Al entrar, los recién llegados miraron la cara ensangrentada de la mujer que estaba tendida en el suelo como si todos los días vieran imágenes parecidas y ya estuvieran acostumbrados. Quizá lo estaban. Luca se fue a la sala y el médico les recomendó que la movieran con sumo cuidado.
Mientras tanto, Brett no sentía nada que no fuera el prieto abrazo del dolor. Lo sentía en todo el cuerpo, en el pecho comprimido, que hacía de cada respiración un suplicio, en los huesos de la cara, y en la espalda, que la abrasaba. A veces, sentía dolores fraccionados, pero enseguida se fundían y le recorrían el cuerpo anulando todo lo demás. Después sólo recordaría tres cosas: la mano del médico en su mandíbula, un contacto que le envió al cerebro un fogonazo blanco; la mano de Flavia en su hombro, el único calor en aquel mar de hielo; y el momento en que los dos hombres la levantaron del suelo, y ella dio un grito y se desmayó.
Cuando volvió en sí, al cabo de varias horas, el dolor seguía presente, pero algo lo mantenía un poco apartado. De todos modos, sabía que, si se movía, aunque sólo fuera un centímetro, volvería aún con más fuerza, por lo que se mantenía perfectamente inmóvil. Pensó en palpar cada parte de su cuerpo, para averiguar dónde acechaba el dolor más agudo, pero antes de que pudiera dar a su cerebro la orden de empezar el recorrido, el sueño la venció.
Volvió a despertarse, y esta vez, con la mayor precaución, su mente empezó a explorar varias partes de su cuerpo. El dolor se mantenía a cierta distancia y ya no parecía que moverse tuviera que ser tan peligroso. Centró su pensamiento en los ojos y trató de determinar si lo que había ante ellos era luz u oscuridad. No podía adivinarlo, por lo que dejó vagar la mente por el rostro, donde el dolor permanecía latente, luego por la espalda, que le ardía y palpitaba, y por las manos. Una estaba fría y la otra caliente. Permaneció quieta durante lo que le parecieron horas pensando: ¿por qué una mano estaba fría y la otra caliente? Se mantuvo inmóvil una eternidad mientras su mente estudiaba el enigma.
Una mano caliente y una mano fría. Decidió moverlas, para ver si variaba la temperatura y, un siglo después, empezó el movimiento. Trató de apretar los puños y consiguió mover un poco los dedos. Pero fue suficiente: la mano caliente se sintió envuelta en más calor y una suave presión por encima y por debajo. Oyó una voz, una voz que sabía familiar pero no pudo reconocer. ¿Por qué aquella voz le hablaba en italiano? ¿O era chino? Entendía lo que le decía, pero no recordaba en qué lengua. Volvió a mover la mano. Qué agradable era aquel calor que había respondido a su primer movimiento. Probó otra vez y oyó la voz y sintió el calor. Oh, parecía mágico. Había palabras que podía comprender, y calor, y una parte de su cuerpo que estaba libre de dolor. Reconfortada por esta sensación, volvió a dormirse.
Finalmente, recobró el conocimiento y descubrió por qué una mano estaba caliente y la otra fría.
– Flavia -dijo con una voz casi inaudible.
La presión de la mano aumentó. Y el calor.
– Estoy aquí -dijo Flavia, y su voz sonó muy cerca.
Sin explicarse por qué, Brett sabía que no podía volver la cabeza para hablar con su amiga ni para mirarla. Trató de sonreír, de decir algo, pero una fuerza extraña le mantenía la boca cerrada, le impedía abrirla. Trató de gritar o de pedir socorro, pero la fuerza invisible no le dejaba abrir la boca.
– No trates de hablar, Brett -dijo Flavia, aumentando la presión de la mano-. No muevas la boca. Está atada con un alambre. Tienes una fisura en el maxilar. No hables. Todo va bien. Pronto te sentirás mejor.
Era muy difícil entender todas aquellas palabras. Pero el peso de la mano de Flavia era suficiente, el sonido de su voz bastaba para calmarla.
Cuando despertó estaba totalmente consciente. Aún le costaba bastante abrir el ojo, pero lo consiguió, aunque el otro permaneció cerrado. Suspiró de alivio al comprobar que ya no necesitaba recurrir a la astucia para burlar a su cuerpo. Paseó la mirada por la habitación y vio a Flavia dormida en la silla, con la boca abierta, la cabeza hacia atrás y los brazos colgando a cada lado del cuerpo, en actitud de abandono total.
Mientras observaba a Flavia, Brett volvió a pasar revista a su propio cuerpo. Quizá pudiera mover brazos y piernas, aunque sería doloroso, de un modo general, indeterminado. Al parecer, estaba de lado y sentía en la espalda un ardor difuso y doloroso. Finalmente, consciente de que esto sería lo peor, trató de abrir la boca y sintió la terrible presión que le comprimía los dientes. Estaban atados con un alambre, pero podía mover los labios. Lo peor era tener la lengua prisionera. Al pensarlo, sintió pánico. ¿Y si tenía que toser? ¿Se ahogaría? Ahuyentó el pensamiento con firmeza. Si podía discernir, señal de que estaba bien. No vio tubos que salieran de la cama y comprendió que no estaba sondada. Así que peor de lo que estaba ahora no iba a estar. Y esto era soportable. A duras penas, pero soportable.
De pronto, sintió sed. Tenía la boca seca y le ardía la garganta.
– Flavia -dijo con una voz que era menos que un suspiro, que casi ni ella podía oír. Flavia abrió los ojos y miró en derredor con expresión de pánico, como solía hacer cuando se despertaba bruscamente. Al momento, se inclinó hacia adelante, acercando la cara a la de Brett-. Flavia, tengo sed -susurró.
– Y buenos días a ti también -dijo Flavia con una carcajada de alivio, y entonces Brett comprendió que pronto estaría bien.
Flavia se volvió y tomó un vaso de encima de la mesa que tenía a su espalda. Dobló la caña de plástico e introdujo el extremo entre los labios de Brett, por el lado izquierdo, lejos del corte tumefacto que le torcía la boca hacia abajo.
– Hasta he mandado poner hielo como a ti te gusta -dijo fijando la caña en el vaso, mientras Brett trataba de sorber el líquido. Tenía los labios secos y pegados, pero por fin consiguió abrir una rendija y la bendita agua fría le bañó la boca y la garganta.
A los pocos tragos, Flavia retiró el vaso diciendo:
– Ya basta. Espera un poco y luego podrás tomar más.
– Me siento drogada -dijo Brett.
– Lo estás, cara. Entra una enfermera cada pocas horas y te pone una inyección.
– ¿Qué hora es?
Flavia se miró el reloj.
– Las ocho menos cuarto.
El número no le decía nada.
– ¿De la mañana o de la noche?
– De la mañana.
– ¿De qué día?
– Martes -sonrió Flavia.
– ¿Por la mañana?
– Sí.
– ¿Y tú por qué estás aquí?
– ¿Dónde quieres que esté?
– En Milán. Esta noche tienes función.
– Para eso están las suplentes, Brett -dijo Flavia con indiferencia-. Para cantar cuando la titular está enferma.
– Tú no estás enferma -dijo Brett, atontada por el dolor y los calmantes.
– Que no te oiga el director general de La Scala, o te haré pagar la multa por mí. -A Flavia le costaba trabajo mantener el tono jovial, pero lo intentaba.
– Tú nunca suspendes.
– Bien, esta vez he suspendido y no se hable más. Vosotros, los anglosajones, sois muy formales en las cosas del trabajo -dijo Flavia, ya con falsa ligereza-. ¿Más agua?
Brett asintió e inmediatamente se arrepintió del movimiento. Se quedó quieta un momento, con los ojos cerrados, esperando que se calmaran la náusea y el vértigo. Cuando los abrió, vio a Flavia inclinada sobre ella con el vaso. Nuevamente, saboreó la fresca delicia, cerró los ojos y se adormeció. De repente, preguntó:
– ¿Qué sucedió?
– ¿No lo recuerdas? -preguntó Flavia, alarmada.
Brett cerró los ojos un momento.