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Antes de responder, ella hojeó el libro, deteniéndose de vez en cuando a contemplar una foto. Luego, lo cerró y miró a Brunetti.

– Está la pintura, si el color es el que se usaba cuando supuestamente se fabricó la pieza. Y el trazo, si denota vacilación en la ejecución. Eso indica que el pintor estaba tratando de copiar el dibujo y tenía que pararse a reflexionar para adaptarlo a unos cánones. Los artistas originales no tenían que preocuparse por eso, ellos pintaban lo que querían, y su trazo es fluido. Si no les gustaba, probablemente, rompían la olla.

A él le llamó la atención esta denominación familiar.

– ¿Olla o vaso?

Ella se echó a reír.

– Ahora dos mil años después, son vasos, pero para los que las fabricaban y las usaban eran, sencillamente, ollas.

– ¿Para qué se usaban? -preguntó Brunetti-. En aquel tiempo.

Ella se encogió de hombros.

– Para lo que la gente ha usado siempre los cacharros: para guardar el arroz, llevar agua, almacenar grano. Ese del animal tiene tapadera, lo que indica que querían que lo que hubiera dentro estuviera preservado, probablemente, de los ratones. Eso apunta a arroz o a trigo.

– ¿Qué valor pueden tener? -preguntó Brunetti.

Ella se recostó en el respaldo del sofá y puso una pierna encima de la otra.

– No sé cómo contestar a eso.

– ¿Por qué no?

– Porque, para que haya un precio, tiene que haber un mercado.

– ¿Y?

– No hay mercado para esas piezas.

– ¿Por qué no?

– Porque existen muy pocas. La del libro está en el Metropolitan de Nueva York. Quizá haya tres o cuatro más en museos de otras partes del mundo. -Cerró los ojos un momento, y Brunetti la vio repasar mentalmente listas y catálogos. Cuando los abrió le dijo-: Sólo recuerdo tres: dos en Taiwan y una en una colección privada.

– ¿Ninguna más?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Ninguna. -Pero añadió-: Por lo menos, que esté expuesta o forme parte de una colección conocida.

– ¿Y en colecciones privadas?

– Quizá. Pero alguno de nosotros habría oído hablar de ellas, y en ningún libro hay referencias. Creo que puede decirse que no hay más que ésos.

– ¿Cuánto puede valer una de las piezas que están en los museos? -preguntó él y, al ver que la mujer empezaba a mover la cabeza negativamente, atajó-: Ya sé, ya sé, es imposible ponerle precio exacto, pero, ¿podría darme una idea del valor?

Ella tardó en responder.

– El precio sería el que pidiera el vendedor o el que el comprador estuviera dispuesto a pagar. ¿Cien mil…? Los precios se fijan en dólares. ¿Doscientos mil? ¿Más? Es que no se puede fijar un precio porque existen muy pocas piezas de esta calidad. Dependería del interés del comprador por conseguirla y del dinero que tuviera.

Brunetti convirtió el precio dado por ella a millones de liras: ¿doscientos, trescientos? Antes de que pudiera terminar el cálculo, ella prosiguió:

– Pero eso es sólo para la cerámica, los vasos. Que yo sepa, no ha desaparecido ninguna de las estatuas de los soldados, pero, si eso ocurriera, no tendría precio.

– De todos modos, el dueño no podría mostrarla en público, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

Ella sonrió.

– Desgraciadamente, hay personas a las que no importa no poder mostrar al público sus bienes. Sólo quieren poseerlos, saber que una pieza es suya. No sé si los mueve el amor a la belleza o el deseo de propiedad, pero hay gente que sólo desea tener una pieza en su colección, aunque nadie la vea. Aparte de ellos mismos, por supuesto. -Al ver su expresión de escepticismo añadió-: Acuérdese de aquel millonario japonés que quería que lo enterraran con su Van Gogh.

Brunetti recordaba vagamente haber leído la noticia hacía un año. El hombre adquirió el cuadro en una subasta y luego estipuló en su testamento que él debía ser enterrado con el cuadro, mejor dicho, situando los términos por orden de importancia, que el cuadro debía ser enterrado con él. Entonces hubo un gran revuelo en el mundo del arte.

– Al fin el hombre se dejó disuadir y dijo que renunciaba, ¿verdad?

– Por lo menos, así se publicó -dijo ella-. Yo nunca creí esa historia, pero si le hablo de él es para que pueda hacerse una idea de lo que sienten ciertas personas acerca de sus posesiones. Creen que su derecho de propiedad es el valor absoluto y finalidad primordial del coleccionismo, no la belleza del objeto. -Movió la cabeza negativamente-. Siento no poder explicarlo mejor, pero, como ya le he dicho, para mí eso no tiene sentido.

Brunetti comprendía que aún no tenía una respuesta satisfactoria a su pregunta inicial.

– Sigo sin comprender cómo puede saber si una pieza es el original o una copia. -Antes de que ella pudiera responder, agregó-: Un amigo me ha dicho que tienen ustedes un sexto sentido que les dice si una cosa es auténtica o falsa. Pero eso me parece muy subjetivo. Porque, cuando dos especialistas discrepan y uno dice que una pieza es buena y el otro que es falsa, ¿cómo se resuelve el caso? ¿Llamando a un tercero y sometiéndolo a votación? -Brunetti sonrió dando a entender que bromeaba, pero no podía imaginar otro medio.

La sonrisa con que ella respondió indicaba que había captado el tono.

– No; recurrimos a los técnicos. Pueden hacerse análisis para determinar la antigüedad de un objeto. -Con un cambio de inflexión en la voz, preguntó-: ¿Seguro que quiere oír todo esto?

– Sí.

– Procuraré no pasarme de pedante -dijo doblando las rodillas y recogiendo los pies encima del sofá-. Son muchas las pruebas que pueden hacerse con los cuadros: análisis de la composición química de las pinturas para ver si corresponden a la época en la que se supone que se pintó el cuadro, rayos X para ver lo que hay debajo de la capa superficial y hasta datación al carbono 14. -Él asintió, indicando que estaba familiarizado con los tres procesos.

– Pero aquí no se trata de cuadros.

– No, es verdad. Los chinos nunca trabajaron con óleos, por lo menos en los períodos a los que correspondía la exposición. La mayoría de las piezas eran de cerámica y de metal. El metal nunca me ha interesado, por lo menos, de un modo especial, pero sé que es casi imposible comprobar su autenticidad por métodos científicos. Hay que fiarse de la vista.

– ¿Y para la cerámica, no?

– Naturalmente que se necesita la mirada del perito, pero por fortuna las técnicas para comprobar la autenticidad son casi tan sofisticadas como para la pintura. -Hizo una pausa antes de volver a preguntar-: ¿Quiere explicaciones técnicas?

– Sí, desde luego -dijo él sacando el bolígrafo, acción que le hizo sentirse como un estudiante.

– La técnica más utilizada, y también la más segura, se llama termoluminiscencia. Para ello basta con extraer unos treinta miligramos de cerámica de la pieza a probar. -Adelantándose a su pregunta explicó-: Es fácil. Lo sacamos de la parte posterior de un plato o de la base de una vasija o estatua. La cantidad necesaria es casi inapreciable, una muestra. Entonces una célula fotoeléctrica multiplicadora nos indicará, con un margen de error de un diez a un quince por ciento, la edad del material.

– ¿Cómo opera? -preguntó Brunetti-. Quiero decir, por qué principio.

– Cuando se cuece la arcilla, verá, si se cuece a más de unos trescientos grados centígrados, todos los electrones del material quedarán… borrados… Supongo que no hay otra palabra más gráfica. El calor destruye sus cargas eléctricas. Entonces, a partir de ahí, empiezan a absorber nuevas cargas eléctricas. Y eso es lo que mide el fotomultiplicador, la energía absorbida. Cuanto más viejo el material, más brilla.

– ¿Y es muy exacto?

– Como le digo, con un margen de error de hasta un quince por ciento. Esto significa que una pieza a la que se atribuyen dos mil años de antigüedad, la lectura nos indicará, con una aproximación de unos trescientos años, cuándo se hizo, es decir, cuándo se coció.