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– ¿A pesar de lo cual quería abrir otra tienda?

La sonrisa de Murino era seráfica.

– Yo tenía confianza en el futuro. La gente puede retraerse durante algún tiempo, pero son crisis pasajeras y al fin siempre vuelven a comprar cosas bellas.

Al igual que una mujer deseosa de que le regalen los oídos, Murino parecía estar pidiendo a Brunetti que dedicara un cumplido a las piezas que tenía en la tienda, relajando con ello la tensión creada con las preguntas.

– ¿Su optimismo quedó justificado, signor Murino?

– Oh, no puedo quejarme.

– ¿Y cómo se enteró su socio de su interés en un préstamo?

– Bueno, ya sabe lo que pasa, se corre la voz. -Al parecer, ésta era toda la explicación que el signor Murino estaba dispuesto a dar.

– ¿Y entonces se presentó él, dinero en mano, solicitando ser su socio?

Murino se acercó a un arcón de novia y limpió una marca de dedos con el pañuelo. Se agachó, situando los ojos en plano horizontal con la superficie del arcón y frotó varias veces la marca hasta hacerla desaparecer. Dobló el pañuelo en un rectángulo perfecto, volvió a guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, se volvió de espaldas al arcón y se apoyó en el borde.

– Sí; podríamos decir que así fue.

– ¿Y qué consiguió a cambio de su inversión?

– El cincuenta por ciento de los beneficios durante diez años.

– ¿Quién llevaba los libros?

– Tenemos un contabile que se encarga de eso.

– ¿Quién hace las compras?

– Yo.

– ¿Y las ventas?

– Yo. O mi hija. Trabaja aquí dos días a la semana.

– ¿Así que usted y su hija son los que saben qué se compra y a qué precio y qué se vende y a qué precio?

– Tengo recibos de todas las compras y de todas las ventas, dottor Brunetti -dijo Murino casi con indignación en la voz.

Brunetti consideró durante un momento la opción de decir a Murino que en Italia todo el mundo tiene recibos de todo y que todos los recibos no son más que pruebas fabricadas para evadir el pago de impuestos. Pero uno no tiene necesidad de decir que llueve de arriba abajo ni que en primavera florecen los árboles. Análogamente, no es necesario hablar de la existencia del fraude fiscal, mucho menos, a un anticuario, y no digamos un anticuario napolitano.

– Estoy seguro de que las tiene, signor Murino -dijo Brunetti, y cambió de tema-. ¿Cuándo lo vio por última vez?

Murino esperaba la pregunta, porque la respuesta fue inmediata:

– Hace dos semanas. Fuimos a tomar una copa y le dije que a últimos de mes pensaba hacer un viaje de compras por Lombardía. Le dije que quería cerrar la tienda durante una semana y le pregunté si tenía algún inconveniente.

– ¿Lo tenía?

– No; ninguno.

– ¿Y su hija?

– Está muy ocupada preparando exámenes. Estudia derecho. A veces no entra nadie en la tienda en todo el día. Por eso me pareció que era un buen momento para cerrar. Además, tenemos que hacer pequeñas reparaciones.

– ¿Qué reparaciones?

– Una puerta que da al canal se ha salido de los goznes. Si queremos utilizarla, tendremos que cambiar el marco -dijo señalando hacia las cortinas de terciopelo-. ¿Quiere verla?

– No, gracias. Signor Murino, ¿nunca se le ocurrió pensar que su socio pudiera incurrir en cierta incompatibilidad?

Murino sonrió interrogativamente.

– Me temo que no comprendo.

– Permita entonces que trate de aclarárselo. Su otro cargo podría haber servido para, digamos, favorecer su inversión conjunta en este negocio.

– Lo lamento, pero sigo sin comprender. -La sonrisa de Murino no hubiera parecido fuera de lugar en la cara de un ángel.

Brunetti puso ejemplos.

– Quizá utilizándolo a usted como especialista cuando se enteraba de que determinadas piezas o colecciones iban a ponerse a la venta. Quizá recomendando la tienda a personas que manifestaran interés por un objeto determinado.

– Eso nunca se me ocurrió.

– ¿Se le ocurrió a su socio?

Murino sacó el pañuelo para limpiar otra marca. Cuando la superficie quedó a su gusto, dijo:

– Yo era su socio, comisario, no su confesor. Creo que a esa pregunta sólo él podría responder.

– Pero eso, desgraciadamente, no es posible.

Murino movió la cabeza tristemente.

– No; no es posible.

– ¿Qué pasará ahora con su participación en el negocio?

La cara de Murino era todo asombro e inocencia.

– Oh, yo seguiré repartiendo los beneficios con su viuda.

– ¿Y usted y su hija seguirán comprando y vendiendo?

La respuesta de Murino tardó en llegar, pero cuando se produjo no fue sino la confirmación de lo evidente.

– Sí, naturalmente.

– Naturalmente -corroboró Brunetti, aunque la palabra no sonó igual ni tenía el mismo sentido dicha por él.

La cara de Murino se encendió de una cólera repentina, pero antes de que pudiera contestar, Brunetti dijo:

– Muchas gracias por su tiempo, signor Murino. Que tenga un provechoso viaje a Lombardía.

Murino se apartó del arcón y se acercó a la puerta a buscar el paraguas de Brunetti. Se lo dio sosteniéndolo por la tela todavía mojada. Abrió la puerta, la sostuvo cortésmente y, cuando Brunetti salió, la cerró con suavidad. Brunetti se encontró bajo la lluvia y abrió el paraguas. Una ráfaga de aire trató de arrancárselo de la mano, pero él lo sujetó con fuerza y se encaminó a casa. Durante toda la conversación ninguno de los dos había pronunciado ni una sola vez el nombre de Semenzato.

16

Mientras cruzaba el campo barrido por la lluvia, Brunetti se preguntaba si Semenzato podía haber confiado en que un hombre como Murino llevara debidamente las cuentas de todas las compras y ventas. Desde luego, Brunetti había visto asociaciones comerciales más extrañas todavía, y no debía olvidar que él no conocía a Semenzato sino, por así decir, en retrospectiva, visión que rara vez favorece la claridad. De todos modos, ¿quién iba a ser tan incauto como para fiarse de la palabra de un anticuario tan escurridizo como aquél? Aquí una voz más fuerte que sus intentos de sofocarla apostilló: «Y napolitano por más señas.» Nadie aceptaría su palabra sin más. Pero, si el grueso de sus transacciones se hacía en objetos robados y falsificaciones, el rendimiento del negocio lícito tendría escasa importancia. En este caso, Semenzato no se hubiera molestado en cuestionar los recibos ni la palabra de Murino sobre si un armadio o una mesa se había comprado por tanto y vendido por tanto más. Al pensar en términos de precios, pérdidas y ganancias, Brunetti tuvo que reconocer que no disponía de cifras base, no tenía idea del valor de mercado de las piezas que, según Brett, habían desaparecido. Ni siquiera sabía qué piezas eran. Eso, mañana.

A causa de la lluvia, que era cada vez más fuerte, y de la amenaza de acqua alta, las calles estaban insólitamente desiertas, a pesar de ser la hora en que la gente volvía del trabajo a casa o salía a hacer las últimas compras antes de que cerraran las tiendas. Brunetti podía transitar fácilmente por las estrechas calles sin tener que molestarse en ladear el paraguas para dejar paso a otros transeúntes. Ni siquiera en el ancho tramo superior del puente de Rialto había gente: lo nunca visto. Muchos de los puestos de venta estaban vacíos y las cajas de frutas y verduras habían sido retiradas antes de la hora del cierre y los vendedores habían escapado del frío intenso y del diluvio persistente.