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– Buon giorno, signora Maria -dijo él alzando la cara con una sonrisa hacia la mujer parapetada detrás de diarios y revistas.

– Buon giorno, commissario -le respondió la mujer, como si fuera un viejo cliente.

– Si sabe quién soy, signora, sabrá también por qué estoy aquí.

– L'americana? -preguntó ella, aunque en realidad no era una pregunta.

Él notó un movimiento a su espalda; de repente, una mano se adelantó con rapidez y agarró un periódico de uno de los montones que Maria tenía ante sí, alargando a la mujer un billete de diez mil liras.

– Diga a su madre que el fontanero irá esta tarde a las cuatro -dijo Maria al devolver el cambio.

– Grazie, Maria -dijo la joven, y se fue.

– ¿En qué puedo ayudarle? -le preguntó Maria.

– Usted debe de ver a todo el que pasa por esta calle. -Ella asintió-. Si ve rondar por aquí a alguien que no sea del barrio, ¿podría llamar a la questura?

– Claro que sí, comisario. He tenido los ojos bien abiertos desde que ella volvió a casa, pero no he visto a nadie.

Otra mano, ésta masculina, cruzó por delante de Brunetti y tomó un ejemplar de La Nuova. La mano se retiró para reaparecer al momento con un billete de mil liras y unas monedas que Maria recibió con un «Grazie» a media voz.

– ¿Has visto a Piero, Maria? -preguntó el hombre.

– Está en casa de tu hermana. Ha dicho que te espera allí.

– Grazie -dijo el hombre alejándose.

Brunetti comprendió que había acudido a la persona apropiada.

– Si llama, pregunte por mí -dijo sacando la billetera para darle una tarjeta.

– De acuerdo, dottor Brunetti -dijo la mujer-. Ya tengo el número. Si hay algo, lo llamo. -Alzó una mano en ademán amistoso y él vio que llevaba guantes de lana con las puntas recortadas, para manejar el cambio.

– ¿Quiere tomar algo, signora? -preguntó señalando con un movimiento de la cabeza el bar situado en la esquina de enfrente.

– No vendría mal un café contra el frío -respondió ella-. Un caffè corretto -puntualizó, y él asintió. Si tuviera que estar toda la mañana aquí sentado, sin moverse, con este frío húmedo, también le gustaría un chorro de grappa en el café. Le dio las gracias otra vez y entró en el bar, donde pagó un caffè corretto para que se lo llevaran a la signora Maria. Por la reacción del camarero, era evidente que ésta era práctica normal en el vecindario. Brunetti no recordaba si había en el actual Gobierno un ministro de Información; si así era, nadie mejor cualificado para el cargo que la signora Maria.

Al llegar a la questura, subió rápidamente a su despacho, que, sorprendentemente, no estaba ni glacial ni tropical. Durante un momento fugaz, alimentó la ilusión de que al fin el sistema de calefacción hubiera sido reparado, ilusión que se desvaneció cuando el radiador situado debajo de la ventana se puso a soltar vapor con un gemido agudo. Entonces, al ver el montón de papeles que tenía encima de la mesa, Brunetti se explicó el fenómeno: la signorina Elettra debía de haberlos traído hacía poco y había abierto la ventana unos minutos.

Colgó el abrigo detrás de la puerta y se acercó a la mesa. Se sentó y empezó a leer los documentos. El primero era un extracto de las cuentas bancarias de Semenzato correspondientes a los cuatro últimos años. Brunetti no tenía ni la menor idea de cuánto ganaba un director de museo, dato que se propuso averiguar, pero sabía lo que eran las cuentas de una persona rica. Se habían hecho ingresos cuantiosos sin aparente regularidad y análogamente, sin una pauta manifiesta, se habían retirado importes de cincuenta millones o más. En el momento de la muerte de Semenzato, el saldo era de doscientos millones de liras, una suma enorme para tenerla en una cuenta de ahorro. Los datos que figuraban en la segunda hoja indicaban que sus inversiones en bonos del Estado ascendían al doble de esta cantidad. ¿Una esposa rica? ¿Operaciones de Bolsa afortunadas? ¿O algo más?

En las hojas siguientes se detallaban las llamadas al extranjero hechas desde el número de su despacho. Eran varias docenas, pero tampoco se advertía un patrón.

Las tres últimas hojas recogían los importes pagados con cargo a las tarjetas de crédito durante los dos últimos años, y Brunetti pudo deducir de ellos los billetes de avión adquiridos. Repasó la lista rápidamente, sorprendido por la frecuencia y la envergadura de los viajes. Al parecer, para el director del museo, pasar un fin de semana en Bangkok era tan normal como para cualquier persona irse a la casa de la playa. O hacer una visita de tres días a Taipei y, de regreso a Venecia, dormir una noche en Londres. El detalle de los cargos de sus dos tarjetas de crédito indicaba que Semenzato no escatimaba en los gastos cuando viajaba.

Debajo de estos papeles, encontró un fajo de hojas de fax sujetas con un clip. Todas hacían referencia a Carmello La Capra. En la primera hoja, la signorina Elettra había escrito en lápiz la observación: «Un hombre interesante.» El padre de Salvatore no tenía un medio de vida visible: ni empleo ni trabajo fijo. En su declaración de impuestos de los tres últimos años indicaba la profesión de «asesor», término que, asociado a su procedencia de Palermo, hizo sonar señales de alarma en la mente de Brunetti. Su extracto bancario indicaba que se habían ingresado fuertes sumas en sus distintas cuentas, en divisas, por así decir, interesantes, cuando no sospechosas: pesos colombianos, escudos ecuatorianos y rupias paquistaníes. Brunetti encontró una copia de la escritura de venta del palazzo que La Capra había comprado hacía dos años y que debió de pagar en efectivo, ya que de ninguna de sus cuentas se había retirado una suma proporcionada a la adquisición.

La signorina Elettra había conseguido no sólo copias de los estados de cuentas de La Capra sino también liquidaciones de los pagos hechos con las tarjetas de crédito, tan completas como las que ella había obtenido de Semenzato. Brunetti, que sabía lo mucho que se tardaba en conseguir esta información por la vía oficial, no tuvo más remedio que admitir que habían sido obtenidos extraoficialmente, lo que probablemente equivalía a decir ilegalmente. Así lo admitió, y siguió leyendo. Sotheby's y la taquilla del Metropolitan Opera de Nueva York, Christie's y el Covent Garden de Londres y la Sydney Opera House, seguramente, al regreso de un fin de semana en Taipei. La Capra se había hospedado, cómo no, en el Oriental de Bangkok, donde al parecer pasó un fin de semana. Al ver esto, Brunetti buscó la lista de los viajes y la liquidación de los pagos con tarjeta de crédito de Semenzato. Puso un papel al lado del otro. La Capra y Semenzato habían pasado en el Oriental las mismas dos noches. Brunetti separó las hojas de uno y otro y las dispuso encima de la mesa en dos columnas. Por lo menos en cinco ocasiones, Semenzato y La Capra habían estado en una ciudad extranjera en el mismo hotel y las mismas fechas.

¿Sentía el cazador esta emoción cuando veía las primeras huellas en la nieve o cuando oía un susurro de hojas a su espalda y al volverse descubría el vivo flamear de unas alas? La Capra y su nuevo palazzo, La Capra y sus compras en Sotheby's, La Capra y sus viajes al Próximo y al Lejano Oriente. Su camino se cruzaba repetidamente con el de Semenzato, y Brunetti sospechó que la razón era su común interés por las cosas muy bellas y muy caras. ¿Y Murino? ¿Cuántos de los objetos que adornaban el nuevo hogar del signor La Capra habían salido de su tienda?