– Buenos días, señor -dijo Brunetti, tomando el asiento que Patta le indicaba.
– Buenos días, Brunetti. -Cuando Brunetti se inclinó para poner la carpeta encima de la mesa, su superior la rechazó con un ademán-. Ya lo he leído. Y muy despacio. Veo que usted parte de la hipótesis de que la agresión a la dottoressa Lynch y el asesinato del dottor Semenzato están relacionados.
– Sí, señor. No veo la posibilidad de que no lo estén.
Durante un momento, Brunetti pensó que Patta, según su costumbre, disentiría de una opinión que no era la suya, pero su jefe lo sorprendió al mover la cabeza afirmativamente diciendo:
– Probablemente, esté en lo cierto. ¿Qué ha hecho hasta ahora?
– He hablado con la dottoressa Lynch -empezó, pero Patta lo interrumpió:
– Espero que con la mayor cortesía.
Brunetti se limitó a un simple:
– Sí, señor.
– Bien, bien. Es una gran benefactora de la ciudad y debe ser tratada con la mayor consideración.
Brunetti dejó pasar la observación sin comentarios y prosiguió:
– Una ayudante japonesa vino a la clausura de la exposición a supervisar el embalaje y expedición de las piezas a China.
– ¿Una ayudante de la dottoressa Lynch?
– Sí, señor.
– Entiendo. -El tono de Patta era tan obsceno que Brunetti tuvo que esperar un momento antes de preguntar:
– ¿Puedo seguir, señor?
– Sí, sí, por supuesto.
– La dottoressa Lynch me dijo que esa mujer murió en un accidente en China.
– ¿Qué clase de accidente? -preguntó Patta, como si ello tuviera que resultar consecuencia ineludible de su orientación sexual.
– Una caída, en la excavación arqueológica en la que trabajaban.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace tres meses. Fue después de que la dottoressa Lynch escribiera a Semenzato que pensaba que varias de las piezas que habían llegado a China eran falsas.
– ¿Y esas piezas habían sido embaladas por la que murió?
– Eso parece.
– ¿Preguntó a la dottoressa Lynch cuál era su relación con esta mujer?
En realidad, Brunetti no podía decir que se lo hubiera preguntado.
– No, señor; no se lo pregunté. La dottoressa parecía muy afectada por su muerte y por la posibilidad de que esa joven estuviera implicada en lo que ahora sucede aquí, sea lo que sea. Pero eso es todo.
– ¿Está seguro, Brunetti? -Patta incluso entornó los ojos al preguntarlo.
– Completamente. Apostaría mi reputación. -Como hacía siempre que mentía a Patta, lo miró a los ojos sin pestañear-. ¿Puedo continuar, señor? -Nada más preguntarlo, Brunetti descubrió que no tenía nada más que decir, o por lo menos, que decir a Patta. No le diría que la familia de la japonesa era tan rica que, probablemente, ella no podía tener un interés económico en sustituir las piezas. La idea de la forma en que Patta reaccionaría a la hipótesis de que el móvil pudieran ser los celos le hacía sentir una ligera náusea.
– ¿Cree usted que la japonesa sabía que las piezas que se enviaban a China eran falsas?
– Es posible.
– ¿O incluso que lo hubiera organizado ella? -dijo Patta con énfasis-. Tuvo que ayudarla alguien, alguien de aquí, de Venecia.
– Eso parece, señor. Es una posibilidad que estoy investigando.
– ¿Cómo?
– He iniciado una investigación de las cuentas del dottor Semenzato.
– ¿Con qué autoridad? -ladró Patta.
– La mía, señor.
Patta se reservó el comentario.
– ¿Qué más?
– He hablado de Semenzato con varias personas, y espero recibir información sobre su reputación real.
– ¿A qué se refiere con lo de su «reputación real»?
Ah, cuan raramente la fortuna pone en nuestras manos al enemigo para que hagamos con él lo que queramos.
– ¿No le parece, señor, que todo funcionario tiene una reputación oficial, lo que la gente dice de él en público, y una reputación real, lo que la gente sabe que es verdad y dice de él en privado?
Patta apoyó la mano derecha en la mesa con la palma hacia arriba haciendo girar con el pulgar el anillo del dedo meñique, aparentemente concentrado en el movimiento.
– Quizá, quizá. -Levantó la mirada de la palma de la mano-. Prosiga, Brunetti.
– He pensado empezar por estas dos cosas y ver adonde me llevan.
– Sí; me parece lógico -dijo Patta-. Recuerde que quiero saber todo lo que hace y todo lo que averigua. -Consultó su Rolex Oyster-. No quiero entretenerlo más, Brunetti, para que pueda ponerse con esto cuanto antes.
Brunetti se levantó, comprendiendo que había sonado la hora del almuerzo de Patta. Empezó a caminar hacia la puerta, curioso por descubrir la forma en que Patta le recordaría que debía tratar a Brett con guantes de terciopelo.
– Una cosa, Brunetti -dijo Patta cuando su subordinado llegaba a la puerta.
– ¿Sí, señor? -preguntó él con verdadera curiosidad, un sentimiento que Patta muy raramente le inspiraba.
– Quiero que trate a la dottoressa Lynch con guantes de terciopelo. -Vaya, conque ésta era realmente la fórmula.
13
De nuevo en su despacho, lo primero que hizo Brunetti después de abrir la ventana fue llamar a Lele. En su casa no contestaban, por lo que Brunetti probó en la galería, donde el pintor descolgó el aparato después de seis señales.
– Pronto.
– Ciao, Lele, aquí Guido. Te llamo por si has podido averiguar algo.
– ¿Sobre esa persona? -preguntó Lele, dándole a entender que no podía hablar con libertad.
– ¿Hay alguien contigo?
– Ah, sí, ahora que lo menciona, yo diría que sí. ¿Estará todavía en su despacho dentro de un rato, signor Scarpa?
– Sí, estaré aquí una hora todavía.
– Muy bien, signor Scarpa. Le llamaré en cuanto termine.
– Gracias, Lele -dijo Brunetti y colgó.
¿Quién podía ser la persona que estaba con Lele que no debía saber que éste hablaba con un comisario de policía?
Repasó los papeles de la carpeta, haciendo anotaciones aquí y allá. Había estado varias veces en contacto con la sección de la policía encargada de la investigación del robo de obras de arte, pero en este momento lo único que podía darles era el nombre de Semenzato; pruebas, ninguna. Aunque era posible que Semenzato tuviera una reputación que no aparecía en los informes oficiales, una reputación que no llegaba al papel.
Hacía cuatro años, Brunetti había tratado con uno de los capitanes de la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma, acerca de un retablo gótico robado de la iglesia de San Giacomo dell'Orio. Giulio nosecuántos, no recordaba el apellido. Descolgó el teléfono y marcó el número de la signorina Elettra.
– ¿Sí, comisario? -dijo, cuando él se identificó.
– ¿Ha sabido algo de Heinegger o de sus amigos del banco?
– Esta tarde lo sabré.
– Bien. Mientras tanto, le agradeceré que mire si puede encontrar en los archivos el nombre de un capitán de la sección antirrobo de obras de arte de Roma. Giulio nosecuántos. Nos escribimos hará unos cuatro años, quizá cinco, sobre un robo que se cometió en San Giacomo dell'Orio.
– ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar archivado, comisario?
– O en mi nombre, ya que yo redacté el informe original, o en el nombre de la iglesia o, quizá, en robo de obras de arte. -Reflexionó un momento y agregó-: Compruebe la ficha de un tal Sandro… es decir, Alessandro Benelli con dirección en San Lio. Creo que aún estará en la cárcel, pero quizá se mencione el nombre del capitán. Si mal no recuerdo, declaró en el juicio.