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Parecía un buen momento para cambiar de tema.

– Está bien, Vianello, vea qué puede hacer para que alguien se encargue de ese teléfono. -La frase no podía ser considerada terminante; ni el tono, de despedida. Por lo menos, no del todo.

De común acuerdo, la conversación se dio por terminada. Vianello se puso en pie. Se veía que no estaba de acuerdo con esta nueva invasión del dolor de la viuda Semenzato, pero aceptaba el encargo.

– ¿Nada más, comisario?

– Nada más. -Normalmente, Brunetti hubiera pedido ser informado cuando hubiera sido intervenido el teléfono, pero en este caso prefirió dejarlo al criterio de Vianello. El sargento movió la silla unos centímetros hacia adelante, para centrarla frente a la mesa de Brunetti, alzó la mano en un vago saludo y salió del despacho sin más palabras. Brunetti se dijo que ya era suficiente tener que tratar con una prima donna en Cannaregio. No necesitaba otra en la questura.

15

Brunetti salió de la questura quince minutos después llevando las botas y el paraguas. Cortó hacia la izquierda en dirección a Rialto, pero luego torció a la derecha, otra vez a la izquierda y al poco cruzaba el puente que conduce a campo Santa Maria Formosa. Frente a él, al otro lado del campo, se levantaba el palazzo Priuli abandonado desde que él pudiera recordar, plato fuerte de un envenenado litigio sobre un testamento impugnado. Mientras herederos y presuntos herederos se disputaban su propiedad, el palazzo se entregaba con aplicación y perseverancia a su labor de deterioro, indiferente a herederos, reclamaciones y legalidad. Largos churretes de herrumbre bajaban por las paredes de piedra desde las rejas que trataban de impedir la entrada a los intrusos, y el tejado se descoyuntaba formando protuberancias y hendiduras y abriendo aquí y allá grietas por las que el sol se colaba a curiosear en el desván cerrado desde hacía años. El Brunetti romántico había imaginado muchas veces que el palazzo Priuli sería el lugar ideal para recluir a una tía loca, a una esposa rebelde o a una heredera recalcitrante, mientras que su yo más pragmático y veneciano lo consideraba un inmueble muy apetecible y contemplaba sus ventanas dividiendo el espacio interior en apartamentos, oficinas y estudios.

Tenía la vaga idea de que la tienda de Murino se hallaba en el lado norte, entre una pizzería y una tienda de máscaras. La pizzería estaba cerrada, en espera de la vuelta de los turistas, pero tanto la tienda de máscaras como la de antigüedades estaban abiertas y sus luces brillaban entre la lluvia invernal.

Cuando Brunetti empujó la puerta de la tienda, sonó una campanilla en una habitación situada más allá de un par de cortinas de terciopelo adamascado colgadas de un arco que conducía al interior. La sala tenía el brillo discreto de la riqueza, una riqueza antigua y sólida. Sorprendentemente, eran pocas las piezas expuestas, pero cada una exigía la plena atención del visitante. Al fondo había un aparador de nogal que relucía merced a siglos de cuidados, con cinco cajones en el lado izquierdo. A mano derecha de Brunetti se extendía una larga mesa de roble, procedente sin duda del refectorio de algún convento. También a la mesa se le había sacado brillo, aunque sin tratar de disimular las muescas y otras señales debidas a un largo uso. A sus pies yacían dos leones de mármol que abrían las fauces con una amenaza que quizá en tiempos fuera intimidatoria. Pero el tiempo había desgastado los dientes y suavizado los rasgos, y ahora parecían encararse a sus enemigos con lo que más que un rugido era un bostezo.

– C'è qualcuno? -gritó Brunetti hacia el fondo de la tienda. Miró al suelo y observó que su paraguas había dejado ya un gran charco en el parquet de la tienda. El signor Murino debía de ser un optimista, además de forastero, para haber puesto parquet en una zona de la ciudad tan baja como ésta. La primera acqua alta grave inundaría la tienda estropeando la madera y llevándose la cola y el barniz cuando bajara la marea.

– Buon giorno? -volvió a gritar dando unos pasos hacia el arco y dejando un rastro de gotas en el suelo.

Una mano apareció entre las cortinas y apartó una de ellas. El hombre que salió a la tienda era el mismo al que Brunetti recordaba haber visto en la ciudad y que alguien -ya no recordaba quién- le había dicho que era el anticuario de Santa Maria Formosa. Murino era bajo, como muchos meridionales y su pelo negro, rizado y lustroso, formaba una corona que le rozaba el cuello de la camisa. Tenía la tez oscura y tersa y las facciones pequeñas y regulares. Lo que desconcertaba en este prototipo de belleza mediterránea eran los ojos, de un verde claro y opalino. Aunque tamizados por los cristales redondos de unas gafas con montura de oro y sombreados por unas pestañas tan largas como negras, aquellos ojos eran el rasgo dominante de su cara. Los franceses -Brunetti lo sabía- habían conquistado Nápoles hacía siglos, pero la reliquia más corriente de su larga ocupación era el pelo rojo que a veces se veía en la ciudad, no estos claros ojos nórdicos.

– ¿Signor Murino? -preguntó extendiendo la mano.

– Sí -respondió el anticuario tomando la mano de Brunetti y devolviéndole el apretón con firmeza.

– Guido Brunetti, comisario de policía. Me gustaría hablar un momento con usted.

La expresión de Murino seguía siendo de cortés curiosidad.

– Deseo hacerle unas preguntas acerca de su socio. ¿O quizá debería decir su difunto socio?

Brunetti vio a Murino absorber esta información y esperó mientras el otro consideraba cuál debía ser su reacción visible. Todo esto, sólo en cuestión de segundos, pero Brunetti había tenido ocasión de observar el proceso durante décadas y estaba familiarizado con él. Las personas ante las que se presentaba tenían una colección de reacciones que ellas consideraban apropiadas, y formaba parte del trabajo del policía estudiar su expresión mientras las iban repasando una a una, en busca de la más adecuada. ¿Sorpresa? ¿Temor? ¿Inocencia? ¿Curiosidad? Vio a Murino pasar revista a varias posibilidades y estudió su rostro mientras iba considerándolas y descartándolas. Al parecer, se decidió por la última.

– ¿Sí? ¿Y qué quiere saber, comisario? -La sonrisa era cortés; y el tono, amistoso. Miró al suelo y vio el paraguas de Brunetti-. Permita que me lo lleve, por favor -dijo, y consiguió que pareciera que le preocupaba más la incomodidad de Brunetti que el deterioro que el agua causara en su parquet. Llevó el paraguas a un paragüero de porcelana decorado con flores que había al lado de la puerta, lo introdujo en él y se volvió hacia Brunetti-. ¿Me da el abrigo?

Brunetti advirtió que Murino trataba de marcar el tono de la conversación, un tono amistoso y relajado, manifestación verbal de su inocencia.

– Gracias, no se moleste -respondió Brunetti y, con su respuesta, ajustó el tono a su propia medida-. ¿Cuánto tiempo ha sido socio suyo?

Murino no acusó que hubiera detectado la pugna por el dominio de la conversación.

– Cinco años, desde que abrí esta tienda.

– ¿Y la tienda de Milán? ¿También tenía participación en ella?

– Oh, no. Son negocios independientes. Sólo tenía participación en ésta.

– ¿Y cómo llegó a ser socio?

– Ya sabe lo que son estas cosas. Se corre la voz.

– No; lo siento, pero no lo sé, signor Murino. ¿Cómo se hizo socio suyo?

La sonrisa de Murino era persistentemente relajada; estaba decidido a no darse por enterado de la rudeza de Brunetti.

– Cuando tuve la oportunidad de alquilar este local, me puse en contacto con varios amigos míos de esta ciudad, con vistas a conseguir un préstamo. Tenía la mayor parte de mi capital invertido en las existencias de la tienda de Milán, y en aquel momento el mercado de antigüedades estaba estancado.