– Le he puesto dos terrones. Creo que es así como le gusta.
Ajena a la interrupción, Brett prosiguió:
– Alguien de aquí debió de abordar a alguno de los funcionarios del partido. -Aunque Flavia no había oído la pregunta que había dado pie a esta explicación, no trató de disimular su reacción a la respuesta. Se volvió a mirar fijamente a Brett en hosco silencio y luego intercambió una mirada con Brunetti. Como ninguno de ellos decía nada, Brett admitió-: De acuerdo. De acuerdo. O a Matsuko. Quizá fue Matsuko.
Antes o después -Brunetti estaba seguro-, se vería obligada a retirar el «quizá».
– ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.
– Es posible. En todo caso, alguien del museo.
– ¿Alguno de esos funcionarios del partido hablaba italiano? -preguntó él repentinamente.
– Sí, dos o tres.
– ¿Dos o tres? -repitió Brunetti-. ¿Cuántos había?
– Seis. El partido cuida bien de los suyos.
Flavia resopló.
– ¿Y lo hablaban bien? ¿Lo recuerda?
– Bastante bien -respondió ella lacónicamente. Después admitió-: No lo bastante bien como para eso. Yo era la única que podía entenderme con los italianos. Si hubo algún trato, tuvo que hacerse en inglés. -Brunetti recordó que Matsuko se había licenciado por Berkeley.
Flavia, exasperada, saltó:
– Brett, ¿cuándo te dejarás de estupideces y te darás cuenta de lo que ocurrió? A mí no me importa lo tuyo con la japonesa, pero tú tienes que ver las cosas con claridad. Es tu vida lo que está en juego. -Acabó de hablar tan repentinamente como había empezado, se llevó la taza a los labios y, al encontrarla vacía, la dejó en la mesa con un golpe seco.
Se hizo un largo silencio hasta que, finalmente, Brunetti preguntó:
– ¿Cuándo pudo haberse hecho la sustitución?
– Después de la clausura de la exposición -dijo Brett con voz insegura.
Brunetti miró a Flavia que, en silencio, se contemplaba las manos cruzadas en el regazo.
Brett suspiró profundamente y dijo casi en un susurro:
– De acuerdo. De acuerdo. -Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando las gotas de lluvia que repicaban en el cristal de la claraboya. Al fin dijo-: Ella vino a supervisar la operación de embalado. Tenía que comprobar cada pieza antes de que la policía de aduanas italiana sellara cada caja y luego la jaula.
– ¿Ella hubiera reconocido una falsificación? -preguntó Brunetti.
La respuesta de Brett tardó en llegar.
– Sí; ella hubiera visto la diferencia. -Durante un momento, él pensó que iba a decir más, pero calló. Miraba la lluvia.
– ¿Cuánto tardarían en embalarlo todo?
Brett reflexionó un momento antes de contestar:
– Cuatro o cinco días.
– ¿Y entonces qué? ¿Adonde fueron las jaulas?
– Fueron a Roma con Alitalia, pero se quedaron allí más de una semana porque en el aeropuerto había huelga. De Roma fueron a Nueva York, donde la aduana americana las retuvo. Finalmente, fueron embarcadas en un avión de las líneas aéreas chinas y llevadas a Pekín. Cada vez que las jaulas se cargaban y descargaban de un avión, se inspeccionaban los sellos y en los aeropuertos extranjeros había guardias que las vigilaban.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que las piezas salieron de Venecia hasta que llegaron a Pekín?
– Más de un mes.
– ¿Y cuánto, hasta que usted las vio?
Ella se revolvió en el sofá antes de contestar, y sin mirarle dijo:
– Como ya le he dicho, no volví a verlas hasta este invierno.
– ¿Dónde estaba usted cuando fueron embaladas?
– Ya se lo dije, en Nueva York.
– Conmigo -intervino Flavia-. Yo debutaba en el Met. Estrenábamos dos días antes de que la exposición se clausurara aquí. Pedí a Brett que me acompañara y ella vino.
Al fin Brett apartó la mirada de la lluvia y se volvió hacia Flavia.
– Y dejé que Matsuko se encargara del embarque. -Volvió a apoyar la cabeza en el sofá y a mirar las claraboyas-. Me fui a Nueva York para una semana y me quedé tres. Luego me fui a Pekín a esperar el embarque. Como no llegaba, volví a Nueva York y gestioné el despacho por la aduana de Estados Unidos. Pero entonces -agregó- decidí quedarme en Nueva York. Llamé a Matsuko para decirle que me retrasaría y ella se ofreció a ir a Pekín para revisar la colección cuando por fin llegara a China.
– ¿Ella tenía que examinar las piezas que componían la expedición? -preguntó Brunetti.
Brett asintió.
– Si usted hubiera estado en China, ¿hubiera desembalado la colección personalmente?
– Es lo que acabo de decirle -respondió Brett secamente.
– ¿Y hubiera descubierto la sustitución en aquel momento?
– Naturalmente.
– ¿Vio alguna de las piezas antes de este invierno?
– No. Cuando llegaron a China, desaparecieron en una especie de limbo burocrático durante seis meses, luego fueron exhibidas en unos almacenes y finalmente fueron devueltas a los museos que las habían prestado.
– ¿Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no eran las mismas?
– Sí, y escribí a Semenzato. Fue hace unos tres meses. -Bruscamente, levantó la mano y golpeó el brazo del sofá-. Cerdos -dijo con la voz ahogada por el furor-. Cerdos canallas.
Flavia le puso la mano en la rodilla para calmarla.
Brett se volvió hacía ella y sin cambiar la voz le dijo:
– Flavia, no es tu carrera la que está arruinada. El público seguirá acudiendo a oírte cantar hagas lo que hagas, pero esa gente ha destruido diez años de mi vida. -Se interrumpió un momento y agregó, suavizando la voz-: Y toda la de Matsuko.
Cuando Flavia fue a protestar, prosiguió:
– Se acabó. Cuando los chinos se enteren, no me dejarán volver. Yo era responsable de esas piezas. Matsuko me trajo los papeles de Pekín y yo los firmé cuando regresé a Xian. Daba fe de que estaban todas y de que se hallaban en el mismo estado que cuando salieron del país. Hubiera debido estar allí comprobándolo todo, pero la envié a ella en mi lugar porque yo estaba en Nueva York contigo, oyéndote cantar. Y eso me ha costado mi carrera.
Brunetti miró a Flavia, la vio enrojecer ante la cólera creciente de Brett, vio la elegante línea que formaban hombro y brazo mientras miraba a Brett ladeando el cuerpo, contempló la curva de su cuello y su mentón. Quizá valía el sacrificio de una carrera.
– Los chinos no tienen por qué enterarse -dijo él.
– ¿Qué? -preguntaron las dos a la vez.
– ¿Dijo a esos amigos que hicieron las pruebas de qué eran las muestras? -preguntó a Brett.
– No. ¿Por qué?
– Entonces, al parecer, nosotros somos los únicos que saben lo ocurrido. Eso, a no ser que usted lo dijera a alguien en China.
Ella denegó con la cabeza.
– No se lo dije a nadie. Sólo a Semenzato.
Aquí intervino Flavia para decir:
– Y no hay que temer que él se lo dijera a alguien, aparte de la persona a la que los vendió.
– Pero yo tengo que decirlo -insistió Brett.
Brunetti y Flavia se miraron. Los dos sabían lo que había que hacer en este caso, y a ambos les costó un gran esfuerzo no exclamar: «¡Americanos!»
Flavia decidió explicárselo:
– Mientras los chinos no se enteren, tu carrera estará a salvo.
Para Brett fue como si Flavia no hubiera dicho nada.
– Esas piezas no se pueden exhibir. Son falsas.
– Brett -dijo Flavia-, ¿cuánto tiempo hace que han vuelto a China?
– Casi tres años.
– ¿Y nadie se ha dado cuenta de que no son auténticas?
– No -concedió Brett.
Aquí intervino Brunetti:
– Entonces no es probable que llegue a descubrirse. Además, podrían haberse sustituido en cualquier momento de los cuatro últimos años.
– Pero nosotros sabemos que no es así.
– Eso es precisamente lo que yo digo, cara. -Flavia decidió volver a explicárselo-. Aparte de los que robaron los vasos, nosotros somos los únicos que lo sabemos.