– Empezó en Xian, un año después de que ella llegara a la excavación. -Y, para mayor claridad-: Juntas preparamos la exposición, y ella escribió un texto para el catálogo.
– ¿De quién partió la idea de que ella colaborara en la exposición? -preguntó Brunetti.
Brett estaba violenta y no trataba de disimularlo.
– ¿De mí? ¿De ella? No lo recuerdo. Vino rodado. Lo hablamos una noche. -Se puso colorada bajo sus cardenales-. Por la mañana, estaba decidido que ella escribiría el artículo y que iría a Nueva York para ayudar a montar la exposición.
– ¿Pero usted vino a Venecia sola?
Ella asintió.
– Después de la inauguración en Nueva York, las dos regresamos a China. Yo volví a Nueva York para la clausura y Matsuko fue a Londres a ayudarme a preparar la exposición allí. Inmediatamente después, volvimos a China las dos. Luego yo volé otra vez a Londres para preparar el transporte de las piezas a Venecia. Yo creí que ella se reuniría aquí conmigo para la inauguración, pero se negó, dijo que quería… -Aquí su voz se quebró, y ella tuvo que carraspear antes de repetir-: Dijo que quería que por lo menos esta etapa de la exposición fuera sólo mía y que no vendría.
– Pero vino después de la clausura, ¿no? ¿Cuando había que enviar las piezas de vuelta a China?
– Vino de Xian para tres semanas -dijo Brett. Calló y se miró las manos fuertemente enlazadas-. No lo puedo creer, no lo puedo creer -murmuró, de lo que Brunetti dedujo que sí lo creía-. Entonces, cuando ella vino, todo había terminado ya entre nosotras. Yo había conocido a Flavia en la inauguración. Se lo dije a Matsuko cuando regresé a Xian, aproximadamente un mes después de que se inaugurara la exposición aquí, en Venecia.
– ¿Cómo reaccionó ella?
– ¿A usted qué le parece, Guido, cómo iba a reaccionar? Era lesbiana, casi una niña, a caballo entre dos culturas, criada en el Japón y educada en Estados Unidos. Cuando volví a Xian desde Venecia, después de estar fuera casi dos meses, y le enseñé el catálogo con su artículo en italiano, lloró. Había ayudado a montar la exposición más importante en este campo que se había celebrado en décadas, estaba enamorada de su jefa y creía que su jefa lo estaba de ella. Y entonces llego yo de Venecia, tan satisfecha, y le digo que lo nuestro ha terminado, que me he enamorado de otra, y cuando ella me pregunta por qué, yo, como una estúpida, me pongo a hablar de cultura, de la dificultad de llegar a entender realmente a alguien de una cultura diferente. Le dije que Flavia y yo compartíamos una misma cultura, y ella y yo, no. -Otro fuerte golpe en la cocina fue suficiente para evidenciar la falsedad del pretexto.
– ¿Ella cómo reaccionó?
– Si hubiera sido Flavia, creo que me hubiera matado. Pero Matsuko, por mucho tiempo que hubiera pasado en América, era japonesa. Se inclinó profundamente y salió de mi despacho.
– ¿Y desde entonces?
– Desde entonces fue la ayudante perfecta. Formal, distante y eficaz. Era muy competente. -Hizo una pausa larga y dijo en voz baja-: No me gusta lo que le hice, Guido.
– ¿Por qué vino ella a Venecia para encargarse del envío de las piezas a China?
– Yo estaba en Nueva York -dijo Brett como si esto fuera suficiente explicación. Para Brunetti no lo era, pero optó por dejar las aclaraciones para más adelante-. Llamé a Matsuko y le pedí que viniera a supervisar el embalado y el envío de las cosas a China.
– ¿Y ella accedió?
– Era mi ayudante, ya se lo he dicho. La exposición significaba tanto para ella como para mí. -Al oír cómo sonaban sus propias palabras, Brett agregó-: Por lo menos, eso pensaba yo.
– ¿Y qué me dice de la familia de Matsuko? -preguntó él.
Evidentemente sorprendida, Brett preguntó:
– ¿Su familia?
– ¿Son ricos?
– Ricca sfondata -respondió. Riqueza sin límites-. ¿Por qué le interesa?
– Para saber si lo hizo por dinero -explicó.
– No me gusta esa manera suya de dar por descontado que ella estaba involucrada en esto -protestó Brett, pero débilmente.
– ¿Ya se puede volver sin peligro? -gritó Flavia desde la cocina.
– Basta, Flavia -replicó Brett ásperamente.
Flavia volvió con un vaso de agua mineral en el que subían alegremente las burbujas. Lo puso delante de Brett, miró el reloj y dijo:
– Es hora de las píldoras. -Silencio-. ¿Quieres que te las traiga?
Bruscamente, Brett golpeó con el puño la mesa de mármol, provocando un tintineo de la bandeja y una erupción de burbujas en todos los recipientes.
– Yo puedo ir a buscar las malditas píldoras. -Se levantó del sofá apoyándose en las manos y cruzó rápidamente la habitación. Segundos después, llegaba a la sala el ruido seco de otro portazo.
Flavia se recostó en el respaldo de su sillón, levantó la copa de champaña y tomó un sorbo.
– Caliente -murmuró. ¿El champaña? ¿El ambiente? ¿El genio de Brett? Echó el champaña de su copa en la de Brett y vació la botella en la suya. Tomó un sorbo de prueba y sonrió a Brunetti-. Así está mejor -dijo, dejando la copa en la mesa.
Brunetti, que no sabía si todo esto era un recurso teatral, decidió mantenerse a la expectativa. Estuvieron saboreando el champaña en plácida compañía hasta que, finalmente, Flavia preguntó:
– ¿En qué medida era necesario ponerle vigilancia en el hospital?
– Hasta que pueda hacerme una idea más clara de lo que ocurre no sabré en qué medida es necesario lo que se haga -respondió.
Ella sonrió ampliamente.
– Es reconfortante oír a un funcionario público reconocer ignorancia -dijo inclinándose para dejar la copa vacía en la mesa.
Terminado el champaña, su voz cambió a un registro más grave:
– ¿Matsuko? -preguntó.
– Probablemente.
– Pero, ¿cómo conoció ella a Semenzato? ¿O, por lo menos, cómo supo que él era la persona que debía abordar?
Brunetti reflexionó.
– Al parecer, él tenía cierta reputación, por lo menos, aquí.
– ¿La clase de reputación que habría llegado a oídos de Matsuko?
– Quizá. Hacía años que ella trabajaba con antigüedades, por lo que probablemente había oído rumores. Y dice Brett que su familia es muy rica. Quizá los muy ricos saben estas cosas.
– Sí, las sabemos -convino ella con espontaneidad-. Es casi como un club privado, como si hubiésemos hecho voto de guardarnos los secretos unos a otros. Y siempre es fácil, facilísimo, saber dónde puedes encontrar a un asesor fiscal marrullero, y no es que los haya de otra clase, por lo menos, en este país, o a quien proporcione droga, o chicos, o chicas, o a alguien que se encargue de que un cuadro pase de un país a otro discretamente. Desde luego, no sé cómo funcionan estas cosas en el Japón, pero no creo que allí sea muy distinto de aquí. La riqueza tiene su propio pasaporte.
– ¿Había oído algo a propósito de Semenzato?
– Ya le dije que sólo lo vi una vez y no me gustó, por lo que no me interesaba lo que pudiera decirse de él. Y ahora ya es tarde para preguntar, porque todo el mundo se empeñará en hablar bien. -Se inclinó, tomó la copa de Brett y bebió un sorbo-. Aunque, desde luego, dentro de unas semanas las cosas cambiarán y la gente volverá a decir la verdad. Pero ahora no es momento de hacer indagaciones. -Puso la copa en la mesa.
Aunque creía saber la respuesta, Brunetti preguntó:
– ¿Brett ha dicho algo de Matsuko? Concretamente, después de que mataran a Semenzato.
Flavia movió la cabeza negativamente.
– No ha dicho mucho de nada. Por lo menos, desde que empezó todo esto. -Se inclinó y movió la copa unos milímetros hacia la izquierda. -Brett teme la violencia. Lo cual no tiene sentido, porque ella es muy valiente. Nosotras, las italianas, no somos valientes. Desenvueltas y descaradas, sí, pero carecemos de valor físico. Cuando está en China, pasa la mitad del tiempo viajando por el país y durmiendo en tiendas de campaña. Hasta se fue al Tíbet en autobús. Me dijo que, como los chinos no quisieron darle visado, falsificó los papeles y se fue. No la asustan estas cosas, las cosas que a la mayoría nos aterran, como los conflictos con las autoridades o el arresto. Pero la violencia física le da miedo. Yo diría que porque es muy cerebral, porque ella se plantea y resuelve las cosas con el intelecto. Desde que esto ocurrió no es la misma. No quiere abrir la puerta. Finge no oír el timbre y espera a que conteste yo. Y es que tiene miedo.