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– ¿Cómo lo conoció usted? -preguntó Brunetti.

– Colaboré con él en la exposición de China hace cinco años. La mayor parte de nuestra relación fue por carta, ya que mientras se organizaba la exposición yo estaba en China. Le escribía para sugerirle piezas, de las que le enviaba fotos, tamaño y peso, porque había que transportarlas por avión desde Xian y Pekín a Nueva York y luego a Londres y de Londres a Milán, desde donde vendrían a Venecia en camión y en barco. -Hizo una pausa antes de agregar-: No lo conocí personalmente hasta que vine a montar la exposición.

– ¿Quién decidió qué piezas había que traer de China?

Ella hizo una mueca al recordar la exasperación sufrida.

– ¿Quién sabe? -Viendo que él no comprendía, trató de explicar-: Intervenían en esto el Gobierno chino, con sus ministerios de Antigüedades y Asuntos Exteriores y, por nuestra parte -él observó que, inconscientemente, ella consideraba Venecia «nuestra parte»-, el museo, el departamento de Antigüedades, la Policía de Finanzas, el Ministerio de Cultura y otras varias instituciones que me he esforzado en olvidar. -Su expresión reflejó el mal recuerdo de la burocracia-. Aquí era horrible, mucho peor que en Nueva York y que en Londres. Y tenía que hacer los trámites desde Xian, con cartas que se retrasaban en el correo o que eran retenidas por la censura. Finalmente, al cabo de tres meses, en vista de que las cosas no adelantaban (faltaba un año para la inauguración), decidí venir y en dos semanas lo arreglé casi todo, aunque tuve que ir dos veces a Roma.

– ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.

– Creo que, en primer lugar, debe usted comprender que su nombramiento fue esencialmente político. -Sonrió al ver la sorpresa de Brunetti-. Tenía cierta experiencia en museos, pero no recuerdo de dónde. Su designación fue una compensación política. De todos modos, en el museo había, hay -rectificó inmediatamente- conservadores que son los que se encargan de las colecciones. Su función era ante todo administrativa, y la desempeñaba muy bien.

– ¿Y la exposición que se hizo aquí? ¿Le ayudó a usted a montarla? -Se oía a Flavia trajinar en el otro extremo del apartamento, ruido de cajones y armarios que se abrían y cerraban y tintineo de copas.

– Muy poco. Ya le he dicho que para las inauguraciones en Nueva York y en Londres hice viajes relámpago desde Xian, y aquí también vine para la inauguración. -Él creía que ya había terminado de hablar pero entonces ella agregó-: Y me quedé un mes.

– ¿Tenía mucho contacto con él?

– Muy poco. Mientras se montaba la exposición él estuvo de vacaciones y luego, cuando volvió, tuvo que ir a Roma a hablar con el ministro para un intercambio con el Brera de Milán en relación con otra exposición que tenían en proyecto.

– Pero algún trato personal tendría con él mientras tanto, ¿no?

– Sí. Era un hombre simpático y, dentro de lo posible, complaciente. Me dio carta blanca en la exposición, dejando que la montara a mi gusto. Luego, cuando se clausuró, hizo otro tanto por mi ayudante.

– ¿Su ayudante? -preguntó Brunetti.

Brett lanzó una mirada a la cocina y respondió:

– Matsuko Shibata, una japonesa que me ayudaba en Xian, prestada por el Museo de Tokio, en régimen de intercambio entre los Gobiernos japonés y chino. Había estudiado en Berkeley y regresado a Tokio al licenciarse.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó Brunetti.

Ella se inclinó sobre el libro y volvió a hojearlo hasta que su mano se detuvo junto a un delicado biombo japonés con una pintura de garzas que volaban sobre altos bambúes.

– Murió. Sufrió un accidente en la excavación.

– ¿Qué ocurrió? -Brunetti habló en voz baja, consciente de que la muerte de Semenzato hacía que Brett empezara a ver este accidente a una luz distinta.

– Una caída. La excavación de Xian es poco más que una fosa cubierta por una especie de hangar de aviación. Las estatuas de los soldados del ejército que el emperador quería llevar consigo a la eternidad estaban sepultadas. En algunos sitios habíamos tenido que excavar tres o cuatro metros para llegar hasta ellas. Hay un camino alrededor de la excavación, con un murete, para que los turistas no se caigan o no nos echen tierra encima con los pies mientras estamos trabajando. Pero en algunas zonas en las que no se permite la entrada a los turistas, no hay muro. Matsuko cayó… -empezó, pero Brunetti observó cómo las nuevas posibilidades que se le aparecían le hacían modificar los términos-. El cuerpo de Matsuko fue hallado al pie de uno de estos lugares. Se había desnucado al caer desde una altura de tres metros. -Miró a Brunetti y reconoció francamente sus nuevas dudas cambiando la última frase-: La encontraron en el fondo, con el cuello roto.

– ¿Cuándo ocurrió?

Sonó una detonación en la cocina. Sin pensar, Brunetti se levantó dando media vuelta y se agachó situándose entre Brett y la puerta de la cocina. Ya sacaba el revólver de debajo de la americana, cuando Flavia gritó: «Porco vacca» y ambos oyeron el inconfundible siseo del champaña que brota de la botella, seguido del chapoteo del líquido en el suelo.

Él soltó la pistola y volvió a sentarse sin decir nada a Brett. En otras circunstancias, hubiera sido gracioso, pero ninguno de los dos se rió. Por tácito acuerdo, decidieron pasarlo por alto, y Brunetti repitió la pregunta:

– ¿Cuándo ocurrió?

Decidida a ahorrar tiempo respondiendo a todas sus preguntas de inmediato, ella dijo:

– Fue unas tres semanas después de mi primera carta a Semenzato.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de diciembre. Llevé su cadáver a Tokio. Es decir, fui con él. Con ella. -Calló; le secó la voz un recuerdo que no iba a compartir con Brunetti-. Yo iba a pasar la Navidad en San Francisco -prosiguió-. Así que salí antes y estuve tres días en Tokio. Vi a su familia. -Otra larga pausa-. Luego seguí viaje a San Francisco.

Flavia salió de la cocina sosteniendo en equilibrio con una mano una bandeja de plata con tres flautas de champaña y con la otra, agarrándola por el cuello como si fuera una raqueta de tenis, una botella de Dom Pérignon.

Aquí, con el champaña de media mañana, no se escatimaba.

Había oído las últimas palabras de Brett y preguntó:

– ¿Estabas contando a Guido nuestra feliz Navidad? -El empleo del nombre de pila no pasó inadvertido a ninguno de ellos, ni el énfasis con que pronunció «feliz».

Brunetti tomó la bandeja y la puso en la mesa, y Flavia escanció el champaña con liberalidad. La espuma rebosó de una de las copas, resbaló por el cristal, cayó a la bandeja, se salió por el borde y corrió hacia el libro que seguía abierto. Brett lo cerró con un movimiento rápido y lo puso a su lado en el sofá. Flavia dio una copa a Brunetti, puso otra en la mesa, delante del sitio que ella había ocupado y pasó la tercera a Brett.

– Cin Cin -brindó Flavia con vivaz artificio, y los tres levantaron las copas-. Si hay que hablar de San Francisco, voy a necesitar el champaña. -Se sentó frente a ellos y tomó lo que era más que un sorbo.

Brunetti la miró interrogativamente y ella se apresuró a explicar:

– Yo cantaba allí. Tosca. Dios, qué desastre. -Con un ademán tan teatral que hacía burla deliberada de sí misma, se llevó el dorso de la mano a la frente, cerró los ojos un momento y prosiguió-: El director era alemán y tenía un «concepto». Desgraciadamente, su concepto consistía en actualizar la ópera para darle «significado» -palabra en la que imprimió vivo desdén- situándola durante la revolución rumana y atribuyendo a «Scarpia» la personalidad de Ceaucescu, o como quiera que aquel hombre horrible lo pronunciara. Yo debía ser la reina diva, pero no de Roma sino de Bucarest. -Se tapó los ojos con una mano pero siguió hablando-. Recuerdo que había tanques y metralletas y, en un momento de la obra, yo tenía que esconderme una granada en el escote.