Brunetti se preguntaba por qué Flavia le contaba estas cosas.
– He de irme dentro de una semana -dijo ella en respuesta a su pregunta-. Mis hijos se han ido con su padre dos semanas a esquiar y regresan entonces. Ya he suspendido tres actuaciones y no puedo suspender ninguna más. Ni quiero. Le he pedido que venga conmigo, pero no quiere.
– ¿Por qué?
– No lo sé. No quiere darme la razón. O no puede.
– ¿Por qué me dice esto?
– Creo que a usted le escucharía.
– ¿Si le dijera qué?
– Si le pidiera que fuera conmigo.
– ¿A Milán?
– Sí. Luego, en marzo, tengo que estar un mes en Munich. Podría acompañarme.
– ¿No ha de volver a China?
– ¿Para acabar desnucada en el fondo de la fosa? -Aunque sabía que su cólera no era para él, Brunetti cerró los ojos.
– ¿Ella ha hablado de volver?
– Ella no ha hablado de nada.
– ¿Sabe cuándo pensaba marcharse?
– No creo que tuviera un plan. Cuando llegó, dijo que no tenía reserva para el regreso. -Se encaró con la mirada inquisitiva de Brunetti-. Eso dependía de lo que averiguara por medio de Semenzato. -Por su tono, él dedujo que ésta era sólo una parte de la explicación. Esperó el resto-. Pero también dependía de mí, imagino. -Desvió la mirada un momento y agregó-: Me consiguió una invitación para dar lecciones magistrales en Pekín. Quería que fuera con ella.
– ¿Y? -preguntó Brunetti.
Flavia desechó la idea agitando la mano y dijo tan sólo:
– Aún no lo habíamos decidido antes de que ocurriera esto.
– ¿Y después?
Ella movió la cabeza negativamente.
Con tanto hablar de Brett, hasta aquel momento no reparó Brunetti en que hacía ya mucho rato que ella había salido de la sala.
– ¿Es ésa la única puerta? -preguntó.
La pregunta fue tan repentina que Flavia tardó unos instantes en entenderla y luego en descubrir su significado.
– Sí. No hay otra salida. Ni otra entrada. Y el tejado está aislado, no se puede acceder a él. -Se levantó-. Voy a ver qué hace.
Estuvo fuera mucho tiempo, durante el cual Brunetti hojeó el libro que Brett había dejado en el sofá. Miró largamente la puerta de Istar, tratando de averiguar a qué parte de la figura correspondía el ladrillo que había matado a Semenzato. Era como un rompecabezas, y no consiguió encontrar, en el grabado de la puerta, el lugar en el que pudiera encajar la pieza que ahora se encontraba en el laboratorio de la policía de la questura.
Transcurrieron casi cinco minutos antes de que Flavia regresara. Mientras hablaba, se quedó de pie al lado de la mesa, con lo que dio a entender a Brunetti que la visita había terminado.
– Ahora duerme. El analgésico que toma es muy fuerte, me parece que contiene tranquilizante. Además, el champaña habrá influido. Dormirá hasta la tarde.
– Necesito volver a hablar con ella.
– ¿No puede esperar a mañana?
Realmente, no podía, pero no había más remedio.
– Sí. ¿Le parece bien que venga a la misma hora?
– Desde luego. Le diré que ha quedado en volver. Y trataré de limitar el consumo de champaña. -La visita podía haber terminado pero, al parecer, la tregua continuaba.
Brunetti, que había decidido que Dom Pérignon era una bebida excelente para media mañana, pensó que esta precaución era innecesaria y confió en que al día siguiente Flavia hubiera cambiado de opinión.
12
¿Era esto señal de un alcoholismo incipiente?, pensó Brunetti al descubrir que, durante el camino de regreso a la questura, sentía deseos de entrar en un bar a pedir otra copa de champaña. ¿O era, sencillamente, la reacción inevitable a la perspectiva de tener que hablar con Patta aquella mañana? Le parecía preferible la primera explicación.
Cuando abrió la puerta de su despacho, sintió una oleada de aire caliente tan palpable que se volvió a mirar si la veía rodar por el pasillo y arrollar a algún inocente que no estuviera familiarizado con los caprichos del sistema de calefacción. Todos los años, alrededor del día de santa Ágata, 5 de febrero, el calor invadía todos los despachos del lado norte de la cuarta planta de la questura al tiempo que desaparecía de los pasillos y despachos del lado sur de la tercera planta. La situación se prolongaba unas tres semanas, generalmente, hasta san Leandro, al que la mayoría de los empleados solían agradecer el favor de su liberación. Nadie había sido capaz no ya de corregir sino de comprender siquiera el fenómeno, a pesar de que hacía por lo menos cinco inviernos que se reproducía la anomalía. La caldera principal había sido objeto de exámenes, revisiones, reajustes, improperios y puntapiés de diversos técnicos, ninguno de los cuales había conseguido repararla. Los que trabajaban en aquellas dos plantas ya se habían resignado y adoptaban las medidas oportunas: unos se quitaban la chaqueta y otros se ponían los guantes.
Brunetti asociaba el fenómeno con la fiesta de santa Ágata tan estrechamente que no podía ver una imagen de la santa mártir, representada indefectiblemente llevando en una fuente los dos pechos cortados, sin imaginar que lo que la santa exhibía eran dos piezas de la caldera centraclass="underline" quizá dos grandes arandelas.
Se quitó el abrigo y la chaqueta mientras cruzaba el despacho y abría las dos altas ventanas. Al instante se quedó helado y recuperó la chaqueta de encima de la mesa adonde la había lanzado. Durante los años, había desarrollado una cronología para abrir y cerrar las ventanas que, si por un lado regulaba eficazmente la temperatura, por el otro, le impedía concentrarse en el trabajo. ¿Estaría a sueldo de la Mafia el encargado de mantenimiento? Al leer los periódicos, daba la impresión de que una persona de cada dos lo estaba, ¿por qué no, pues, el encargado?
Encima de la mesa tenía los consabidos informes de personal y peticiones de información de la policía de otras ciudades, además de cartas de particulares. Una mujer de la pequeña isla de Torcello le escribía para pedirle personalmente que buscara a su hijo, que había sido secuestrado por los sirios. La mujer estaba loca y varios miembros de la policía recibían periódicamente cartas suyas, todas las cuales se referían al mismo hijo inexistente, pero los secuestradores variaban de acuerdo con la actualidad política mundial.
Si iba ahora mismo, podría ver a Patta antes del almuerzo. Con tan halagüeña perspectiva, Brunetti tomó la delgada carpeta que contenía los papeles relacionados con los casos Lynch y Semenzato y bajó al despacho de su superior.
Los lirios frescos abundaban pero la signorina Elettra no estaba en su sitio. Quizá había ido a ver a su jardinero paisajista. Brunetti llamó con los nudillos a la puerta de Patta y fue invitado a entrar. El despacho del vicequestore no estaba expuesto a las veleidades del sistema de calefacción y se mantenía a la óptima temperatura de 22 grados centígrados, ideal para que su ocupante pudiera permitirse el lujo de quitarse la chaqueta si el ritmo de trabajo se hacía muy intenso. Pero hasta este momento había sido dispensado de tal necesidad, y Brunetti lo encontró sentado detrás de su escritorio, con la americana de mohair bien abrochada y el alfiler de corbata de brillantes en su sitio. Como siempre, Patta parecía haberse escapado de una moneda romana, con sus grandes ojos castaños enmarcados por las restantes perfecciones de su rostro.