– ¿Y probó usted las piezas por este método en China?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; en Xian no disponemos de estos aparatos.
– Entonces, ¿cómo puede estar segura?
Ella sonrió al responder:
– La vista. Me bastó con mirarlas para tener la casi absoluta certeza de que eran falsas.
– ¿Y qué acabó de convencerla? ¿Consultó a alguien?
– Ya se lo dije. Escribí a Semenzato. Y, cuando no obtuve respuesta, vine a Venecia para hablar con él personalmente. -Le ahorró la pregunta-. Sí, traje muestras, muestras de las tres piezas más sospechosas y de otras dos que también podían serlo.
– ¿Sabía Semenzato que tenía usted esas muestras?
– No. No se lo dije.
– ¿Dónde están?
– Al venir hice escala en California y dejé un juego a un amigo que es conservador del museo Getty. Allí tienen un buen equipo y le pedí que hiciera las pruebas.
– ¿Las hizo?
– Sí.
– ¿Y?
– Cuando salí del hospital le llamé. Las tres piezas que me habían parecido falsas fueron hechas hace sólo unos años.
– ¿Y las otras dos?
– De las otras dos una es auténtica y la otra falsa.
– ¿Basta una sola prueba?
– Sí.
En cualquier caso, lo que les había ocurrido a ella y a Semenzato era confirmación suficiente.
Al cabo de un momento, Brett preguntó:
– ¿Y ahora qué?
– Estamos tratando de descubrir quién mató a Semenzato y quiénes eran los dos hombres que vinieron aquí.
La mirada de ella era desapasionada y escéptica. Al fin preguntó:
– ¿Y qué posibilidades tienen de conseguirlo?
Él sacó del bolsillo interior las fotos de la policía de Salvatore La Capra y las pasó a Brett:
– ¿Era éste uno de ellos?
Ella miró las fotos unos momentos y se las devolvió.
– Eran sicilianos -dijo-. A estas horas ya habrán cobrado y estarán otra vez en casa con la mujer y los niños. Su viaje fue un éxito, hicieron todo lo que se les había encargado: asustarme a mí y matar a Semenzato.
– Eso no tiene sentido.
– ¿Y qué lo tiene?
– He hablado con gente que lo conocía o que había oído hablar de sus actividades, y parece ser que Semenzato estaba involucrado en ciertas cosas en las que un director de museo no debería intervenir.
– ¿Por ejemplo?
– Era socio comanditario de un negocio de antigüedades. Otros dicen que su opinión profesional estaba en venta. -Al parecer, Brett no necesitaba que le explicasen el significado de este último.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– Si su intención hubiera sido matarlo, hubieran empezado por ahí y luego hubieran venido a decirle a usted que se callara si no quería que le sucediera lo mismo. Pero no: empezaron por usted. Y, si eso hubiera resultado, Semenzato no se hubiera enterado, por lo menos oficialmente, de la sustitución.
– Usted da por descontado que él estaba involucrado -dijo Brett. Al ver que Brunetti movía la cabeza afirmativamente, comentó-: Eso es mucho suponer.
– No cabe otra explicación -adujo él-. ¿Cómo si no iban a saber dónde encontrarla y estar al corriente de la cita?
– ¿Y si, a pesar de lo que me hicieron, yo hubiera hablado con él?
A él le sorprendió que ella no lo hubiera deducido por sí misma, y no deseaba revelárselo ahora. No contestó.
– ¿Y bien?
– Si Semenzato estaba implicado en esto, lo que hubiera ocurrido si usted hubiera hablado con él es evidente -dijo Brunetti, reacio a ser más explícito.
– Pues sigo sin entenderlo.
– En lugar de matarlo a él la hubieran matado a usted -dijo simplemente.
La miraba a la cara al decirlo. Vio el efecto, primero, en los ojos, espanto e incredulidad, y luego observó cómo apretaba los labios y se le crispaba la cara al comprender la enormidad de la revelación.
Afortunadamente, Flavia eligió este momento para hacer su entrada en la sala, trayendo consigo ese aroma floral de jabón, champú o alguna de esas cosas que usan las mujeres para oler divinamente en el momento del día menos indicado. ¿Por qué la mañana y no la noche?
Vestía un sencillo vestido de lana marrón, ceñido a la cintura por varias vueltas de una faja color naranja anudada a un lado que le colgaba hasta más abajo de la rodilla y ondeaba al andar. No llevaba maquillaje y, al mirarla, Brunetti se dijo que no le hacía ninguna falta.
– Buon giorno -dijo ella sonriendo al darle la mano.
Él se levantó para estrechársela. Flavia miró a Brett para incluirla en su ofrecimiento:
– Voy a hacer café. ¿Queréis una taza? -Y con una sonrisa-: Es un poco temprano para champaña.
Brunetti aceptó y Brett rehusó la invitación. Flavia dio media vuelta y se fue a la cocina. Su breve paso había abierto un inciso en la conversación, dejando en suspenso la última frase, pero ahora había que volver a ella.
– ¿Por qué lo mataron? -preguntó Brett.
– No lo sé. ¿Quizá por diferencias con los otros implicados? ¿Por una desavenencia acerca de lo que había que hacer con usted?
– ¿Está seguro de que lo mataron por este asunto?
– Creo preferible trabajar con esta hipótesis -respondió él escuetamente. No le sorprendía que ella se resistiera a admitir su punto de vista. Ello supondría reconocer que estaba en peligro: muertos Matsuko y Semenzato, ella era la única persona que podía denunciar el robo. Quien hubiera matado a Semenzato no creería que ella no había traído de China sólo sospechas sino también pruebas y pensaría que matándolo a él borraba la única pista. Si un día llegaba a descubrirse el robo, no era fácil que el Gobierno de la República Popular China sospechara de la codicia criminal de los capitalistas occidentales sino que probablemente buscaría a los ladrones en su propio país.
– En China, ¿quién estaba al cuidado de las piezas seleccionadas para la exposición?
– Tratábamos con un empleado del museo de Pekín, llamado Xu Lin. Es uno de sus principales arqueólogos y una autoridad en Historia del Arte.
– ¿Viajó él con las piezas?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; su pasado político se lo impedía.
– ¿Por qué?
– Su abuelo era terrateniente, por lo que él estaba considerado políticamente indeseable o, cuando menos, sospechoso. -Observó la expresión de sorpresa de Brunetti-. Ya sé que parece irracional. -Hizo una pausa y agregó-: Es irracional, desde luego, pero así son las cosas. Durante la Revolución Cultural, este hombre pasó diez años cuidando cerdos y abonando con estiércol los campos de coles. Pero, terminada la Revolución, volvió a la universidad y, como era un estudiante brillante, no pudieron evitar que obtuviera ese empleo en Pekín. De todos modos, no le permiten salir del país. Los únicos que viajaron con la expedición fueron altos funcionarios del partido que querían salir al extranjero para ir de compras.
– Y usted.
– Sí; y yo. -Al cabo de un momento, añadió en voz baja-: Y Matsuko.
– ¿Así que usted es la única a la que pueden hacer responsable del robo?
– Desde luego, soy la responsable. No van a acusar a los funcionarios del partido, que venían en viaje de placer, si pueden echar la culpa de todo a una occidental.
– ¿Qué cree usted que ocurrió?
Ella agitó la cabeza a derecha e izquierda.
– No hay nada que tenga sentido y, si algo lo tiene, no puedo creerlo.
– ¿Y es? -Lo interrumpió la llegada de Flavia con una bandeja. Pasó por su lado, se sentó en el sofá al lado de Brett y dejó la bandeja en la mesa delante de ellos. En la bandeja había dos tazas de café. Dio una a Brunetti, tomó la otra y se arrellanó en el sofá.