para describirlo.
– No hacía más que decirme lo mucho que admiraba mi talento. -Hizo una pausa e inclinándose hacia Brunetti le puso una mano en el antebrazo mientras explicaba-. Eso siempre significa que no me han oído cantar y que, si me oyeran, seguramente no les gustaría, pero como saben que soy famosa les parece que tienen que adularme. -Dada la explicación, retiró la mano e irguió el busto-. Yo tenía la impresión de que, mientras me enseñaba lo fantástica que era la exposición -en un inciso, a Brett-: y lo era, desde luego -y otra vez a Brunetti-: lo que al parecer yo debía comprender era lo fantástico que era él por haber tenido la idea. Aunque no la había tenido él. Bueno, yo entonces ignoraba que era la exposición de Brett… pero él se daba tanta importancia que se me hizo antipático.
Brunetti comprendía perfectamente que a Flavia no le gustara la competencia de personas presuntuosas. No; en esto era injusto, porque ella no era presuntuosa. Tenía que reconocer que la había juzgado mal. Allí no había vanidad, sólo el natural conocimiento de la propia valía y talento, y él sabía de su pasado lo suficiente como para comprender lo mucho que le había costado llegar adonde ahora estaba.
– Y entonces llegaste tú con una copa de champaña y me rescataste -sonrió a Brett.
– Champaña, no es mala idea -dijo Brett, cortando las reminiscencias de Flavia, y Brunetti observó con sorpresa la similitud entre su reacción y la de Paola cada vez que él se ponía a contar a alguien cómo se habían conocido, chocando en el extremo de uno de los pasillos de la biblioteca de la universidad. ¿Cuántas veces durante su matrimonio le habría pedido ella que le trajera una copa o interrumpido su relato haciendo una pregunta a otra persona? ¿Y por qué a él le producía tanto placer referir aquello? Misterios. Misterios.
Flavia, captando la insinuación, se levantó y cruzó la sala. No eran más que las once y media de la mañana, pero, si ellas querían beber champaña, él consideró que no era quién para protestar ni impedírselo.
Brett hojeó el libro y se recostó en el sofá, pero las páginas volvieron solas al lugar anterior, mostrando a Brunetti el toro dorado, un fragmento del cual había matado a Semenzato.