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Sin decir palabra, el hombre retrocedió un paso y agarró unas llaves de encima de una mesa que había al lado de la puerta. Dejó caer el libro al suelo, cerró la puerta y desapareció por la escalera abajo antes de que Flavia pudiera decir más.

Flavia volvió a su apartamento subiendo los peldaños de dos en dos. Vio que debajo de la cara de Brett había un charquito de sangre, en el que flotaba un fino mechón de pelo. Años atrás, había leído que a las personas en estado de shock hay que mantenerlas despiertas, que es peligroso que se duerman, por lo que volvió a arrodillarse al lado de su amiga y la llamó. Ahora uno de los párpados estaba tan hinchado que no podía abrirse, pero al sonido de la voz el otro se entreabrió ligeramente y Brett la miró sin dar señales de reconocerla.

– Luca ha ido a buscar a un médico. Enseguida estarán aquí.

Lentamente, la mirada pareció extraviarse, luego volvió a fijarse en ella. Flavia se sentó sobre los talones e inclinando el cuerpo hacia adelante apartó el pelo que cubría la cara de Brett y sintió que la sangre le empapaba los dedos.

– Todo se arreglará. Enseguida llegarán y te curarán. Todo se arreglará, mi vida. No tengas miedo.

El párpado se cerró, se abrió, la mirada se perdió, luego volvió.

– Duele -susurró.

– No te apures, Brett. Pronto pasará.

– Duele.

Flavia acercó la cara a la de su amiga, tratando de hacer que aquel párpado siguiera abierto, de captar la atención de aquella mirada, musitando frases que luego no recordaría. Al cabo de un rato, estaba llorando, sin darse cuenta.

Vio la mano de Brett, semiescondida por el edredón y la asió con suavidad, como si fuera del mismo plumón que la envolvía.

– Pronto estarás bien, Brett.

De pronto, oyó pasos y voces en la escalera. Por un momento, pensó que pudieran ser los dos hombres que volvían para terminar lo que fuera que hubieran venido a hacer. Se levantó y fue hacia la puerta, confiando en poder cerrarla a tiempo, pero entonces vio la cara de Luca y, detrás de él, a un hombre con chaqueta blanca y un maletín negro.

– Gracias a Dios -exclamó y comprobó con sorpresa que lo decía sinceramente. Detrás de ella, cesó la música. Finalmente, «Elvira» tenía a su «Arturo» y la ópera había terminado.

2

Flavia retrocedió para dejar entrar a los dos hombres.

– ¿Qué hay? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Luca mirando el edredón del suelo y la figura que cubría. Dio mio -murmuró sin poder contenerse y se inclinó hacia Brett, pero Flavia extendió el brazo atajando el movimiento y llevándoselo de allí, para hacer sitio al médico al lado de la mujer que estaba en el suelo.

El médico se agachó y alargó la mano buscando el pulso del cuello. Al comprobar que era lento pero firme, retiró el edredón para examinar las lesiones. El jersey estaba ensangrentado y fruncido bajo las axilas, dejando el torso al descubierto. La piel tenía desgarros y marcas rojas que estaban amoratándose.

– Signora, ¿puede usted oírme? -preguntó el médico.

Brett hizo un sonido gutural; le era muy difícil articular palabras.

– Voy a moverla. Sólo un poco, lo justo para examinarla. -Hizo un ademán a Flavia, que se arrodilló al otro lado-. Sujétele los hombros. Tengo que estirarle las piernas. -El médico asió la pierna izquierda por la pantorrilla, la enderezó y repitió la operación con la derecha. Lentamente, dio la vuelta a la agredida y Flavia le apoyó el hombro en el suelo. Todos estos movimientos llegaban a la semiinconsciente Brett como una nueva oleada de dolores, y ella gemía.

– Traiga unas tijeras -dijo el médico a Flavia que, obediente, entró en la cocina y sacó unas tijeras de un gran bote de cerámica de la encimera. Entonces notó el calor del aceite que siseaba en la sartén en el fogón. De un manotazo, hizo girar la llave y volvió rápidamente junto al médico.

Éste cortó el ensangrentado jersey para liberar el tórax. El hombre que la había golpeado llevaba un grueso anillo de sello que había dejado pequeñas improntas circulares más oscuras en las ya amoratadas señales de los golpes.

El médico volvió a inclinarse.

– Ahora procure abrir los ojos.

Brett trató de obedecer, pero sólo pudo abrir uno. El médico sacó una linternita del maletín y le iluminó la pupila, que se contrajo. Involuntariamente, ella cerró el párpado.

– Está bien -dijo el médico-. Ahora mueva la cabeza, aunque sólo sea un poco.

Aunque le costó un gran esfuerzo, Brett lo consiguió.

– Y ahora la boca. ¿Puede abrirla?

Ella lo intentó y ahogó un grito de dolor, un sonido que hizo a Flavia buscar el apoyo de la pared.

– Ahora le examinaré las costillas, signora. Cuando le haga daño, dígamelo. -Le palpó las costillas suavemente. Ella se quejó dos veces.

El médico sacó un sobre de gasa estéril y lo abrió. Empapó la gasa en antiséptico y, lentamente, empezó a limpiarle la cara de sangre. La fosa nasal derecha y el corte del labio seguían sangrando. El hombre hizo una seña a Flavia, que volvió a arrodillarse a su lado.

– Manténgale esto en el labio y procure que no se mueva.

Dio a Flavia la gasa manchada de sangre, y ella obedeció.

– ¿Dónde está el teléfono? -preguntó el médico.

Flavia señaló la sala con un movimiento de la cabeza. El médico desapareció por la puerta, y Flavia le oyó marcar y hablar con el hospital. Pedía una camilla. ¿Por qué no se le había ocurrido? La casa estaba tan cerca del hospital que no hacía falta ambulancia.

Luca andaba alrededor de ellas, sin saber qué hacer, hasta que finalmente se inclinó y tapó a Brett con el edredón.

El médico volvió y se agachó al lado de Flavia.

– Ya vienen. -Miró a Brett-. No puedo darle nada para el dolor hasta que le hagamos las radiografías. ¿Duele mucho?

Para Brett el mundo era sólo dolor.

El médico, al ver que temblaba, preguntó:

– ¿Tienen más mantas? -Luca, al oírlo, entró en el dormitorio y salió con una colcha que entre él y el médico extendieron encima de ella, pero no pareció que sirviera de algo. El mundo se había enfriado, y ella no sentía nada más que frío y un dolor creciente.

El médico se puso en pie y miró a Flavia.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé. Yo estaba en la cocina. Cuando he salido, ella estaba en el suelo y había dos hombres.

– ¿Quiénes eran? -preguntó Luca.

– No lo sé. Uno era alto y el otro bajo.

– ¿Y qué has hecho?

– Atacar.

Los dos hombres se miraron.

– ¿Cómo? -preguntó Luca.

– Tenía un cuchillo. Estaba en la cocina, y he salido con el cuchillo en la mano. Cuando los he visto, me he lanzado sin pensar. Se han ido corriendo. -Movió la cabeza, desinteresándose de todo aquello-. ¿Cómo está? ¿Qué le han hecho?

Antes de responder, el médico se apartó unos pasos de Brett, aunque ésta estaba muy ajena a lo que ocurría alrededor como comprender u oír siquiera sus palabras.

– Tiene varias costillas rotas, contusiones y cortes. Y quizá la mandíbula fracturada.

– Oh, Gesù -dijo Flavia llevándose la mano a la boca.

– Pero no hay señales de conmoción. Reacciona a la luz y entiende lo que le digo. De todos modos, hay que hacer radiografías.

Aún no había acabado de hablar el médico cuando se oyeron voces en la escalera. Flavia se arrodilló junto a Brett.

– Ya vienen, cara. Todo se arreglará. -Lo único que supo hacer fue poner la mano en la colcha encima el hombro de Brett y mantenerla allí, con la esperanza de transmitirle su calor-. Te pondrás bien.

Dos hombres con bata blanca aparecieron en la puerta, y Luca con un ademán les invitó a entrar. Habían dejado la camilla en el portal, como era lo obligado en Venecia, y habían subido el sillón de mimbre que utilizaban para acarrear a los enfermos por las estrechas escaleras de las casas venecianas.