– No olvides el teléfono -dijo Brett cubriéndose la boca con los dedos y apretando los labios para no reír.
– Ay, cielos, el teléfono, lo había olvidado; eso dice lo mucho que me he esforzado por sacármelo de la cabeza. -Miró a Brunetti, tomó un trago de champaña como si fuera agua mineral y prosiguió con la mirada animada por el recuerdo-. Durante el «Visse d'arte», el director quería que tratara de pedir ayuda por teléfono. De modo que allí me tenéis, echada en un sofá, tratando de convencer a Dios de que no merezco lo que me pasa, y la verdad es que no lo merecía, cuando «Scarpia», que creo que era rumano auténtico: por lo menos, nunca entendí ni palabra de lo que decía. -Hizo una pausa y añadió-: Ni de lo que cantaba.
Brett intervino para puntualizar:
– Era búlgaro, Flavia.
El ademán de Flavia, aún con la copa en la mano, era displicente:
– Da lo mismo, cara. Todos parecen unos rústicos y apestan a paprika. Y todos gritan de un modo… especialmente, las sopranos. -Terminó su champaña e hizo una pausa mientras volvía a llenarse la copa-. ¿Dónde estaba?
– En el sofá, me parece, suplicando a Dios -apuntó Brett.
– Ah, sí. Entonces «Scarpia», un hombretón patoso, tropieza con el cable del teléfono y lo arranca de la pared. Y aquí me tenéis, echada en el sofá, con la comunicación con Dios cortada. Al otro lado del barítono, entre bastidores, el director gesticulaba como un poseso. Creo que pretendía que volviera a conectar la línea e hiciera la llamada a todo trance. -Tomó un sorbo, sonrió a Brunetti con una afabilidad que lo impulsó a llevarse a su vez la copa a los labios y continuó-: Pero un artista ha de tener sus normas -y, mirando a Brett-: o, como decís los americanos, trazar una raya en la arena. -Aquí se detuvo, y Brunetti se sintió obligado a preguntar:
– ¿Qué hizo entonces?
– Agarré el teléfono y canté por él como si el hilo siguiera enchufado a la pared y hubiera alguien al otro extremo. -Puso la copa en la mesa, se levantó, abrió los brazos en actitud angustiada y, sin más preparativos, se puso a cantar las últimas frases del aria-. «Nell'ora del dolor perchè, Signor, ah, perchè me ne rimuneri così?» -¿Cómo lo hacía? Estar hablando y, de improviso, lanzar unas notas tan sólidas.
Brunetti se echó a reír salpicándose la camisa de champaña. Brett dejó su copa en la mesa y se oprimió los lados de la boca con las manos.
Flavia, con la expresión de quien entra en la cocina para ver cómo está el guiso y lo encuentra en su punto, volvió a sentarse y continuó el relato.
– «Scarpia» tuvo que volverse de espaldas al público porque no podía contener la risa. Era la primera vez en un mes que me caía simpático. Casi sentí tener que matarlo minutos después. En el entreacto, el director se puso histérico y me gritó que había arruinado su puesta en escena y juró que nunca volvería a trabajar conmigo. Eso se ha cumplido, desde luego. Las críticas fueron terribles.
– Flavia -reconvino Brett-, fueron terribles las críticas del montaje, las de tu actuación fueron estupendas.
Como si hablara con una niña, Flavia explicó:
– Mis criticas siempre son estupendas, cara. -Así, sencillamente. Miró a Brunetti-. Fue en pleno fiasco cuando llegó ella -dijo señalando a Brett-. Venía a pasar la Navidad conmigo y con mis hijos. -Movió la cabeza negativamente varias veces-. Venía de llevar el cadáver de aquella muchacha a Tokio. No fue una Navidad feliz.
Brunetti, a pesar del champaña, seguía deseando saber más acerca de la muerte de la ayudante de Brett.
– ¿Alguien pensó que podía no haber sido un accidente?
Brett movió la cabeza negativamente. Al parecer, había olvidado la copa que tenía delante.
– No. Casi todos nosotros habíamos resbalado alguna vez al borde de la excavación. Uno de los arqueólogos chinos se había caído un mes antes y se había roto el tobillo. En aquel momento, todos creímos que había sido un accidente. Hubiera podido ser un accidente -añadió sin convicción.
– ¿Colaboró ella en la exposición aquí? -preguntó Brunetti.
– En el montaje, no. Para eso vine yo sola. Pero Matsuko supervisó el embalado de las piezas cuando salieron para China.
– ¿Estaba usted aquí?
Brett titubeó largamente, miró a Flavia, bajó la cabeza y respondió:
– No; no estaba.
Flavia alargó la mano hacia la botella y echó más champaña en las copas, aunque la única que necesitaba el rellenado era la suya.
Todos callaron durante un rato, hasta que Flavia, mirando a Brett, más que preguntar declaró:
– ¿Ella no hablaba italiano, verdad?
– No -respondió Brett.
– Pero tengo entendido que tanto ella como Semenzato hablaban inglés.
– ¿Y eso qué importa? -preguntó Brett con un deje de irritación en la voz que Brunetti intuyó sin poder detectar.
Flavia hizo chasquear la lengua y miró a Brunetti fingiendo exasperación.
– Quizá sea verdad lo que dice la gente de nosotros, los italianos, quizá seamos más comprensivos que otros con la falta de integridad. Usted lo comprende, ¿verdad?
Él asintió.
– Eso significa -explicó a Brett, viendo que Flavia callaba- que ella no podía entenderse con la gente de aquí más que a través de Semenzato. Los dos tenían un idioma común.
– Un momento -dijo Brett. Ahora comprendía lo que querían decir, pero tampoco le gustaba-. ¿Así que Semenzato es culpable, sin más, y Matsuko también? ¿Sólo porque los dos hablaban inglés?
Ni Brunetti ni Flavia contestaron.
– Yo trabajé tres años con Matsuko -insistió Brett-. Ella era arqueóloga y conservadora. Ustedes dos no pueden decidir que fuera una ladrona, no pueden erigirse en juez y jurado y, sin más información ni más pruebas, decidir que era culpable. -Brunetti observó que no parecía tener inconveniente en admitir la culpabilidad que ellos atribuían también a Semenzato.
Seguían sin responder. Transcurrió casi un minuto. Finalmente, Brett se recostó en el sofá, luego extendió el brazo y tomó la copa. Pero no bebió sino que hizo girar el champaña y volvió a dejar la copa en la mesa.
– La cuchilla de Occam -dijo finalmente con resignación en la voz.
Brunetti esperaba que Flavia pudiera explicarle estas palabras, pero ella no dijo nada, por lo que tuvo que preguntar:
– ¿La cuchilla de quién?
– Guillermo de Occam -repitió Brett, sin apartar los ojos de la copa-. Fue un filósofo medieval, inglés, según creo. Tenía la teoría de que la explicación correcta de cualquier problema suele ser la que hace el uso más simple de la información disponible.
Brunetti no pudo menos que pensar que el tal signor Guillermo no era italiano, evidentemente. Miró a Flavia y en su forma de arquear la ceja leyó el mismo pensamiento.
– Flavia, ¿no podría beber otra cosa, por favor? -preguntó Brett tendiendo la copa semillena. Brunetti percibió la vacilación de Flavia, la suspicacia con que lo miró a él y luego otra vez a Brett, y le recordó la mirada de Chiara cuando se le pedía que hiciera algo que la obligaba a salir de la habitación en la que él y Paola iban a hablar de algo de lo que no querían que ella se enterase. Con un movimiento airoso, Flavia se levantó, recogió la copa y se alejó camino de la cocina, deteniéndose en la puerta para decir por encima del hombro:
– Te traeré agua mineral y procuraré tardar mucho en abrir la botella. -Y desapareció dando un portazo.
Brunetti se preguntaba a qué se debía todo aquello.
Cuando Flavia se fue, Brett se lo dijo:
– Matsuko y yo éramos amantes. No se lo he dicho a Flavia, pero lo sabe. -Un golpe seco que llegó de la cocina lo ratificó.