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– ¿Y ha sido así en este caso?

– Sí.

– ¿Con qué motivo?

– Ninguno en concreto, a decir verdad. -Carrara parecía pesaroso por no poder concretar una acusación-. Dos hombres a los que arrestamos en el aeropuerto hace más de un año con figuras de jade chinas dijeron que habían oído mencionar su nombre en una conversación. Eran simples correos; no sabían prácticamente nada; ni siquiera el valor de lo que transportaban.

– ¿Y era? -preguntó Brunetti.

– Miles de millones de liras. Las figuras procedían del Museo Nacional de Taiwan, del que habían desaparecido tres años antes, nadie sabía cómo.

– ¿Eran esas figuras lo único que había desaparecido?

– No; pero son lo único que se ha recuperado. Hasta el momento.

– ¿En qué otra ocasión oyó mencionar su nombre?

– Se lo oí a uno de los pequeños delincuentes a los que aquí tenemos colgados de un hilo. En cualquier momento podríamos encerrarlo por drogas y allanamiento pero lo dejamos libre a cambio de la información que nos pasa de vez en cuando. Nos dijo que había oído mencionar el nombre de Semenzato durante una conversación telefónica de uno de los hombres a los que él vende cosas.

– ¿Cosas robadas?

– Naturalmente. No tiene nada más que vender.

– ¿Y ese hombre hablaba con Semenzato o de Semenzato?

– Hablaba de él.

– ¿Le dijo qué había oído?

– El que hablaba sólo dijo a la otra persona que debía tratar de ponerse en contacto con Semenzato. En un principio, la referencia no parecía incriminatoria. Al fin y al cabo, se trataba de un director de museo. Pero después atrapamos a los dos hombres en el aeropuerto y ahora Semenzato aparece muerto en su despacho. Así que pensé que había llegado el momento de hablar de eso con usted. -Carrara hizo una pausa lo bastante larga como para señalar que él ya no tenía nada más que ofrecer y que había llegado el momento de ver lo que podía conseguir-. ¿Qué han podido averiguar ustedes sobre él?

– ¿Recuerda la exposición de China que se celebró hace unos años?

Carrara emitió un gruñido de asentimiento.

– Varias de las piezas que iban en la expedición de vuelta a China eran copias.

Por la línea llegó claramente el silbido de Carrara, que tanto podía ser de sorpresa como de admiración por semejante hazaña.

– Y, al parecer, Semenzato era socio comanditario de un par de negocios de antigüedades, uno de aquí y otro de Milán -prosiguió Brunetti.

– ¿Quién es el dueño?

– Francesco Murino. ¿Lo conoce?

El tono de Carrara era lento y comedido.

– Sólo como conocíamos a Semenzato, extraoficialmente. Pero nos hemos tropezado con su nombre más de una vez y más de dos.

– ¿Algo en concreto?

– Nada. Por lo visto, sabe cubrirse bien. -Se hizo una larga pausa y entonces Carrara agregó, en una voz repentinamente más seria-: O alguien más lo cubre.

– ¿Ésas tenemos? -preguntó Brunetti. Aquella respuesta podía significar cualquier cosa: una rama del Gobierno, la Mafia, un Gobierno extranjero, incluso la Iglesia.

– Sí. Ninguna de las pistas conduce a ningún sitio. Oyes un nombre y luego dejas de oírlo. La brigada de Delitos Económicos le ha hecho tres inspecciones en los dos últimos años, y está limpio.

– ¿Se ha asociado su nombre al de Semenzato?

– Aquí, no. ¿Qué más tenemos?

– ¿Conoce a la dottoressa Lynch?

– L'americana? -preguntó Carrara.

– Sí.

– Naturalmente que sé quién es. Al fin y al cabo, estoy licenciado en Historia del Arte, Guido.

– ¿Tan conocida es?

– Su libro sobre arte chino es el mejor que se ha escrito. Sigue en China, ¿verdad?

– No; está aquí.

– ¿En Venecia? ¿Y qué hace ahí?

Lo mismo se había preguntado Brunetti. La respuesta que se había dado era que estaba tratando de decidir entre regresar a China, quedarse junto a su amante y, ahora, descubrir si su anterior amante había sido asesinada.

– Vino para hablar con Semenzato acerca de las piezas que se enviaron a China. La semana pasada, dos gorilas le dieron una paliza. Le hicieron una fisura en la mandíbula y le fracturaron varias costillas. Apareció en los periódicos.

Otra vez sonó el silbido de Carrara, pero ahora consiguió transmitir compasión.

– Aquí no hablaron de ello.

– Su ayudante, una japonesa que vino para supervisar la devolución de las piezas a China, murió allí de accidente.

– Freud dice no sé dónde que los accidentes no existen, ¿verdad?

– No sé si Freud incluía a China cuando dijo eso, pero no parece que fuera un accidente, desde luego.

El gruñido de Carrara podía significar cualquier cosa. Brunetti optó por interpretarlo como una afirmación y dijo:

– Mañana por la mañana hablaré con la dottoressa Lynch.

– ¿Por qué?

– Quiero convencerla para que salga de la ciudad una temporada y quiero saber más cosas acerca de las piezas sustituidas. Qué eran, si tienen valor en el mercado…

– Claro que tienen valor en el mercado -le interrumpió Carrara.

– Sí, eso ya lo imagino, Giulio. Pero quiero tener una idea de cuál pueda ser ese valor y de si podrían venderse abiertamente.

– Perdón. No entendí a qué se refería, Guido. -Su pausa podía interpretarse como una disculpa, y agregó-: Si viene de una excavación de China, puedes pedir lo que quieras.

– ¿Tanto valor tiene?

– Tanto valor. Pero, ¿qué desea saber concretamente?

– Primero, dónde y cómo se hicieron las copias.

Carrara le interrumpió otra vez.

– Italia está llena de talleres que se dedican a hacer copias, Guido. Copias de todo: estatuas griegas, joyas etruscas, alfarería Ming, pinturas renacentistas. Usted diga qué quiere y saldrá un artesano italiano que le hará una copia que engañará a los especialistas.

– ¿Pero no tienen ustedes toda clase de medios para detectarlas? La prueba del carbono 14 y esas cosas.

Carrara se rió.

– Hable con la dottoressa Lynch, Guido. Le dedica un capítulo de su libro. Estoy seguro de que puede decirle cosas que le mantendrán despierto en las largas noches de invierno. -Brunetti oyó ruido en el otro extremo del hilo, seguido de un silencio, cuando Carrara cubrió el micro con la mano. Al cabo de un momento, el maggiore le decía-: Perdone, Guido, pero acaban de darme una conferencia con Vietnam que hace dos días que estoy tratando de conseguir. Llámeme sí sabe algo. Yo también le llamaré. -Antes de que Brunetti pudiera asentir, Carrara había colgado.

14

Totalmente ajeno al calor que hacía en su despacho, Brunetti reflexionaba sobre lo que le había dicho Carrara. Tómese un director de museo, agréguense guardias, sindicatos, un poco de Mafia y el resultado era un cóctel lo bastante fuerte como para dar a la rama antirrobo de obras de arte una buena resaca. Sacó una hoja de papel del cajón y empezó a hacer la lista de la información que necesitaba de Brett. Una descripción completa de las piezas falsificadas. Más información acerca de cómo pudo llevarse a cabo la sustitución y de dónde y cómo se habían hecho las copias. Y necesitaba una descripción detallada de las conversaciones mantenidas y la correspondencia intercambiada con Semenzato.

Interrumpió la escritura y dejó que su pensamiento derivara hacia lo personaclass="underline" ¿regresaría Brett a China? Al pensar en ella, evocando la imagen de cómo la había visto por última vez, dando un puñetazo en la mesa y saliendo de la sala con un portazo, advirtió una discrepancia que hasta aquel momento se le había escapado. ¿Por qué ella sólo había recibido una paliza mientras Semenzato había sido asesinado? Brunetti no dudaba de que los hombres enviados a su casa sólo llevaban órdenes de hacerle llegar su violenta advertencia para que no acudiera a la cita. Pero, ¿por qué molestarse, si de todos modos iban a matar a Semenzato? ¿La intervención de Flavia había alterado el equilibrio de las cosas o acaso Semenzato, de algún modo, había provocado la violencia que le había costado la vida?