Un golpe en la puerta interrumpió sus reflexiones.
– Avanti -gritó cerrando la ventana. Hora de volver a asarse.
Entró la signorina Elettra, con un bloc en una mano y una carpeta en la otra.
– En esta carpeta he encontrado el apellido del capitán. Es Carrara, Giulio Carrara. Sigue en Roma pero el año pasado fue ascendido a maggiore.
– ¿Cómo lo ha averiguado, signorina?
– He llamado a su despacho en Roma y he hablado con su secretaria. Le he dicho que le avise de que usted le llamará esta tarde. Ya había salido a almorzar y no volverá hasta las tres y media. -Brunetti sabía lo que en Roma podía significar las tres y media.
Como si hubiera expresado su pensamiento en voz alta, la signorina Elettra dijo:
– Le he preguntado y ella me ha dicho que realmente regresa a las tres y media, así que estoy segura de que puede llamarle.
– Gracias, signorina -dijo y una vez más dio gracias en silencio de que esta maravilla pudiera resistir incólume el diario asalto de las intemperancias de Patta-. ¿Puedo preguntarle cómo ha conseguido encontrar el nombre tan pronto?
– Oh, hace meses que trato de familiarizarme con los archivos. He hecho varios cambios porque el sistema actual no tiene lógica. Espero que nadie se moleste.
– No lo creo. Nadie ha podido encontrar nunca nada en ese archivo, de modo que cualquier cambio tiene que ser para mejorar. Además, se supone que todo está pasado al sistema informático.
Ella lo miró con la expresión del que ha pasado algún tiempo en medio de las fichas acumuladas, y Brunetti tomó nota de no repetir esta observación. La joven puso la carpeta encima de la mesa. Él observó que hoy llevaba un vestido de lana negra con un atrevido cinturón rojo ceñido a la fina cintura. La joven sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
– ¿Siempre hace aquí tanto calor, comisario? -preguntó.
– No, signorina, es algo que ocurre durante unas semanas a partir de primeros de febrero. Generalmente, termina antes de fin de mes. No afecta su despacho.
– ¿Es el scirocco? -La pregunta era lógica. Si el viento cálido de África traía el acqua alta, también podía traer temperatura alta al despacho.
– No, signorina. Es el sistema de calefacción. Nadie ha podido descubrir la causa. Ya se acostumbrará. De todos modos, antes de fin de mes habrá pasado.
– Así lo espero -dijo ella volviendo a enjugarse la frente-. Si no desea nada más, me iré a almorzar.
Brunetti miró el reloj y vio que era casi la una.
– Llévese un paraguas -dijo-. Parece que volverá a llover.
Brunetti fue a almorzar a casa con su familia, y Paola cumplió su promesa de no contar a Raffi lo que había pensado su padre al ver las jeringuillas en su habitación. Pero, a cambio de su silencio, obtuvo de Brunetti la firme promesa de que no sólo la ayudaría a sacar la mesa a la terraza a la primera señal de buen tiempo sino que también manejaría las jeringuillas para inyectar el insecticida en los múltiples agujeros hechos por las carcomas en las patas del mueble para hibernar en ellos.
Después del almuerzo, Raffi se encerró en su cuarto, diciendo que tenía que hacer deberes de griego, concretamente, traducir diez páginas de Homero para el día siguiente. Dos años antes, cuando se consideraba un anarquista, se encerraba en su cuarto para elucubrar sombríamente sobre los males del capitalismo y quién sabe si precipitar con ello su caída. Pero este año había encontrado no sólo novia sino también, al parecer, el afán de ser admitido en la universidad. En cualquier caso, seguía desapareciendo de la mesa inmediatamente después de la comida, de lo que Brunetti deducía que su deseo de soledad obedecía más a un imperativo de la adolescencia que a una orientación política.
Paola formuló veladas amenazas a Chiara si no la ayudaba a fregar los cacharros, y mientras ellas dos trajinaban Brunetti se asomó a la cocina para decirles que se iba a trabajar.
Cuando salió a la calle, ya había empezado a caer la lluvia que había estado amenazando toda la mañana, todavía era fina pero tenía trazas de arreciar. Abrió el paraguas y torció por Rugetta, camino del puente de Rialto. A los pocos minutos, se felicitó de haberse acordado de ponerse las botas, porque en el suelo se habían formado grandes charcos que invitaban a chapotear. Cuando hubo cruzado el puente, la lluvia arreció, y Brunetti llegó a la questura con los pantalones empapados de la pantorrilla a la rodilla, por encima de lo que protegían las botas.
En el despacho, se quitó la chaqueta y pensó que ojalá pudiera quitarse también los pantalones y colgarlos encima del radiador: allí se secarían en dos minutos. Pero se limitó a dejar la ventana abierta para enfriar el despacho y luego se sentó a la mesa, marcó el número de la centralita y pidió que le pusieran con la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma. Cuando consiguió comunicación, dio su nombre y preguntó por el maggiore Carrara.
– Buon giorno, comisario.
– Enhorabuena, maggiore.
– Gracias, ya era hora.
– Todavía es muy joven. Le sobra tiempo para llegar a general.
– Cuando yo llegue a general, en los museos de este país no quedará ni un solo cuadro. -La risa de Carrara, cuando al fin llegó, se había producido con la demora suficiente como para que Brunetti se quedara con la duda de si el comentario era realmente una broma.
– Por eso le llamo, Giulio.
– ¿Por cuadros?
– No sé si cuadros, en cualquier caso, museos.
– ¿De qué se trata? -preguntó Carrara con aquella viva curiosidad que, según recordaba Brunetti, sentía el romano por su trabajo.
– Tenemos un caso de asesinato.
– Sí, lo sé, Semenzato, en el palazzo Ducale. -La voz era neutra.
– ¿Sabe algo de él, Giulio?
– ¿Oficial o extraoficialmente?
– Oficialmente.
– No sé nada. Nada de nada. Absolutamente nada. -Adelantándose a Brunetti, Carrara interrumpió su propia letanía para preguntar-: ¿Es suficiente para pasar a la pregunta siguiente, Guido?
– Está bien -sonrió Brunetti-. ¿Y extraoficialmente?
– Es curioso que me haga esa pregunta. En realidad, tengo encima de la mesa una nota para llamarle. No sabía que llevaba usted el caso hasta que leí su nombre en el periódico esta mañana, y pensé en llamarle para hacerle varias sugerencias. Y de paso pedirle un par de favores. Creo que hay varias cosas que nos interesan a ambos.
– ¿Como por ejemplo?
– Sus cuentas bancarias.
– ¿Las de Semenzato?
– ¿No estábamos hablando de él?
– Lo siento Giulio, pero durante todo el día se me ha estado repitiendo que no se debe hablar mal de los muertos.
– Si no podemos hablar mal de los muertos, ¿de quién vamos a hablar mal? -preguntó Carrara con sorprendente sensatez.
– Ya tengo a una persona trabajando en eso. Mañana deberíamos disponer de las cuentas. ¿Algo más?
– Me gustaría echar una ojeada a la lista de sus llamadas de larga distancia, tanto desde su domicilio como desde su despacho del museo. ¿Cree que podrá conseguirlas?
– ¿Todavía hablamos extraoficialmente?
– Sí.
– Las tendrá.
– Bien.
– ¿Algo más?
– ¿Ya ha hablado con la viuda?
– No; personalmente, no. Habló con ella uno de mis hombres. ¿Por qué?
– Quizá ella sepa qué viajes hizo su marido durante los últimos meses.
– ¿Por qué le interesa eso? -preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.
– No existe una razón especial, Guido. Pero nos gusta saber eso cuando el nombre de una persona nos ha saltado a la vista más de una vez.