Primero, las cosas prácticas. Llamó a Vianello y le pidió que subiera y que, al pasar por delante del despacho de Patta, rogara a la signorina Elettra que lo acompañara. El informe de la Interpol no había llegado todavía, por lo que pensaba que ya era hora de empezar a indagar por su cuenta. Fue a la ventana y la abrió mientras esperaba que llegaran.
Entraron juntos, minutos después. Vianello abrió la puerta e invitó a la mujer a entrar primero. Cuando ambos estuvieron dentro, Brunetti cerró la ventana y el sargento, el adusto y tosco Vianello, acercó una silla a la mesa de Brunetti y la ofreció a la signorina Elettra. ¿Vianello?
Mientras se sentaba, la signorina Elettra dejó una hoja de papel en la mesa de Brunetti.
– Ha llegado esto de Roma, comisario. -En respuesta a su muda pregunta, agregó-: Han identificado las huellas.
Bajo el membrete de los carabinieri, la carta, que tenía una firma indescifrable, decía que las huellas tomadas del teléfono de Semenzato correspondían a las de Salvatore La Capra, de veintitrés años, residente en Palermo. A pesar de su juventud, La Capra tenía a su espalda un número considerable de arrestos y acusaciones: extorsión, violación, agresión, intento de asesinato y asociación con conocidos miembros de la Mafia. Acusaciones que habían sido retiradas en distintas fases del largo proceso legal que mediaba entre el arresto y el juicio. Tres testigos del caso de extorsión habían desaparecido; la mujer que había presentado la denuncia de violación se había retractado. La única acusación que se había mantenido contra La Capra era por exceso de velocidad, infracción por la que había pagado una multa de cuatrocientas veintidós mil liras. El informe señalaba también que La Capra, que no estaba empleado, vivía con su padre.
Cuando acabó de leer el informe, Brunetti miró a Vianello.
– ¿Ha visto esto?
Vianello asintió.
– ¿Por qué me suena el nombre? -preguntó Brunetti dirigiéndose a los dos.
La signorina Elettra y Vianello empezaron a hablar al mismo tiempo, pero el sargento, al oírla, se interrumpió y le cedió la palabra con un ademán.
Como ella callara, Brunetti, irritado por tanta ceremonia, azuzó:
– ¿Bueno?
– ¿El arquitecto? -preguntó la signorina Elettra, y Vianello movió la cabeza afirmativamente.
Bastó para refrescar la memoria a Brunetti. Hacía cinco meses, el arquitecto encargado de unas extensas obras de restauración en un palazzo del Gran Canal, había denunciado al propietario del palazzo por amenazas formuladas por el hijo de éste, de recurrir a la violencia si la restauración, que ya había entrado en el octavo mes, sufría más retrasos. El arquitecto había intentado justificarse alegando dificultades en la obtención de los permisos de obra, excusas que el hijo del dueño había rechazado, advirtiéndole que su padre no era hombre que estuviera acostumbrado a que se le hiciera esperar y que quienes incomodaban a su padre o a él mismo solían pasarlo mal. Al día siguiente, y antes de que la policía hubiera tenido tiempo de actuar, el arquitecto volvió a presentarse en la questura para decir que todo había sido un malentendido y que en realidad no habían mediado amenazas. Los cargos se habían retirado, pero se redactó el informe de la denuncia, que habían leído los tres, por lo que ahora recordaban que ésta había sido hecha contra Salvatore La Capra.
– Creo que deberíamos ver si el signorino La Capra o su padre están en casa -propuso Brunetti-. Y usted, signorina, haga el favor de mirar si encuentra algo sobre el padre. Si no tiene otra cosa que hacer, desde luego.
– No, dottore. Ya está hecha la reserva para la cena del vicequestore, de modo que puedo ponerme con esto inmediatamente. -Con una sonrisa, ella se levantó y Vianello, como una sombra, fue hasta la puerta delante de ella, la sostuvo abierta mientras ella salía y luego volvió a su silla.
– He hablado con la esposa, comisario. Bueno, con la viuda.
– Sí, he leído su informe. Era muy corto.
– La visita fue corta, comisario -dijo Vianello con voz opaca-. No había mucho que decir. La mujer estaba muy apenada, casi no podía hablar. Le hice unas preguntas, pero ella no paraba de llorar y tuve que dejarlo. No creo que comprendiera por qué estaba yo allí ni por qué le hacía preguntas.
– ¿Era dolor de verdad? -preguntó Brunetti. Los dos policías habían visto mucho dolor de una y otra clase, verdadero y falso, y podían distinguirlo.
– Creo que sí, señor.
– ¿Cómo es ella?
– Unos cuarenta años, diez menos que él. Sin hijos, por lo que él era todo lo que tenía, no creo que esa mujer encajara muy bien aquí.
– ¿Por qué no? -preguntó Brunetti.
– Semenzato era veneciano pero ella es del Sur. De Sicilia. Nunca le ha gustado esto. Dijo que, cuando acabara todo esto, quería volver a su tierra.
Brunetti se preguntó cuántos hilos de esta trama apuntarían hacia el Sur. Desde luego, el lugar de procedencia de la mujer no lo autorizaba a considerarla sospechosa de asociación con malhechores. Mientras se hacía esta exhortación, dijo:
– Que le intervengan el teléfono.
– ¿De la signora Semenzato? -La sorpresa de Vianello era audible.
– ¿Y de quién estamos hablando, Vianello?
– ¡Si acabo de hablar con ella y casi no se tiene en pie! No finge, comisario, estoy seguro.
– No se pone en duda su dolor, Vianello. Lo que está en entredicho es la integridad de su marido. -Brunetti también sentía curiosidad por lo que la viuda supiera de las actividades de su marido, pero, en vista de la insólita tesitura galante adoptada por Vianello, creyó preferible callar.
Vianello aún objetó:
– No obstante…
– ¿Qué hay del personal del museo? -cortó Brunetti.
Vianello se dejó conducir al redil.
– Parece ser que apreciaban a Semenzato. Era competente, se llevaba bien con los sindicatos y solía delegar mucha responsabilidad, por lo menos, en la medida en que el Ministerio se lo permitía.
– ¿Qué quiere decir?
– Que dejaba que los conservadores decidieran qué cuadros tenían que someterse a restauración, qué técnicas había que emplear, cuándo había que llamar a especialistas del exterior. Por lo que he podido deducir, el que ocupó el cargo antes que él se empeñaba en controlarlo todo y eso hacía que los asuntos se retrasaran, ya que él se empeñaba en conocer hasta el último detalle. La mayoría preferían a Semenzato.
– ¿Alguna cosa más?
– Volví al ala del edificio en la que estaba el despacho de Semenzato y eché un vistazo con luz de día. En el pasillo hay una puerta que comunica con el ala izquierda, pero está condenada. Y desde el tejado, imposible descolgarse. Así que tuvieron que subir por la escalera.
– Pasando por delante de la oficina de los guardias -Brunetti terminó por él.
– Y también al salir -agregó Vianello sin indulgencia.
– ¿Qué ponían aquella noche en televisión?
– Repetición de Golpo Grosso -respondió Vianello con una prontitud que hizo que Brunetti se preguntara si el sargento no habría estado aquella noche en su casa, al igual que media Italia, viendo cómo semifamosas se desnudaban poco a poco ante los alaridos del público del estudio. Probablemente, si los pechos eran lo bastante grandes, los ladrones hubieran podido llevarse hasta la Basílica de la Piazza sin que nadie se enterara hasta la mañana siguiente.