Al entrar en su edificio, cerró con un portazo: con tiempo húmedo, la cerradura se atascaba y había que recurrir a la violencia para hacer que el pesado portalón se cerrara o se abriera. Agitó varias veces el paraguas, lo enrolló y se lo puso debajo del brazo. Agarrando el pasamanos con la derecha, inició la larga ascensión hasta su apartamento. En el primer piso, la signora Bussola, viuda de un abogado y sorda, veía el telegiornale, lo que significaba que toda la planta tenía que oír las noticias. Como era de suponer, tenía puesto RAI Uno; ella no quería saber nada de esos ultras de izquierda de RAI Due. En el segundo piso, los Rossi estaban callados, lo que significaba que habían terminado la discusión y estaban en la parte trasera de la casa, el dormitorio. En el tercer piso tampoco se oía nada. Hacía dos años había ido a vivir allí una pareja joven que había comprado toda la planta, pero Brunetti podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto a uno u otro en la escalera. Se decía que él trabajaba para el municipio, aunque no se sabía exactamente a qué se dedicaba. La mujer salía por la mañana temprano y volvía a las cinco y media de la tarde, y nadie sabía tampoco adonde iba ni qué hacía, un hecho que a Brunetti le parecía milagroso. En el cuarto piso sólo había olores. Los Amabile salían poco, pero inundaban la escalera de deliciosos y tentadores aromas culinarios. Esta noche parecía haber capriolo y, quizá, alcachofas, aunque también podían ser berenjenas fritas.
Y, por fin, su propia puerta y la promesa de sosiego. Que se desvaneció nada más poner un pie en el recibidor. Del fondo del apartamento llegaban los sollozos de Chiara. ¿Qué le pasaba a su pequeña espartana, la niña que nunca lloraba, a la que podías castigar privándola de lo que más deseaba sin que se le escapara ni una lágrima, y que había permanecido pálida pero impávida mientras le reducían la fractura de la muñeca? Y ahora no sólo lloraba sino que berreaba.
Brunetti fue rápidamente por el pasillo hasta la habitación. Paola, sentada al borde de la cama, acunaba a su hija.
– Cielo, no podemos hacer nada más. Hemos puesto hielo y ahora hay que esperar a que haga efecto.
– Duele, mamma, duele mucho. ¿No puedes hacer algo?
– Puedo darte un poco más de aspirina. Quizá te calme.
Chiara hipó y repitió con una voz extrañamente aguda:
– Mamma, por favor haz algo.
– ¿Qué pasa, Paola? -preguntó él con voz átona, muy serena.
– Oh, Guido -dijo Paola volviéndose hacia él pero sin soltar a la niña-. Le ha caído la mesa en el dedo.
– ¿Qué mesa? -preguntó él, en lugar de qué dedo.
– La mesa de la cocina. -La que tenía carcoma. ¿Qué hacían, querían moverla solas? ¿Por qué, si estaba lloviendo? No podían sacarla a la terraza. Pesaba demasiado.
– ¿Cómo ha sido?
– No me ha creído cuando le he dicho que había tantos agujeros, ha querido tumbarla de lado para mirar, se le ha escurrido de las manos y le ha caído en el dedo gordo del pie.
– A ver -dijo él, mirando el pie que descansaba encima de la colcha, envuelto en una toalla que sujetaba una bolsita de plástico llena de hielo sobre el dedo lesionado, para prevenir la hinchazón.
Era lo que él suponía, pero el dedo tenía peor aspecto de lo que había imaginado, estaba hinchado, con la uña de un rojo vivo que prometía amoratarse con el tiempo.
– ¿Está roto? -preguntó.
– No, papá, puedo moverlo sin que duela. Pero da unos latigazos muy fuertes -dijo Chiara. Había dejado de llorar, pero su cara indicaba que el dolor era intenso-. Por favor, papá, haz algo.
– Papá no puede hacer nada, Chiara -dijo Paola ladeando un poco el pie y ajustando la bolsa de hielo.
– ¿Cuándo ha sido? -preguntó él.
– Esta tarde, nada más irte tú -respondió Paola.
– ¿Y está así desde entonces?
– No, papá -dijo Chiara, defendiéndose de la implícita acusación de que se había pasado la tarde llorando-. Me ha dolido al principio, luego se ha calmado y ahora vuelve a doler un montón. -Ya había pedido una vez a su padre que hiciera algo, y Chiara no era de las que repiten una petición.
Entonces Brunetti recordó algo que había aprendido hacía años, en el servicio militar. A uno de los hombres de su unidad se le cayó una tapa de alcantarilla en el dedo gordo del pie. No se lo rompió porque le dio en la punta, pero se le hinchó y se le puso muy rojo como a Chiara.
– Algo se puede hacer -empezó, y Paola y Chiara se volvieron a mirarlo.
– ¿El qué? -preguntaron al unísono.
– Es un poco espeluznante -dijo él-, pero efectivo.
– ¿Qué es, papá? -dijo Chiara, a la que volvía a temblarle la barbilla del dolor.
– Tengo que atravesar la uña con una aguja para que salga la sangre.
– ¡No! -gritó Paola, abrazando más estrechamente a su hija.
– ¿Funciona, papá?
– Aquella vez funcionó, hace muchos años. No lo hice yo sino el médico, pero yo miraba.
– ¿Te parece que podrás, papá?
Él se quitó el abrigo y lo dejó a los pies de la cama.
– Creo que sí, cielo. ¿Quieres que pruebe?
– ¿Me calmará el dolor?
– Creo que sí.
– De acuerdo.
Él miró a Paola, pidiendo opinión. Ella dio un beso a Chiara en el pelo, la envolvió en un abrazo más apretado y movió la cabeza, afirmativamente, tratando de sonreír a su marido.
Él fue a la cocina, sacó una vela del tercer cajón de la derecha del fregadero, la insertó en una palmatoria de cerámica, tomó una caja de fósforos y volvió al dormitorio. Puso la palmatoria en el pupitre de Chiara, encendió la vela y fue al estudio de Paola. Del cajón de arriba sacó un clip sujetapapeles y lo estiró para obtener una fina varilla mientras volvía al cuarto de Chiara. Había dicho «aguja» pero después recordó que el médico había utilizado un clip porque -según dijo- una aguja era muy fina para perforar la uña rápidamente.
Puso la vela a los pies de la cama, detrás de Paola.
– Creo que vale más que no mires, cielo -dijo a Chiara. Para impedirlo, él se sentó en el borde de la cama, de espaldas a Paola, y destapó el pie.
Cuando él le tocó el dedo, la niña, instintivamente, lo retiró doblando la rodilla, pero enseguida, con la boca pegada al hombro de su madre, dijo:
– Lo siento -y volvió a dejar el pie inerte. Él lo asió con la mano izquierda y retiró la bolsa de hielo. Tuvo que cambiar de postura, procurando no volcar la vela, hasta quedar de cara a ellas dos. Tomó el pie y sujetó firmemente el talón entre las rodillas.
– Todo va bien, cielo. Será un momento -dijo tomando la vela con una mano y sosteniendo un extremo del clip con la otra. Cuando el calor le abrasó las yemas de los dedos, soltó el clip derramando la cera en la colcha. Madre e hija hicieron una mueca de dolor por lo brusco del movimiento.
– Un momento, un momento -dijo él, y volvió a la cocina mascullando entre dientes. Sacó unas tenazas del cajón de abajo y volvió al dormitorio. Cuando hubo encendido la vela otra vez y todo volvía a estar como antes, asiendo un extremo del clip con las tenazas, sostuvo el otro extremo en la llama hasta que se puso al rojo. Entonces, rápidamente, para no pensar en lo que hacía, aplicó la punta candente al centro de la uña que empezó a humear. Le sostenía el tobillo con la mano izquierda, para impedir que retirara el pie.
De pronto, el hierro dejó de encontrar resistencia y una sangre oscura brotó del dedo y le corrió por la mano. Entonces sacó el clip y, actuando más por instinto que por lo que pudiera recordar, apretó el dedo para que sangrara por el agujero de la uña.
Durante la operación, Chiara había estado abrazada a Paola, que había mantenido los ojos apartados de lo que hacía Brunetti. Pero al levantar la cabeza vio que Chiara lo miraba por encima del hombro de su madre y luego se miraba el pie.